Afganistán. Jorge Melgarejo

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Afganistán - Jorge Melgarejo Nan-Shan

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por las zonas donde la proximidad de un familiar lejano o de miembros de su propia tribu les ofrezcan hospitalidad y alguna seguridad.

      «Nunca habrá una “libanización” de Afganistán, porque nuestros conflictos internos siempre han sido de índole étnica o tribal y no religioso, como ha sucedido desde épocas muy lejanas», aseguraba un político.

      Si se exceptúan alrededor de 100.000 hinduistas, la población afgana es mayoritariamente musulmana; cerca del 95% profesa el rito hanafí de la rama sunní del islam, y el resto es de confesión chiita. Estos últimos, por afinidad religiosa y por proximidad geográfica de sus lugares de origen, huyeron de Afganistán a la vecina Irán, buscando la protección de los gobernantes y organizando su resistencia desde ese país que, en gran parte, les ha proporcionado la infraestructura bélica necesaria para combatir.

      Para hacer frente a las crecientes ofensivas de comienzos de 1984, la guerrilla se encontraba en un callejón sin salida y en más de una ocasión acusó públicamente a los medios de comunicación internacionales de ser los responsables de uno de los títulos adjudicados al conflicto: «La guerra olvidada». Y aseguraba que no era un olvido casual, a pesar de que comprendían y eran conscientes de los riesgos y las penurias por las que debían de pasar los medios para obtener alguna información sobre el largo conflicto.

      «Los rusos han intensificado sus actividades y sus estrategias han variado ostensiblemente. Han trasladado tropas de elite, utilizando comandos helitransportados con gran entrenamiento. No obstante, la peor parte la siguen llevando los civiles, a quienes presionan con sus acciones para que abandonen sus lugares de origen. Eso nos ha obligado también a cambiar nuestro sistema defensivo y de ataque, pero a pesar de nuestros esfuerzos a veces no podemos evitar que las aldeas sean destrozadas y las cosechas incendiadas. Los campesinos entonces procuran huir hacia los países vecinos. Pero los rusos saben que estos refugiados, aunque mayoritariamente se trate de ancianos, mujeres y niños, se han convertido en potenciales combatientes e intentan cortarles el paso porque para ellos sería más fácil controlarles si el hambre les empujara hacia las grandes ciudades afganas donde tienen todo su aparato represivo. Por eso, cada vez estamos más necesitados de armamentos para hacer frente a las sofisticadas armas soviéticas y a los espectaculares helicópteros. En tierra, hemos sido capaces de hacerles frente e incluso de neutralizarlos, pero el problema viene del aire y si logramos neutralizarles también allí, sería muy fácil para nosotros hacerles retroceder o llevarles a una situación crítica. Con una buena presión militar y abundante ayuda humanitaria destinada a los civiles para que puedan continuar en sus tierras, podríamos contar con los elementos necesarios para obligarles a iniciar negociaciones de forma directa, aunque a ellos no les interesa una solución política, todo lo quieren arreglar militarmente. Los cambios de presidentes propiciados por ellos mismos no suponen nada porque de hecho los gobernantes afganos no tienen ningún poder, son marionetas y mientras la influencia y los asesores soviéticos continúen en Afganistán, no tendrá importancia qué marioneta va o qué marioneta viene. De lo que sí estamos seguros es de que finalmente conseguiremos nuestra libertad, definitivamente, ése es nuestro derecho y nadie puede quitárnoslo. Una vez acabado esto, daremos una vuelta a la página del tiempo de la guerra y veremos quién ha estado cerca de nosotros. Nuestro pueblo nunca lo olvidará, porque nos habrán ayudado a sobrevivir a este brutal atropello. Algunas gentes en Afganistán piensan que luchamos por lo que sería la guerra de otros, pero si paramos y echamos a los rusos, les habremos dado una lección para que no vuelvan a equivocarse otra vez». Éstas eran las declaraciones de Masooud Khalili que dejaba suficientemente aclarada la situación a mediados de 1985.

      Lejos fueron quedándose las intenciones iniciales de los dirigentes del Kremlin. Lo que desde un principio habían considerado como un paseo de los tanques rusos para dispersar y exterminar a la resistencia fue transformándose en una guerra abierta, con el fortalecimiento de esa misma resistencia a la que, restándole importancia desde la cúpula del régimen soviético, se había empeñado en catalogar como «simples bandidos», y que se convertía día tras día en un verdadero quebradero de cabezas para las fuerzas rusas.

      «Recuerde embajador que Napoleón también denominaba bandidos a aquellos españoles que se resistieron a sus intenciones de sometimiento y usted recordará también el final». Así, discretamente, en una conversación informal, un diplomático español intentaba sacar de su error a su colega soviético cuando éste se refería a la guerrilla como «unos cuantos bandidos que asesinaban e intentaban desestabilizar a un régimen amigo».

      Si bien es cierto que la invasión soviética de Afganistán sirvió para desempolvar y actualizar viejos rencores que se acumulaban desde el siglo xix, durante el reinado de Alejandro II, y acrecentados durante la sovietización del Uzbekistán, también es cierto que ello sirvió para que de una forma tímida comenzaran algunas aproximaciones de unidad entre los diferentes grupos, algunos de los cuales tradicionalmente constituían focos de enfrentamiento mutuo. Ya los datos históricos contribuían a la confusión y al poco esclarecimiento de los hechos. Aún quedan en el aire y se crean polémicas en torno al nacimiento del Estado afgano que, según sean los interesados, se dan como acertadas las fechas de 1747, durante la designación de Ahmed Sha Durrani, o la de 1880 con Abdul Arman.

      En un Estado pluriétnico de abierta denominación pastún, el fundamento de las instituciones y las bases de los sistemas de organización política se rigen por las normas y conductas tradicionales de la etnia mayoritaria y dominante.

      Sólo por citar datos y para facilitar la comprensión de las complejas luchas tribales y las dificultades para llegar a entendimientos entre ellas, presentaré a continuación una estadística que dadas las circunstancias no estará exenta de errores.

      Pastunes, musulmanes sunitas, seis millones; en esta cifra no se tienen en cuenta a los pastunes originarios de Pakistán y de las áreas tribales. Tayikos, sunitas, cuatro millones. Hazaras, chiitas, un millón y medio. Aimak, sunitas, ochocientos mil. Uzbekos, sunitas, un millón y medio, siempre refiriéndose a los originarios de Afganistán y no a los que habitaban en el Uzbekistán exsoviético. Turcomanos, sunitas, cuatrocientos cincuenta mil. Nuristanis, sunitas, ciento veinte mil, baluchis, sunitas, ciento veinte mil, sin tener en cuenta a los baluchis del lado pakistaní. Existen además otras tantas tribus minoritarias que por su escaso peso específico en la sociedad afgana no se tienen en cuenta a la hora de las enumeraciones demográficas.

      El sistema organizativo, rígido y tomando como guía las leyes pastunes, se basa en las asambleas de ancianos llamadas jirga, de ámbito y funciones reducidas; la loya jirga, es decir, la gran asamblea, reúne a la representación de todas las tribus pastunes y sólo por determinados y muy particulares eventos, como puede ser la designación de un monarca o para tomar decisiones muy destacadas, pero principalmente para resolver los conflictos internos. La loya jirga se considera de tal importancia que durante el transcurso del siglo xx no se reunió más de media docena de veces.

      Las fórmulas adoptadas y practicadas en el seno de la etnia pastún han originado no pocos enfrentamientos entre ésta y los integrantes de otras etnias que no siempre estuvieron de acuerdo con las decisiones adoptadas. Incluso hubo enfrentamientos entre miembros de la misma etnia pastún; incluso se dio el caso de dos familias rivales pastunes enfrentadas a lo largo de más de cincuenta años; algún jefe de la zona asegura que nadie recuerda con exactitud en qué momento y por qué comenzó la disputa, que ha continuado por generaciones.

      Las diferencias lingüísticas también ejercen una gran presión a la hora de los entendimientos, pues existen tantas lenguas y dialectos como etnias y tribus. Predominan el pastún y el farsi o dari, esta última con escasas diferencias y gran influencia del persa iraní. Por ser estas dos lenguas y sus respectivos hablantes mayoritarios en el espectro demográfico del país, hallan en ello argumento suficiente para alimentar la gran rivalidad que las caracteriza. Pastunes y tayikos mantienen una férrea rivalidad desde la capa social más humilde hasta las esferas más altas.

      Llegado

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