Afganistán. Jorge Melgarejo
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En innumerables ocasiones, durante los últimos años, se ha repetido la misma pregunta: ¿por qué se ha impedido el libre movimiento de los periodistas y no se ha facilitado la labor informativa durante la invasión de la URSS? La respuesta, por simple, no deja de sorprender, y es el aniquilamiento de la población civil y la utilización de un país indefenso como laboratorio para comprobar la efectividad de bombas químicas y armas que no podían darse a conocer. Las insólitas declaraciones de Smirnov, entonces embajador de la URSS en Pakistán, así lo demuestran: «A partir de ahora, todos los periodistas que entren ilegalmente en el territorio afgano, serán tratados como prisioneros de guerra y como tales serán juzgados y ejecutados si llegara el caso». La llegada de los talibanes tampoco significó un camino de rosas para los medios.
La falta de información, la fanática defensa o las prudentes y tímidas críticas a las acciones de la URSS en la región confundieron a gran parte de la opinión pública e impidieron obtener una base sólida para enjuiciar los acontecimientos sin que nadie, por tanto, se detuviera a valorar en su justa medida el juego de intereses que ha rodeado tanto la historia como el conflicto bélico en el que estuvo inmerso el país.
«Afganistán no es noticia», se empeñaban en afirmar algunos directores y jefes de redacción, según sus propios criterios; mientras la población continuaba sufriendo el acoso de los bombardeos y el hambre ocupaba su inamovible posición en las esperanzadas miradas de aquellos que escarbaban dentro de un futuro lleno de incertidumbres.
Después que los hechos ocurridos el 11 de septiembre de 2001 hayan desatado la ira del gobierno estadounidense, las bombas vuelven a caer en las durísimas piedras que cubren la geografía del país, las luchas intestinas vuelven a ocupar los temores de una población cansada cuyo destino parece correr siempre hacia el hondo precipicio de la guerra, aunque las insignias de los aviones y las intenciones sean distintas.
La huida de los talibanes en 2001 supuso un tiempo de esperanza, incluso el interesado gobierno de Pakistán con o sin razón intentó lavar su imagen facilitando el regreso de los afganos y comenzando a desmantelar los miserables campos de refugiados, pero la paz continuaba rezagada. Hamid Karzai se erigió en presidente provisional tras largas discusiones entre las diferentes etnias; se intentaba una estabilidad que propiciara unas elecciones medianamente creíbles. En las primeras elecciones, Hamid Karzai triunfó gracias a que infundía confianza en Occidente, pero los nuevos líderes y los tradicionales se acusaron mutuamente de fraude. Las siguientes elecciones continuaron por el mismo camino. Ashraf Ghani Ahmadzai (se debe recordar que en Afganistán las personalidades con rango ostentan el nombre de la tribu a que pertenecen) llegó al poder en 2014, siempre bajo la sospecha de fraude, pero no logró imponer orden más allá de los límites de Kabul y a veces ni eso, al igual que su predecesor Karzai.
La presencia de miles de soldados occidentales desde el inicio de las hostilidades, 100.000 norteamericanos y 35.000 internacionales —entre ellos españoles—, no evitó los terroríficos golpes llevados a cabo por los talibanes, que nunca terminaron de irse y que dejaron multitud de cadáveres a su paso. Europa tardó en abrir los ojos y comprobar en toda su magnitud las violencias y las miserias que azotaban al país; EE.UU. se centró en la búsqueda del gran enemigo, Bin Laden, sobre todo tras la voladura de las torres gemelas. Gastaron 1.500 millones de dólares en la guerra más larga llevada a cabo por ese país, propiciando diferentes operaciones bautizadas con rimbombantes nombres como «Apoyo Decidido» y otros que pusieron sobre la mesa 3.592 muertos, de ellos 2.500 norteamericanos, y 20.000 heridos. España colaboró con 34 muertos.
La operación «Libertad Duradera», iniciada en 2001 utilizando la excusa del artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas que daba pie a la legítima defensa, fue el comienzo de nada; a pesar de haber destinado en el país una ingente cantidad de combatientes, quedaron en el recuerdo las proféticas palabras: «los ejércitos llegan a Afganistán para fracasar».
Los múltiples y frustrados planes de paz impulsado por la comunidad internacional fracasaron estrepitosamente y los que más tarde han fraguado EE.UU. y los talibanes no dejan de ser más que aspiraciones de la alta política. Los talibanes pueden reposar un tiempo y esperar su momento, pero aún siguen vivos porque desde su nacimiento la guerra y el horror se convirtieron en oficio rentable, propiciando el sustento de las milicias y sus familias. Al Qaeda y El-Khorasan-Estado Islámico, que compiten en terror con los talibanes, lejos están de firmar ningún plan de paz. Desde el 2 de mayo de 2011, fecha de la muerte de Bin Laden, la situación no ha variado. Sin destapar la cabeza del monstruo, será difícil acabar con él. En Afganistán continúa vigente el eterno adagio: «El que tiene el dinero tiene las armas y el que las posee ostenta el poder», una realidad que aglutina seguidores.
Tras la retirada de las tropas soviéticas y la expulsión de los talibanes del gobierno llegó una democracia plagada de imperfecciones y una economía devorada por la corrupción. Desde entonces Afganistán no ha cambiado gran cosa. La guerra, como una gigantesca rueda que marca su destino, de una manera u otra continúa girando.
Mientras todo esto suceda, los corresponsales de guerra seguirán lanzándose por los caminos, trepando montañas y exponiendo el pellejo para relatarle al mundo lo ocurrido allí.
I
En 1983, cuando tomé la decisión de «cubrir» periodísticamente Afganistán e introducirme en su guerra, determinación que ocuparía más de veinticinco años de mi vida, jamás hubiera imaginado que pasaría a engrosar las filas de hombres y mujeres que han tenido el privilegio de enriquecer sus conocimientos a base de semejantes vivencias. Desde entonces pasé treinta veces por la difícil prueba de atravesar clandestinamente la frontera afgano-pakistaní, unas veces con mayor fortuna que otras, para hallarme en un país con algo más de seiscientos mil kilómetros cuadrados que desde la invasión soviética en 1979 y aún con los talibanes fue convirtiéndose en una región muy peculiar para cualquier visitante, difícil para entrar, permanecer y aún más para salir, y ésos eran principalmente mis objetivos. Aunque finalmente, tras una metamorfosis cruel y desesperada, se convirtiera en un lugar triste al que nadie deseaba ir y de la que todos necesitaban huir.
Aún hoy, después de tantos años, la experiencia y el conocimiento del terreno no han impedido que continúe tomando todas las precauciones posibles para realizar cualquier incursión o movimiento en la zona y recuerdo, con nostalgia, los imprevistos, las sorpresas y hasta los errores cometidos entonces y que sólo la buena suerte, la del primerizo, pudo hacer que los superara. La primera regla repercutía de manera permanente en mis pensamientos, como primera medida, «conocer a los afganos y darse a conocer»; sin esa premisa difícilmente se puede lograr una aproximación, tanto invasores como visitantes fracasaron en sus cometidos, en parte por ignorarla, llegaron sin un conocimiento claro de los defectos y cualidades de la población.
Una vez en la misteriosa Peshawar, capital de la provincia de Jaiber Pastunjuá, ciudad fronteriza con Afganistán en el norte de Pakistán, bulliciosa, con algo de misterio, se comienza a vivir en medio de —no se sabe muy bien— la gigantesca retaguardia de un ejército o bien en la vanguardia de otro aún mayor dispuesto a avanzar.
La vida y el pulso de la ciudad vendrían marcados por los acontecimientos acaecidos del otro lado de la frontera, entonces y hoy; aunque de forma aparente reina la normalidad, lo cierto es que la zona en los últimos años ha cobrado una actividad inusitada. Desde la ciudad a la que se llamó