Su Lobo Cautivo. Kristen Strassel
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Trina también necesitaba más.
—Dios mío, ¿qué ha pasado aquí? —Una joven asomó la cabeza por la maltrecha puerta con un caniche gimoteando en los brazos.
—Estamos de reforma —dijo Trina forzando una sonrisa falsa. Los demás voluntarios se dispersaron. Trina era su alfa. Una mujer como ella me haría más fuerte. Haría nuestra manada más fuerte—. ¿En qué te puedo ayudar?
—Ah. —La chica era demasiado educada para rebatirla en voz alta—. Este es el perro de mi abuela. O lo era. Mi abuela murió.
—Siento mucho oír eso.
La visitante suspiró profundamente antes de continuar.
—Ninguno de nosotros puede cuidar a Candy, es esta cachorrita. Vivo en una residencia, y mi madre está demasiado ocupada. Estoy segura de que hay alguna familia deseando quedársela. O a lo mejor otra abuelita. Es una perra muy buena.
Trina se acercó a la joven y le dio una palmadita en la cabeza a Candy, murmurándole algo.
—Ya veo. Ahora mismo, estamos llenos. Tengo un par de citas para adopción esta semana. Puedo apuntar su nombre y número, y cuando salga algo, le aviso… Es todo lo que puedo hacer.
—Bueno. —La cara de la chica languideció—. No nos quedamos en Granger Falls mucho más, y no sé a dónde llevarla. ¿No hay alguien que pueda quedársela?
—Somos el único refugio de la ciudad —dijo Trina suspirando, y la sonrisa se desvaneció. Se movía nerviosa, como si el hecho de moverse hiciera de alguna forma espacio para la perra—. Voy a hacer un par de llamadas a los refugios de la zona, pero la Mayoría de los que no son mataderos están igual que nosotros.
—Es una buena perra —repitió la chica—. De verdad quiero que encuentre un buen hogar.
—Lo sé. Yo también.
Trina dio un puñetazo al contrachapado recién colocado y se deshizo en lágrimas en cuanto Candy y la mujer se fueron. Lo hacía a menudo, cuando una cita de adopción no resultaba bien o no podía acoger a un nuevo huésped.
En una semana, tendría cinco plazas más. No podíamos cagarla. No eran solo nuestras vidas las que estaban en juego.
Me puse a los talones de Trina cuando dejó a los gatitos de nuevo en su redil.
—Cuidado —me soltó por poner la nariz demasiado cerca de las barras. Dejó caer su mano distraídamente sobre mí. Mi pelaje ya estaba mucho más tupido. Los metamorfos nos curamos rápido. Todos habíamos ganado peso y casi me sentía recuperado—. Creo que esta va a ser la noche. Te voy a llevar a casa conmigo. Tenemos que hacer hueco aquí.
Major empujó contra la parte delantera de su jaula.
—¿Cómo has convencido a tu novia para que te lleve a una cita?
—No preguntes —le dije con un resoplido—. Es el primer paso para salir de aquí.
Los demás lobos gimotearon desde sus jaulas cuando seguí a Trina hacia la puerta. Teníamos hambre de libertad.
—Pronto será vuestro turno, lo prometo —dijo Trina por encima del hombro, tratando de calmarlos—. Solo tengo sitio para uno ahora mismo.
Me llevó a su camioneta. Estaba negra y destartalada, y no arrancó a la primera.
—Maldito pedazo de chatarra. —Pegó un puñetazo al volante. Funcionó, el camión arrancó al siguiente intento. Me miró y sonrió. Su pelo casi parecía rubio bajo el último sol de la tarde. A menudo me preguntaba cómo sería como loba, con pelaje dorado y ojos verdes. Preciosa—. Menudo día. Ni siquiera te he dado un nombre. Tienes un pelaje gris tan bonito… ¿Humo? No, no queda bien. Pero servirá por ahora.
En seis días, sería capaz de decirle mi nombre y mucho más. Eso si se paraba a escucharme. Quizá debía huir, si tenía oportunidad, para evitar que lo hiciera Trina. Después de seis meses, nuestras transformaciones podían ser complicadas. Si es que nos transformábamos. Todos estaríamos fuertes para la metamorfosis de ese mes, pero ninguno de nosotros había permanecido tanto tiempo como lobo. No pasaría sin efectos secundarios.
Nos dirigíamos a una pequeña cabaña de madera al borde del bosque. La tierra húmeda y la savia de los árboles inundaron mis fosas nasales. Si salía corriendo hacia el bosque, ella nunca me atraparía. Sería libre.
Pero si lo hiciera, nunca volvería a ver a Trina. O sí, pero no habría forma de convencerla de que yo era el lobo que ella rescató y cuidó con tanto amor. No iba a ser fácil, pero nada bueno lo es, nunca.
La cabaña tenía un porche delantero que daba al valle. Los colores, llenos de vida, contrastaban y se mezclaban a lo largo de las ondulantes colinas, reflejándose en el lago a su vez. Una brisa fresca me acariciaba el pelaje, pronto veríamos la nieve caer.
—Bienvenido a casa —dijo Trina, con los brazos abiertos—. No es gran cosa, pero me encanta este sitio.
Tenía solo lo necesario: un sofá, una mesa de comedor y un televisor. Yo di una vuelta por la casa. Una ventaja de ser lobo era que no tenía que esperar a que me invitaran o me enseñaran la casa como a un huésped. Me metí en su habitación, sin esperar las sábanas rosas en la cama sin hacer. Me subí e inhalé su cálido aroma a tarta de manzana.
—Oh no, ahí no. Trina se rio, apartando mi trasero juguetonamente—. Tienes tu propia cama.
Estaba claro que toda su vida era el refugio. No tenía ni idea de cómo relajarse. Puso la misma emisora de radio que escuchaba todo el día mientras preparaba la cena, cantando sus favoritas. Al darse cuenta de que se había olvidado de traerme comida, puso más hamburguesas en la sartén. Esa cabaña era el paraíso.
Después de la cena, se instaló en el sofá con el ordenador.
Nunca paraba. Salté a su lado, acurrucándome en el hueco de su cuerpo caliente. Se apoyó en mí, y mientras se iba quedando dormida, tiró un montón de papeles de adopción sobre su regazo.
Bostezó de camino a su dormitorio.
—Deja que te enseñe la suite de invitados.
Había una mullida cama de perro en una esquina. La olfateé; no era el primero en usarla. Esto no era nada especial para Trina. Solo era un paso intermedio antes de llevar a los perros a sus verdaderos hogares. O devolver lobos al bosque.
—Las chicas pensaban que no debía llevarte a casa, ya que no eres exactamente un perro, pero me alegro de haberlo hecho. Me siento segura contigo aquí. Dulces sueños, Humo.
Me acosté en la cama del perro, escuchando cómo su respiración se iba haciendo más profunda al ritmo que se quedaba dormida. Me pasaban muchas cosas por la cabeza y no podía dormir. Tal vez si la observara, descubriría cómo no asustarla al convertirme en hombre. Ya no se sentiría tan segura después de eso.
—¡No! —Trina daba vueltas en la cama. ¿Estaba llorando?— No me dejes.