Afganistán. Jorge Melgarejo

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Afganistán - Jorge Melgarejo Nan-Shan

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      La continua llegada de refugiados en un goteo humano constante, sumado al permanente trasiego de guerrilleros, que partían o regresaban, convirtió la zona fronteriza en un lugar de difícil descripción. Nómadas que viajan a paso lento por el borde de la carretera dirigiendo una larga fila de camellos y viajeros que se desplazan a lomo de un perezoso buey con todas sus pertenencias haciendo gala de una paciencia infinita, son características que definen a los que huyen sin un espacio para el retorno y que han perdido el rumbo y la noción del tiempo. Los medios de transporte convencionales abarrotados y totalmente insuficientes castigan en forma ininterrumpida con la estridente bocina y surgen las preguntas: ¿por qué?; ¿para qué? No hay respuestas, pero una cosa es cierta: sin la tortura de la bocina, la zona ya no sería la misma. Pasajeros que viajan agazapados sobre los techos de los coloridos y pintorescos autobuses en un alarde de malabarismo perpetuo, sumados a las siempre atractivas tanga —carros tirados por caballos—, bicicletas, cientos de peatones y el llamativo rickshaw, especie de motocarro multicolor que hace las veces de taxi; para mareo del visitante se mezclan vehículos, si de Afganistán con el volante a la izquierda, de Pakistán a la derecha por lo que los pakistaníes por la influencia británica se empeñan en conducir al revés, vendedores que ofrecen a gritos en plena calle el humeante chole —guiso de garbanzos— completan el espectacular, variopinto y, algunas veces, dramático panorama de una ciudad que florece a las puertas de la guerra. Algo tan románticamente bello de la época británica como el Deam’s Hotel llamaba la atención de los visitantes aunque la voracidad de la especulación inmobiliaria acabara con él. Al hospedarse en tan singular hotel el huésped se trasladaba a un espacio perdido en el tiempo.

      Llamativos autobuses en Peshawar.

      Comerciantes, vagos, médicos de los organismos humanitarios, periodistas sabelotodo, traficantes apresurados y espías rezagados conforman la fauna humana occidental de Peshawar, amén de otros personajes difíciles de catalogar por hallarse fuera de los esquemas conocidos o imaginables. Si se les pusiera en la disyuntiva, algunos, de tener que contestar sobre su ocupación o condición en el lugar, dirán que están hartos de Occidente y de sus costumbres absurdas (como John Walkir, el joven estadounidense acusado de traición por pertenecer a los talibanes) y, no obstante, invertirán inútilmente la mayor parte de su tiempo en tratar de conseguir algún dinero que les facilite la compra de un billete de avión que les conduzca a Europa y como en un interminable laberinto se moverán utilizando como pretexto la búsqueda de una salida que no desean y que a priori saben que no hallarán, traficarán consigo mismos en una extraña danza, mezcla de existencialismo-hippie-comerciante y soldado de fortuna; son los últimos representantes de una especie ya casi extinta.

      La ciudad, al ser el centro administrativo de las áreas tribales, congrega en su entorno a variados personajes procedentes de dichas áreas, amén de los extranjeros con ocupaciones casi siempre misteriosas.

      Escogido al azar, puedo recordar a «Rabbit», un inglés de comportamiento refinado, de barbilla puntiaguda y dientes de conejo —de ahí su apodo— que año tras año y con el pretexto de saludarme, me visita; en realidad, esta aparente cortesía esconde una única intención: pedirme algún dinero en calidad de préstamo, a lo que siempre accedo, préstamo que jamás devuelve. Petición hecha con discreción, gran decoro y, no sé si por olvido, por distracción o porque el capítulo «repertorio» se le agota, utilizando siempre el mismo pretexto: «En espera de la llegada de un hipotético giro que hace tiempo fue enviado». En algunas ocasiones, añade la petición de que le firme el formulario en el que me declaro cristiano y extranjero, condición exigida por las autoridades pakistaníes y que da derecho a la adquisición de dieciséis pequeñas botellas de cerveza en los hoteles internacionales (cuando él ya ha cubierto su cupo). Es como un pintoresco pacto en el que nos confabulamos y que lleva implícitas unas condiciones previas; yo no creo su historia y él no intenta convencerme de lo contrario, y después del siempre esperado té damos por finalizado el acto; entonces se marcha dignamente, con la tranquilidad de haber cumplido el ritual de todos los años. Durante mi estancia en la zona nos reencontramos en varias ocasiones, pero sólo se hablará del asunto en el próximo viaje.

      Por entonces, 1982-1983, contactar con miembros de la guerrilla no resultaba en exceso difícil, aunque tratar con ellos el posible paso de la frontera ya encerraba arduos inconvenientes e indefectiblemente exigían alguna garantía que certificara mínimamente que los visitantes no tuvieran relación con la KGB —servicio de inteligencia soviético—. La condición sería vital a la hora de una posible entrevista con algunos de los principales líderes o comandantes de renombre. «Comprenderán que esto es lógico y necesario; no vamos a enseñarles nuestros secretos militares y nuestras posiciones estratégicas a los primeros que llegan», se excusaban.

      Desde noviembre de 1982, fecha de la muerte de Leonid Brézhnev, Yuri Andrópov tomó las riendas del poder en la URSS y su política respecto a Afganistán cambió de forma considerable. Ante las pruebas aportadas y las acusaciones del gobierno estadounidense respecto a la utilización de armas químicas, Andrópov llevó a cabo una estrategia menos escandalosa, y prescindiendo de eventuales éxitos militares potenció las acciones del KGB, organismo que había dirigido y que por supuesto conocía bien; comenzó, entonces, una lenta y silenciosa cacería dirigida contra los importantes líderes y comandantes de la guerrilla instalados fundamentalmente en la zona fronteriza. Éstos, a su vez, siguiendo directrices del ISI, Servicio de Inteligencia pakistaní, cambiaban de domicilio y de refugio con relativa frecuencia, fuertemente custodiados y en paraderos poco menos que desconocidos. No obstante, algunos comandantes fueron asesinados y por eso las precauciones y el exceso de celo.

      Siguiendo las pistas de organismos humanitarios, contacté con algunos de los comités europeos de ayuda a los refugiados, en este caso los que funcionaban desde París, y me proporcionaron los nombres de algunas personalidades con cierta influencia, entre éstas el profesor Mashruj, director del Afghan Information Center en Peshawar, quien cinco años después caería asesinado a manos de unos desconocidos, aunque se señalaba a los hombres del violento Gulbuddin Hekmatyar, líder del Hezb-e-Islami, como autores del hecho. Con el apoyo del profesor y merced a mi persistencia ya no resultó difícil llegar hasta el polifacético e inteligente Massoud Khalili, portavoz del Jamiat-e-Islami, uno de los importantes partidos con base en Peshawar y que me abrumó con preguntas respecto a la política del gobierno español y de la actitud de la población española en relación con el problema afgano. Khalili, hijo del gran poeta persa Ustad Khalilullah Khalili (del que durante su funeral se dijo que desde Omar Khayyam no hubo nadie tan perfecto en la poesía persa), al igual que su progenitor es poeta y un hombre muy culto, sólo las circunstancias le obligaron a integrarse en las huestes guerrilleras. Más adelante, durante la celebración de la boda de un amigo de Khalili a la que fui invitado, de manera discreta me preguntó si mantenía alguna relación con el jefe de la oposición política en España, contesté que no y pregunté por la razón de su curiosidad; hay que recordar su gran conocimiento de la política internacional. «Me gustaría entrevistarme con él», dijo. Ya en España gestioné la entrevista, me visitó entonces al tiempo que se entrevistaba con Manuel Fraga, entrevista de la que fui testigo, naturalmente sin intervenir. Mucho más adelante, tras el atentado en el valle del Panjshir llevado a cabo por los enviados de Bin Laden en el que perdiera la vida el célebre comandante Ahmad Shah Massoud, Khalili, que se hallaba a su lado, perdería un ojo como consecuencia de la explosión. Con la expulsión de los talibanes se convertiría en embajador de Afganistán en España, puesto que ya había ocupado en la India con Burhanuddin Rabbani en el gobierno.

      Massoud Khalili

      El profesor Mashruj me había telefoneado recomendándome que no nos alejáramos del hotel, porque era posible que recibiéramos una visita, sin especificar ni aportar mayores detalles. Después de una espera que resultaba interminable por fin nos recogió un jeep.

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