Afganistán. Jorge Melgarejo
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Aguardamos con paciencia convencidos de que pronto recibiríamos sus noticias. El moderado jefe de la resistencia afgana, por entonces y gracias a las importantes acciones que desarrollara, ocupaba el cargo de comandante general de las fuerzas guerrilleras de su partido, una de las dos fracciones del Hezbe-e-lslami, liderado por Jonus Khales, padre de su esposa.
Grandes acciones justificaban su rango militar, como las voladuras de las centrales hidroeléctricas de Sarobi y Vaghloo y el ataque contra el entonces cuartel general soviético de Tajbeg; cuatro años después de tales operaciones perdería una parte del pie como consecuencia de la explosión de una mina antipersona; en una de nuestras periódicas entrevistas me contó que en un futuro inmediato llevaría a cabo una operación de gran envergadura, incluso me invitó a ser testigo de la misma sin proporcionarme mayores detalles; no acepté la gentileza.
Poco tiempo después, ya en Europa, la agencia Tass difundió una escueta información sobre las explosiones accidentales ocurridas y que fueron atribuidas a la negligencia de un soldado. «¿Accidente?», dijo Abdul Haq, y me sugirió que girara la cabeza para mirar cuatro gigantescas y bellísimas fotografías tomadas al comienzo de las explosiones y que decoraban su despacho. «Fueron tomadas por Peter Jouvenal que me acompañó en la operación», me dijo recordando a uno de los periodistas expertos en la guerra de Afganistán y que más adelante lograría entrevistar a Bin Laden.
Abdul Haq, de gran corpulencia física, se convertiría a lo largo de todos los años de guerra, junto con el legendario comandante Ahmad Shah Massoud, Jalaluddin Haqqani, el pintoresco y astuto Ismail Khan, Abdul Khadir y el gran estratega Anwar, en uno de los personajes más importantes, respetados y queridos de la guerrilla afgana. Refiriéndose a su corpulencia física y a sus kilos de más, su propio hermano, el también comandante y jefe de la región de Nangarhar, Abdul Khadir decía: «Mi hermano es la única persona que entra en Afganistán y logra salir con más kilos de peso de los que llevaba cuando entró». Abdul Haq sería asesinado por miembros de los talibanes a finales de 2001, cuando se iniciaban los bombardeos de la aviación estadounidense.
Ante su presencia, siempre creía encontrarme frente a un muchacho desarrollado prematuramente a pesar de su poblada barba. En el momento de nuestro primer encuentro contaba 26 años y en su rostro ya se percibía un cierto cansancio, pero podía definir con total claridad los acontecimientos y salir airoso de cualquier acusación. A los comentarios que llegaban desde Occidente, procedentes de grupos de izquierda y que acusaban a la resistencia afgana de ser una guerrilla de derecha, respondía con un convencimiento total: «Es evidente que nosotros tenemos una concepción diferente de los occidentales; somos islámicos y el islam no permite ninguna forma de tergiversación ni desviaciones. Luchamos contra un enemigo común y eso nos permite estar por encima de cualquier diferencia política. ¿Cómo se puede catalogar de derecha o izquierda a un pueblo que se opone a una invasión? La resistencia está integrada por diferentes grupos, entre los que se puede encontrar incluso a los maoístas, aunque son minoritarios. En estos momentos, los partidos islámicos podrían dividirse en dos: los fundamentalistas, que son algo más ortodoxos, y los moderados, que tienden hacia una mayor apertura. Diferencias siempre hemos tenido, pero eso no debilitará nuestra unión; en este caso, quienes nos han invadido son los rusos, pero actuaríamos de la misma forma contra cualquiera que atentara contra nuestra libertad y religión. Alguien ha dicho que el que es capaz de luchar es digno de la libertad, y nosotros por tradición hemos sido siempre muy combativos. Y yo pregunto a los detractores y fanáticos que nos acusan: cuando luchábamos contra los ingleses, entonces, ¿qué éramos, de izquierda o de derecha?».
Sentado al borde de la cama, en la habitación del hotel, donde acudía para darnos ánimo mientras transcurrían los días de impaciente espera para cruzar la frontera, manteníamos largas conversaciones de cuyas conclusiones siempre obtenía los mismos resultados. No le gustaba la guerra. «Nosotros no necesitamos instructores sino armas», decía cuando le interrogaba sobre el asunto.
«Esta guerra debe generar muchos intereses porque de lo contrario no entiendo cómo no se nos entregan más armas. Las conclusiones son simples: si con escasas y anticuadas armas somos capaces de aguantar esta guerra y además obtener grandes victorias, es fácil adivinar lo que seríamos capaces de hacer con buen armamento. Yo personalmente opino que los soldados rusos son unas víctimas igual que nosotros. Llegan con un desconocimiento total de lo que ocurre aquí; les engañan diciéndoles que lucharán contra chinos, iraníes, pakistaníes y americanos. Eso no es verdad y ellos lo comprueban sobre el terreno, no tienen otra alternativa más que obedecer; las continuas derrotas les desmoralizan, y para sobrellevarlas no encuentran otra salida que recurrir a las drogas que en Afganistán no son difíciles de conseguir. Los muyahidines, en cambio, tenemos la razón, eso nos diferencia y nos da fuerza para continuar. La falta de armamento tenemos que suplirla por acciones inteligentes. Estamos preparándonos a pasos agigantados en el aprendizaje de la guerrilla urbana; la necesidad y la dinámica así lo exigen. Preparamos bombas que pueden explotar hasta con 75 días de retardo, pero nuestros objetivos siempre serán militares, porque nunca hemos estado de acuerdo con las acciones terroristas en las que las víctimas sean civiles. Eso ya lo estamos sufriendo».
Cuando consideré oportuno y una vez ganada su confianza, intenté lo que muchos otros periodistas antes: tratar de entrevistarme con algunos prisioneros soviéticos en poder de la guerrilla, para lo cual pregunté abiertamente sobre el tema.
—Los prisioneros los entregamos a Pakistán y las autoridades de ese país a la Cruz Roja Internacional, que los traslada a Suiza—, me contestó seguidamente.
—¿A todos?, pregunte.
—Sí, los entregamos a todos, aunque a los de alta graduación procuramos mantenerlos un tiempo, para intentar algún canje llegado el caso, sobre todo para negociar la liberación de periodistas. Pero el alto mando soviético, en cuanto los militares caen en nuestro poder les consideran desertores y pierden todo su valor.
Le pregunté entonces si me permitiría tomarles fotos y hablar con algunos de estos prisioneros.
—En estos momentos no tenemos ninguno—, dijo sonriendo, y en su sonrisa inocente se podía percibir un ligero gesto involuntario que le traicionaba y agregó: —Cuando uno va de visita por primera vez a casa de un amigo, no se puede pretender que el primer día le conduzca a uno a la cocina, ¿verdad?
Por su extremada timidez y parquedad consideré que poco más sacaría y me limité a seguir el curso de los acontecimientos en tanto esperaba.
—¿Están entrenados para trepar montañas?—, preguntó en nuestro primer encuentro y yo probablemente sin entender demasiado contesté con impaciencia que sí.
—El riesgo es sólo suyo y es grande, debo prevenirles que pueden morir o caer prisioneros, y mi obligación es disuadirlos de este intento—. Así se