Conducta violenta: impacto biopsicosocial. Luis Miguel Sánchez Loyo
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La agresividad en términos de la explicación de las conductas violentas de los jóvenes puede provenir de una fuente interna del sujeto o de las variables ambientales socioculturales como la frustración, que deriva en conductas agresivas, según se ha indicado en diversas teorías de la personalidad. Sin embargo la agresividad se considera como un rasgo adaptativo que responde a los instintos en la lucha por la supervivencia entre las especies. Pero lo que propicia la eficacia biológica no es la agresión irrefrenable sino la regulada. Por lo tanto el comportamiento hostil es como una línea recta: en un extremo está la agresividad (mera biología), del otro lado está la violencia (sociocultural); a medida que se avanza en ese continuo, se observa cada vez menos biología y más cultura (Prieto et al., 2015 y Torres-Mora, 2011).
Los diferentes episodios de violencia que en la actualidad se dan en las escuelas no son producto de eventos esporádicos, ni brotan espontáneamente dentro de ellas, sino que es una forma de interacción que a veces se instala en la cotidianidad de las aulas que surge como un fiel reflejo de la sociedad en que los alumnos se desarrollan. Esto entorpece el desarrollo académico y personal del estudiante y, sobre todo, atenta contra el derecho de los jóvenes a recibir clases en un ambiente libre de violencia (Barrera y García y Barragán, 2015 y Gázquez y Pérez, 2008).
Con el afán de explicar los conceptos de los involucrados en el acoso escolar, se tiene como finalidad entender su participación considerando que se categorizan tres tipos de personas: víctima, agresor y observador. Existen dos tipos de víctima: la primera y la más frecuente es la sumisa o pasiva, que es la que recibe la agresión sin llegar a la confrontación del agresor; la segunda es la víctima agresiva, que reacciona e incluso realiza acciones agresivas como respuesta a la agresión. El agresor o perpetuador también se clasifica como activo y pasivo: el activo es el que violenta directamente a la víctima o víctimas y el pasivo tiene una función de alentar y mostrar simpatía hacia el agresor por sus acciones. Finalmente, los observadores son aquellos que sin estar relacionados de forma directa al acoso escolar, atestiguan y de forma indirecta son partícipes de este y se clasifican así: observador activo, quien ayuda o apoya abiertamente al agresor; observador pasivo, que refuerza los comportamientos del agresor de manera indirecta (por ejemplo, reírse de las agresiones); y observador prosocial, que es el que ayuda a la víctima (Barrera y García y Barragán, 2015).
Por tales motivos la violencia en la educación superior es un problema serio y muy prevalente que adquiere una creciente visibilidad, ya que existen hallazgos suficientes para declarar que el bullying no es un mito, sino una realidad. Es urgente crear conciencia y construir una cultura de respeto a los demás, tanto en docentes como en estudiantes, ya que las situaciones abusivas tienen consecuencias en las personas que las sufren. Por este motivo es urgente identificar los mecanismos de cualquier tipo de manifestación en las instituciones educativas de nivel superior y definir tipos de violencia al interior del espacio escolar como violencia entre alumnos, entre alumnos y docentes y ciberbullying. Estas situaciones se tienen que comprender y explicar para ser intervenidas (Barrera y García y Barragán, 2015; Prieto et al., 2015; Silva-Villarreal et al., 2013; Castillo-Pulido, 2011; Torres-Mora, 2015 y Gázquez y Pérez, 2008).
Acoso entre alumnos de educación superior
Esta violencia entre compañeros se define como una conducta de persecución física y/o psicológica de un alumno hacia otro, al que elige como víctima de repetidos ataques. Esta acción repetida e intencionada sitúa a las víctimas en posiciones de las que difícilmente pueden salir por sus propios medios. Es una forma ilegítima de confrontación de intereses o necesidades en la que el agresor adopta un rol dominante, para obtener un beneficio material, social o personal y obliga por la fuerza a que el otro se ubique en un papel de sumisión, lo que significa que mediante la prepotencia rompe las relaciones entre los que eran iguales, causándole con esto un daño que puede ser físico, psicológico, social o moral; corona a un sujeto como supuestamente superior (Barrera y García y Barragán, 2015 y Prieto et al., 2015).
Por ser personas que han alcanzado la formación universitaria donde es decisiva la definición del proyecto de vida, la reconfirmación de pautas de comportamiento y la construcción de la identidad, la interactividad con las personas significativas de su entorno guía sus decisiones. Se esperaría que contaran con un bagaje más propicio de herramientas psicológicas para la convivencia pacífica entre compañeros donde predomine la reciprocidad y se permita establecer juicios sobre su autoconcepto, su autoestima y las relaciones equitativas.
Sin embargo la alta proporción de alumnos que reportan ser excluidos de ciertas actividades por sus compañeros, padecer violencia verbal, maltrato indirecto cuando otros disponen de sus pertenencias e incluso acoso sexual, refleja una paradoja: la gente con mayor formación “no debería violentar a sus pares con este tipo de acciones” aunque las interacciones hostiles entre pares tienen la capacidad de ocasionar daños físicos, psicológicos y desvirtuar el razonamiento social y moral probablemente con mayor brutalidad, con lo cual se causan mayores efectos intimidatorios sobre las víctimas (Prieto et al., 2015).
Las modalidades tradicionales de violencia entre los alumnos son la física, la verbal y la sexual, las cuales son producto de la interacción humana que incluyen conductas de acoso, intimidación, hostigamiento y victimización. Conjuntamente se dan otras, como la exclusión, la molestia sistemática y el encierro, la inducción al consumo de drogas y la introducción de armas al espacio escolar, lo cual crea una situación particular de inseguridad cuando los alumnos las presencian. La violencia verbal refiere manifestaciones agresivas directas: gritos, amenazas verbales, apodos negativos, provocaciones, groserías y bromas pesadas o engaños, lo que genera en las víctimas efectos psicológicos relacionados con el estrés postraumático, ansiedad crónica, depresión, pérdida de la autoestima, trastornos del sueño, problemas de apetito, enfermedades psicosomáticas, alcoholismo y, en algunos casos, suicidio (Barrera y García y Barragán, 2015).
Sin embargo, entre los universitarios la violencia física es de las menos frecuentes; los tipos de hostilidad más comunes son los insultos, los chismes y la marginación social, empleados por alumnos de diferentes grados (licenciatura y posgrado) y géneros que aparentemente son inofensivos, porque se perfilan como violencia simbólica, incluso a fuerza de ser cotidianas se instalan como una expresión natural entre jóvenes. En este sentido es posible afirmar que la violencia que no se ve es la más exitosa.
Los alumnos de posgrado en relación con los de licenciatura son menos propensos al maltrato por sus pares, pero también los más alejados para intervenir; parece que a mayor grado de estudios hay mayor acostumbramiento a las respuestas pasivas frente al abuso al que son sometidos sus compañeros, probablemente por la experiencia laboral y las mayores responsabilidades. Esto aumenta el autocontrol, aminora los comportamientos hostiles o, en su defecto, son canalizados a otras esferas de su vida.
Los roles involucrados en este tipo de violencia se conforman por la triada agresor-víctima-testigo. El acoso más prevalente en el estudiante de nivel superior es ser víctima o agresor victimizado. Ser víctima no sólo predice la victimización en el futuro, sino también la participación en otros roles del bullying. Así, los estudiantes que son víctimas pueden ejercer