Yo Soy El Emperador. Stefano Conti

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Yo Soy El Emperador - Stefano Conti

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Julian, sepultado en un remoto páramo de montaña, lejos de ese fabuloso mundo sobre el que había reinado. En realidad, no fue su elección. Odio a los habitantes de Antioquía, desde dónde había partido para la expedición a Persia, se había propuesto acampar en Tarso al regreso, en lugar de volver a ver a los antioqueños. No regresó vivo de esa guerra. Sus oficiales, como una forma extrema de respeto, decidieron enterrarlo donde había decidido quedarse ese invierno: un invierno largo e interminable.

      No se puede acceder a la excavación, la entrada esta protegida con un rudimentario alambre de púas. Un hombre, fastidiado agarrando el sombrero de paja que tenía en la cabeza, se acerca. Parece sospechoso, pero en cuanto menciono a Luigi Barbarino se abre con nosotros y se presenta como el asistente del profesor. El sol golpea sin descanso. Hace un gesto para seguirlo hasta una especie de almacén. Veo fragmentos de jarrones antiguos, huesos de animales, incluso, ollas sucias y ropa apilada. En ese almacén, cubierto con placas de aluminio y lleno de polvo, ese extraño tipo no solo trabaja ahí, creo que incluso duerme y come ahí.

      Quisiera la información sobre el increíble descubrimiento del Apóstata. Con el semblante triste, le pido a Fatih que traduzca primero noticias del profesor.

      La expresión de mi “intérprete” se torna preocupada y, luego, lúgubre. Por otro lado, no había tenido tiempo de contarle sobre la salida del “queridísimo”. «Dice que encontró muerto al profesor el sábado pasado, al pie de… ¿Cómo se dice el gran descenso?»

      El asistente asegura que el viernes pasado, antes de irse, vio al eminente arqueólogo realizando reconocimientos en el sector que estaba excavando y, a la mañana siguiente, lo encontró un poco más arriba, tirado en el suelo. Había tenido un ataque cardíaco y, luego, rodó por el escarpe. El turco no parece, particularmente, disgustado. Quizás trabajar con el profesor le ha dejado el mismo efecto que a mí: fastidio. El asistente, de baja estatura, pero ágil, nos lleva al lugar del desastre. Está ansioso por mostrarnos la ubicación exacta del descubrimiento.

      «Eso de ahí arriba, ¿qué es? ¿Una tumba?» pregunto.

      «Sí, estaba tomando fotos allí. Era muy importante. Había encontrado una piedra con una inscripción cuando sucedió» traduce Fatih.

      Subo jadeando la colina arriba, seguido de los dos. Derrumbado, en el suelo, veo los restos de lo que podría ser un edificio funerario. No veo el epígrafe que debería haberse colocado en la entrada. Solo aquella piedra inscrita, que encontró el profesor la semana pasada (de la que me había contado por mail), puede confirmar que Julian está enterrado aquí.

      «¿Qué pasa con el material que se ha encontrado aquí?» pregunto con una indiferencia fingida.

      «Se queda en el almacén, en el que estábamos antes, por un corto tiempo. Luego, espera que venga un funcionario del gobierno y se lo lleva todo» me informa Fatih.

      Tengo que acelerar los pasos. «Tengo que ir al baño» digo tocándome el estómago.

      «Solo hay uno en el almacén».

      «Recuerdo el camino, se pueden quedar aquí, gracias».

      Voy al cobertizo de prisa y comienzo a buscar desesperadamente entre un montón de cajas. Trato de mover algunas, pero son pesadas. En cada una hay algo escrito en un marcador azul descolorido. Debe ser la fecha y el sector de excavación del que provienen los hallazgos.

      ¿Cuándo me escribió el profesor sobre el descubrimiento de la tumba? Miro la caja del 9 de julio, solo hay fragmentos de yeso y cerámica común. Es obvio, el descubrimiento deber haber sido un día antes de que me enviará ese mail el 9 en la mañana. Luego, esa misma noche murió.

      Abro la caja del 8 de julio y, no sé si lo puedo creer, ¡encontré el epígrafe!

      Un fragmento de mármol, de un poco menos de un metro de largo, grabado en griego. Tengo prisa, pero lucho por descifrar las letras mal conservadas. Tomo muy rápido algunas fotos con la inseparable Nikon.

      Después, con una hoja de papel de seda sobre la mesa y un lápiz, pruebo un yeso improvisado. Es una técnica rudimentaria pero efectiva, que aprendí durante mi especialización en Alemania. Frotó el lápiz en la hoja que estaba sobre el epígrafe, las ranuras de las letras ahuecadas dejan un vacío: la hoja está totalmente gris, menos los espacios en blanco que delimitan con precisión la forma de las letras grabadas.

      He perdido mucho tiempo, corro de regreso a la trágica pendiente: «Lo siento, no sé si fueron las curvas del viaje o la historia sobre la violenta muerte del profesor, pero me sentí mal. Ahora, ya estoy mejor. De todos modos ¿aquí está el profesor?»

      Los dos me miran confundidos.

      «Es decir, ¿puedo recoger el cuerpo del profesor? Me pidieron que lo llevara a Italia y…»

      «No. Está en la morgue municipal... Sé dónde está. Si quieres, te llevo de inmediato» se ofrece Fatih de manera cortés.

      Agradecemos al asistente, quien se aleja observándonos fijamente durante mucho tiempo.

      Regresamos al scooter.

      « Gülek Boğazi» grita Fatih poco después de haber salido.

      En el ruido de la moto y el miedo no entiendo nada.

      « Gülek Boğazi» insiste, mientras señala un desfiladero natural en las montañas.

      Miro hacia abajo y entiendo, son las Puertas Cilicias, el único punto de paso desde la antigúedad entre la Anatolia Interior a la costa. Por aquí es por dónde pasó Alejandro Magno, un líder que fue modelo para mucho, incluso para Julian.

      « Gülek Boğazi» repito, mientras que el precipicio me hace estrujar más al conductor.

      El descenso, como suele suceder, es peor que el ascenso. La moto parece no tener frenos y, en cada curva, más que admirar la vista, pienso en la posibilidad de acabar abajo. Luego, al final, la moto gira y seguimos adelante.

      Cuando llegamos al hospital de Tarso, mi rostro está muy pálido, tanto que corro el riesgo de que me confundan por un paciente. Fatih le pide información a una enfermera que pasa. Sigo a mi compañero de aventuras, arrastro los pies por largos pasillos subterráneos hasta una fría habitación.

      El anatomopatólogo se tuerce la nariza aguileña, de manera imperceptible, cuando le muestro el pase de la embajada. De todos modos, me hace firmar una serie de papeles: quizás está ansioso por deshacerse del cuerpo. Se levanta, me entrega dos copias del informe médico y me da la mano, luego el brazo y la mano una vez más. Es una forma extraña de saludar.

      «Tienes que entregar estos documentos en la aduana para llevar el cadáver a Italia», traduce Fatih. «El ataúd está en el auto y allí regresarás a Ankara», agrega.

      Le agradezco por la traducción y la ayuda; y lo abrazo. Me he acostumbrado a viajar en moto. Intento poner 100 euros en su bolsillo. El ingeniero se siente ofendido por el gesto.

      «No, es un places. Saluda a Chiara o mejor no. No molesto, pero si ella… este es mi número».

      «En realidad, no sé cómo agradecerte por todo. Saludos a… tu madre».

      Afuera, hay una ambulancia estacionada. Me imagino que es la que tiene el cuerpo. Empiezo a subir, cuando dos matones, de mal aspecto, se me acercan. Intento escapar. Los dos me siguen y, mascullando

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