Yo Soy El Emperador. Stefano Conti
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Yo Soy El Emperador - Stefano Conti страница 3
El autobús va muy rápido por la llanura desierta sin fin. Me quedo dormido imaginando que estoy en una de esas películas en la que el protagonista recorre estados americanos de costa a costa en autobús.
Mientras tanto, en Ankara, el teniente Karim, el de la interminable tarde en las aduanas, regresa a casa, en la que lo esperan sus dos hijos. La madre de los niños se había ido por años. Aturk, el mayor, había estado detrás de la puerta durante varios minutos y la abrió en cuanto escuchó el ruido del viejo vehículo pequeño.
«Entonces, ¿me lo dará?»
«¿Ni siquiera me saludas?» responde con brusquedad el padre.
«Bienvenido, señor teniente», dice Aturk con un tono serio fingido y vuelve a preguntar: «¿Lo tendré?»
Karim no responde, entra a la casa, deja su chaqueta de trabajo en el perchero, se sienta en su sillón marrón de la sala y su hijo lo sigue.
«No me han dicho nada».
«Pero ¿no puedes llamar tú? ¿Te das cuenta de lo importante que es?»
«Lo sé» responde él cortante. «Tráeme algo de beber».
El teniente se levanta para coger su chaqueta, saca un pequeño diario de cuero negro del bolsillo interior, vuelve a la silla maltrecha y marca el número: «Buenas tardes, soy…»
«¡No diga su nombre!»
La voz al otro lado del teléfono lo interrumpe de inmediato. «Le dije que no me llame».
«Sí… es verdad, pero, sabe…»
La misteriosa voz lo interrumpe: «¿Ha hecho lo que le pedí que hiciera?»
«Sí, el señor…»
«¡Le he dicho que no diga nombres!»
«En resumen, ese italiano: lo detuvimos retrasamos todo el tiempo que pudimos. Ahora que tiene un pase de la embajada, recuperará su pasaporte recién el lunes».
«¡Bien! Recuerde. Cuando regrese a Ankara con el ataúd haz lo que te escribimos».
«Sí, sellarlo bien y grabar las letras…»
«Siga las instrucciones» lo interrumpe la voz autoritaria.
El teniente continúa temeroso: «Por supuesto. Quisiera saber si, según lo acordado, mi hijo…»
«Puede hacer la solicitud».
«Entonces me asegura que lo obtendrá…»
De nuevo la voz autoritaria: «Le he dicho que haga la solicitud: ¡Significa que será escuchada!»
«Yo... yo, le agradezco».
«Me despido. ¡No llame más a este número!»
«Gracias una vez más, buonas tardes».
Aturk regresa de la cocina con paso lento y torpe, cuida de no derramar una gota del vaso lleno de vino blanco barato: «¿Y?»
«Puedes hacer la solicitud».
Incluso el hijo no entiende lo que le está diciendo: «Ya tengo la solicitud hace meses…»
«Te he dicho que hagas la solicitud: el puesto es tuyo».
«Gracias, gracias». Aturk se acerca a su padre como para darle un beso, pero se limita a un abrazo, que le corresponde de manera fría.
«Vamos, ahora ve y prepara la cena para ti y tu hermano».
El teniente bebe lentamente su vino antes de acostarse, satisfecho de lo que había hecho ese día.
Sábado 17 de julio
Me había quedado dormido soñando con California, me despierto con ruidos de bocina y un grito incomprensible, mientras el autobús avanza lento a la estación. Tarso se parece a Palermo, famoso, según la película Johnny Stecchino, por su tráfico caótico.
Llego a pie al centro o, al menos, supongo que lo es. Paso por una puerta monumental de época romana (¿cuál es la famosa puerta donde Antonio conoció a Cleopatra antes de la derrota de Azio?). Aquí nadie sabe alemán, solo muestro la hoja con la dirección del ingeniero a, al menos, diez personas. Entre gestos y medias palabras en inglés, me indican un camino a lo largo del río Tarsus Cayi. Las memorias clásicas me recuerdan que es el Cidno, famoso en la antigüedad por sus aguas transparentes pero gélidas, tanto que Alejandro Magno corrió el riesgo de ahogarse en él. Ahora, se ha reducido a un río negro, por los vertidos de las numerosas industrias petroleras de la zona, supongo. Toco el timbre de la casa número 60, una especie de casa sobre esteras. Abre una anciana y encorvada señora.
«Busco a Fatih Persin…» digo en mi lengua materna, un poco perdido en mis pensamientos.
«Italiano, ven italiano» sonríe la anciana mostrando un poco los dientes que le quedan y haciendo un gesto. Luego, huye por una escalera.
Esta casa es rara. Está en la mitad del río, no tiene objetos ni muebles particulares, pero es original en su género. Me acomodo en una silla roja de madera con un asiento tejido de paja. El olor a salsa de carne a fuego lento está impregnado en toda la casa.
Un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, muy alto y delgado, desciende de la destartalada escalera: «Buenos días, soy Fatih» me da la mano y dice algo a la señora.
«Soy Francesco Speri, Chiara me ha dado su dirección… Chiara…» me olvidé su apellido.
«Rigoni» completa un poco sorprendido Fatih. «¿Qué puedo hacer por ti?» El ingeniero habla mi idioma con cierta dificultad, pero nos entendemos. Mientras se sienta, llega su madre, por lo menos, creo que lo es, con una bandeja y dos tazas de café. Su aspecto no es muy atractivo. Algo flota en la taza y el olo es agrio. Sí, agrío, no amargo.
Le agradezco y cojo la taza enorme. «Chiara me dijo que podía pedirle ayuda. Tengo que seguir la carretera que bordea el río en dirección al monte Tauro. En algún lugar de allí, mi profesor de arqueología estaba cavando cuando…»
«No es como el cafè italiano, ¿cierto? Tiene limón», explica Fatih, al ver mi mirada de desconfianza. Sonríe: «No hay problema, hoy es sábado, puedo ir contigo en la moto».
Acepto la ayuda, no sin antes haberme tragado esa especie de limonada caliente con sabor a café.
Salimos de inmediato, sin casco. La moto, en realidad, es un scooter. No va más de 30 km por hora, pero incluso ahora, que no estoy manejando, ¡es como si fuese un avión! El camino es largo y sinuoso. En cada curva, abrazo más fuerte al pobre conductor, me da un poco de vergüenza, pero el miedo de caerme es más fuerte. Este tipo de carretera no parece terminar nunca… de repente, Fatih frena. Notó que había señales que indicaban trabajos en