Brazofuerte. Cienfuegos V. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¿Por qué habría de estarlo?
–Porque tengo entendido que odia a doña Mariana Montenegro.
–Y es cierto –admitió el otro–. Pero también es cierto que juró por su honor que jamás volvería a intentar nada contra ella, y es hombre que siempre cumple sus promesas.
–¿Refrendasteis Vos también tal juramento?
–¿Yo? ¿Por qué razón habría de hacerlo?
–Por solidaridad con quien os paga.
–Era mi jefe en negocios de armas, no de sentimientos. Yo no odiaba a doña Mariana.
–Y ahora… ¿La odiáis?
–La odiaré si se demuestra que es la causante de esas muertes, pero si el Santo Oficio, con su infinita sabiduría, establece su inocencia, olvidaré mis resquemores y seré incluso capaz de pedirle públicas disculpas aceptando de todo corazón el veredicto.
¡Veredicto!
Aquella era la palabra que con más insistencia acudía una y otra vez a la mente de Fray Bernardino de Sigüenza; la que se instaló aquella noche y las siguientes en su minúscula y calurosa celda como un molesto huésped impertinente; la que le obligaba a despertarse al amanecer sudando frío, y la que le impulsaba a dudar más que ninguna otra de su propia capacidad de serle de utilidad a la Santa Iglesia en tan espinoso asunto. Inquisitio y no acusatio, había sido la frase más justamente esgrimida en su momento, pero el mugriento franciscano tenía plena conciencia de que el simple hecho de aceptar que existía una mínima base argumental que le impulsase a seguir adelante con sus averiguaciones convirtiendo la inquisitio en acusatio haría que las posibilidades de que doña Mariana Montenegro se librase de morir en la hoguera fueran más bien escasas. Si el Santo Oficio tomaba la firme decisión de atravesar el inmerso océano para establecer todo el peso de su autoridad en el Nuevo Mundo, lo haría con el estruendo, la pompa y el boato que exigiría la ocasión, y no cabía esperar por tanto que aceptara en modo alguno un veredicto absolutorio, ya que eso significaría alimentar en el ánimo del populacho la vana ilusión de que el exceso de agua de mar había servido para sofocar el ardor de sus hogueras.
–Quien quiera que sea el primero, arderá hasta los huesos –se dijo–. Porque lo que habrá de prevalecer en ese caso no será la razón o la sinrazón de una inocencia, sino un principio de autoridad que no admite más dialéctica que la del terror y la violencia.
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