Brazofuerte. Cienfuegos V. Alberto Vazquez-Figueroa
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Semejante fenómeno no constaba desde luego en las Sagradas Escrituras, ni mucho menos en las Reales Ordenanzas, mientras que por el contrario Fray Tomás de Torquemada se había apresurado a advertir muy seriamente en sus temidas Instrucciones a los Inquisidores del peligro que corrían quienes se esforzaban por achacar a la inocente Naturaleza actos que había que atribuir sin duda alguna a la maligna intervención del astuto Ángel Negro.
Había que descartar toda opción al diálogo y al convencimiento racional de que el incendio del navío y el consecuente fallecimiento de algunos de sus tripulantes habían sido fruto de la astucia y no de inconfesables pactos demoníacos, sin que quedara más opción que el uso de la fuerza para salvar de la hoguera a una mujer que no había cometido otro delito que amar desesperadamente a un hombre.
¿Pero cómo conseguiría sacar a Ingrid del interior de una prisión guardada por medio centenar de centinelas? Se esforzó por recordar punto por punto el emplazamiento y distribución de la temida fortaleza en la que tantos hombres habían sido ejecutados en los últimos tiempos, pero llegó a la conclusión de que necesitaba encontrar la forma de penetrar en ella y conocerla a fondo, por lo que el alba le sorprendió en el coqueto gabinete de Ingrid, dedicado a la labor de cortarse la larga melena roja para teñírsela luego con aquel mismo extraño producto que la alemana usara tiempo atrás tan a menudo.
Cuando se miró en el espejo le costó trabajo reconocerse, y pese a lo amargo de su situación no pudo por menos que sonreír burlonamente al desconocido caballero de acusado mentón recién afeitado, estirada melena azabache y blanco blusón de encajes que le observaba cejijunto, pues pocos rasgos descubría en él que pudieran relacionarlo con el salvaje cabrero que solía vagar semidesnudo por las montañas de La Gomera o las selvas del continente.
Sabía dónde doña Mariana Montenegro solía ocultar el dinero, aprovisionándose de una buena cantidad de monedas de oro, y sin hacer el más mínimo ruido, atravesó la casa, salió al solitario jardín, y saltó de nuevo el muro cayendo como un gato en el callejón posterior, para encaminarse a la Plaza de Armas, donde al poco no era más que uno de los innumerables desocupados que se buscaban la vida.
La Fortaleza, un antiestético mazacote de piedra y barro que no soportaría el paso del tiempo y cuyos cimientos pasarían un siglo más tarde a formar parte de los tinglados del ensanche del puerto, constituía sin embargo por aquel entonces un impresionante edificio de gruesos muros, enrejadas puertas y dos altas torres de madera desde las que los centinelas parecían no perder detalle de cuanto acontecía en una legua a la redonda.
Pasó largas horas sentado en el porche de una hedionda taberna, atento a las idas y venidas de oficiales y soldados, vio llegar a dos dominicos y un franciscano que volvieron a salir poco más tarde, y aunque estuvo tentado de seguirlos desistió al comprender que, por más que cualquiera de ellos fuera el temido Inquisidor, escasa información obtendría de él de grado o por la fuerza. Pasado el mediodía advirtió, sin embargo, cómo tres alegres guardianes se encaminaban bromeando a la taberna para tomar asiento y solicitar a gritos el almuerzo, por lo que se las ingenió para conseguir que lo animaran a unirse a ellos en una agitada partida de dados en la que se dejó vencer dando muestras de una notable esplendidez a la hora de invitarlos generosamente con el mejor cariñena de la casa.
–Extraño resulta encontrar a un recién llegado a la isla que pague en lugar de andar buscando beber gratis –comentó con intención el alférez de más edad del grupo, un hombrecillo de afilada nariz al que le faltaban cuatro dientes, lo que le confería el curioso aspecto de un tucán–. ¿Acaso no sois uno de esos aventureros llegados en busca de fortuna?
–Buscar mayor fortuna no tiene por qué significar necesariamente andar hambriento –replicó con cierto énfasis el gomero–. Por suerte, dispongo de recursos suficientes como para mantener una posición decorosa, e incluso diría que holgada–. ¿Otra ronda?
–¡De acuerdo! Pero al menos decidnos cómo os llamáis, ya que siempre es mejor beber con amigos que con desconocidos.
–Guzmán Galeón.
–¿Galeón? –se sorprendió otro de los militares–. ¿De los Galeón de Cartagena? ¿Los molineros?
–¡No, por Dios! –replicó el cabrero en un tono levemente despectivo, para añadir a continuación con el más absoluto desparpajo–: De los Galeón de Guadalajara…: terratenientes.
–No tenéis el más mínimo acento alcarreño.
–Es que tuve que salir de allí muy joven. –Sonrió con cierta malicia–. Ya sabéis lo que ocurre cuando un padre furibundo pretende que carguéis con una gordita embarazada.
–¡Pies para que os quiero…!
–¡Exactamente! Desde entonces he andado dando tumbos hasta que oí decir que aquí en La Española había un futuro prometedor para gente con agallas.
–¿Vos las tenéis?
–Como cualquier otro.
–¿Qué tal con la espada?
–Regular.
–¿Buen jinete?
–No.
–¿Alguna habilidad especial?
–Puedo matar a una mula de un puñetazo.
–¡Caray…!
Resultaba evidente que la firmeza de la aseveración había impresionado a sus contertulios, que le observaron con un cierto respeto y, por último, un sargento que de tan ronco casi no se le entendía lo que decía, carraspeó trabajosamente:
–Fuerte sí que parecéis –admitió–. ¡Pero tanto como para matar a una mula…!
–O a un caballo… Para el caso es lo mismo.
–¿Estáis seguro?
–Por mil maravedíes suelo estarlo.
–¿Qué pretendéis decir con eso?
–Que es la apuesta mínima que acepto. –Hizo un gesto con el que parecía querer disculparse por no ser más comprensivo–. No lo puedo hacer por menos, ya que a veces se me resiente la mano y luego tengo que estar un par de meses inactivo.
–¿Acaso intentáis hacernos creer que esa es vuestra forma de ganaros la vida? ¿Apostando a que matáis mulas a puñetazos?
–O caballos… –El gomero chasqueó la lengua con gesto de fastidio–. Con los toros resulta más difícil. Caen redondos, pero al rato vuelven a levantarse.
–¡Qué bestia!
–Yo creo más bien que se está burlando de nosotros.
Cienfuegos los observó uno por uno, y cuando habló lo hizo como quien está cerrando un negocio que ya ha tratado infinidad de veces.
–Una burla que se respalda con mil maravedíes no debe serlo tanto –señaló–. Y por