La decadencia del relato K. Darío Lopérfido

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La decadencia del relato K - Darío Lopérfido

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y hacerle creer que puede vivir gracias al Estado, es decir, gracias a Cristina.

      Y el relato sigue. Pero ya nadie cree en el relato.

      Cada vez más argentinos, según las encuestas, creen que el futuro será peor. No hay futuro en un país donde con poco más de $40.000 estás bajo la línea de pobreza, pero si cobrás un poco más, ya pagás ganancias. No hay futuro en un país que no respeta la propiedad privada, donde una vida vale un celular, donde las empresas son denostadas y a los empresarios se les llama “amarretes”, porque en ese país las empresas prefieren bajar sus persianas a seguir viviendo para el Estado y su casta, y más todavía cuando esa casta los castiga y los maltrata. La decadencia a la que nos ha llevado el kirchnerismo en todos los ámbitos —económico, social, cultural— es indescriptible. Parafraseando a Ortega y Gasset, cuando una sociedad se encuentra en decadencia busca algo de qué aferrarse. Pero hoy la sociedad argentina no sabe a qué aferrarse. La sociedad argentina, que es muy resiliente y emprendedora, tropieza con las barreras que pone el kirchnerismo para el desarrollo. Es una sociedad enjaulada por una clase política que solo piensa en sí misma.

      Pero el relato K está en decadencia. Y, como dije, cuando el relato decae, el fin de los políticos que lo sostienen no suele estar lejos.

      ¿Por qué digo que el relato está en decadencia? En primer lugar, porque la sociedad reacciona. Es visible en las marchas ciudadanas que se sucedieron en 2020 y que seguirán, probablemente, en 2021. La clase media trabajadora argentina está diciendo basta. Muchos están decididos a involucrarse en política, a ofrecer su granito de arena, porque no quieren dejarles un país en ruinas a sus hijos. Por otro lado, cada vez entendemos mejor lo que está en juego. Tiempo atrás titulé un artículo mío “Mafia o república” (Infobae, 2020). Esa es la verdadera grieta. Entre las fuerzas republicanas y la mafia. Como señala Ortega y Gasset: “La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a verlo con claridad, porque la ‘acción directa’ consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio; en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la carta magna de la barbarie”. Eso es lo que el kirchnerismo ha hecho: ha invertido el orden y ha proclamado la violencia como prima ratio, como ley primera. El kirchnerismo entiende que las cosas se resuelven con la fuerza, en vez de con el diálogo. Y a todo el que piensa diferente, lo castiga. Argentina hoy está en un punto de quiebre, y utilizando palabras de Sarmiento, debemos elegir entre civilización o barbarie.

      Sin más, le doy al lector la bienvenida a mi libro, y le aviso que aquí verá sinceridad pura, sin medias tintas, sin pelos en la lengua, porque ese es uno de mis mayores bienes, la sinceridad. No habrá correctismo político, porque no lo necesito. Aquel que piense que con el kirchnerismo se puede debatir y puede haber un diálogo está equivocado. No existe algo así como el kirchnerismo moderado. En todo caso, puede haber algún peronista moderado, pero no kirchneristas. El kirchnerista es fanático por naturaleza, y con los fanáticos y violentos que solo pretenden destruir la república no hay diálogo posible. Como bien pregona Karl Popper, uno de los filósofos liberales más importantes del siglo XX, no debemos confundir libertad con dar rienda suelta a que nos gobiernen los fascistas. Es decir, la tolerancia tiene sus límites, porque, con la premisa de ser tolerantes, pueden nacer grupos fascistas. La tolerancia ilimitada puede llevar a la desaparición de la tolerancia. Por eso sostengo que con los kirchneristas no hay diálogo posible. Es ingenuo pretender dialogar con aquellos que clausuraron el debate público y destrozaron la convivencia pacífica en Argentina.

      El kirchnerismo no se limita a transgredir la Constitución nacional; su proyecto mismo, en gran medida, es bastardearla, denigrarla, pisotearla. Así han creado una horda de fanáticos que desprecian nuestras leyes, porque solo reconocen como ley las órdenes de la líder. Este fanatismo, con el paso del tiempo, está llevando a la Argentina a la decadencia. La decadencia moral, intelectual, pública, económica y social que vive hoy el país, y de la que no será fácil salir, en gran parte fue generada por el kirchnerismo y su banda de fanáticos seguidores.

      Una de las mejores definiciones de democracia que he escuchado la refiere como la gestión de las diferencias. En cada sociedad todos somos diferentes y pensamos diferente; eso genera contraposición de opiniones y, entonces, la democracia viene a gestionar esos conflictos generados por las diversas formas de ver la vida. Esta definición, en mi caso, es dolorosa, porque me recuerda que a menudo no nos damos cuenta del valor de lo que tenemos hasta que lo perdemos. Por desgracia, en la Argentina esto sucede cada vez más. El valor de la democracia radica en que puedan convivir personas de diferente raza, sexo, religión, tradición, ideología política, en un mismo país, en un mismo espacio, y no asesinarse o maltratarse unos a otros por esas diferencias. Y el rol de un gobernante es, justamente, gestionar las diferencias. Entender que todos somos diferentes, que tenemos distintas pasiones, distintos objetivos, distintas formas de ver la vida, distintas formas de concebir el mundo, pero que a la vez todos somos iguales, es decir, iguales ante la ley, y que desde el Estado no se puede hacer diferencias para favorecer a unos por sobre otros, nos permitirá entender que la democracia es convivir, de manera pacífica, con gente que no es igual a uno. Y para quienes nos gobiernan, entender esto es primordial, porque justamente el gobernante de turno debe entender que las diferencias hay que gestionarlas y no eliminarlas. Solo los fascistas intentan eliminar las diferencias.

      Para gestionar las diferencias y, entonces, asegurar la perdurabilidad de la democracia en el tiempo, nacen las constituciones y, con ellas, el Estado de derecho. Una constitución nacional asegura el imperio de la ley (que el poder político esté supeditado al derecho, es decir, que ningún político esté por encima de la ley), la división de poderes del Estado (para dividir tareas, legitimidades, y asegurar el control mutuo entre legislativo, ejecutivo y judicial), el reconocimiento de derechos y libertades fundamentales de las personas ante los poderes públicos (para asegurar libertades frente al ejercicio del poder), un Poder Judicial que vele por los derechos subjetivos y supervise los actos de los otros poderes y un control de la legalidad de los actos públicos (que la Justicia controle, por ejemplo, que los decretos de Alberto Fernández sean legales y no inconstitucionales, como todos los que ha firmado desde el principio de la cuarentena). Por eso el kirchnerismo, desde que tomó el poder, no ha dejado de pisotear la Constitución. Hoy en día no existe la división de poderes, no existe el respeto de los derechos y libertades individuales, no hay control de la legalidad de los actos públicos y hay abusos de poder por todas partes.

      Recuerdo que en la apertura de sesiones del Poder Legislativo del año 2015, Cristina Fernández de Kirchner, como presidente, acusaba al Poder Judicial de “partidizarse” y afirmaba que “el partido judicial se ha independizado de la Constitución” (Infobae, 2020b), cuando una importante cantidad de personas que trabajaban en el Poder Judicial, además de jueces y fiscales, marcharon pidiendo por el esclarecimiento de la muerte del fiscal Nisman. Para Cristina, todo aquel que contradiga su pensamiento y sus palabras está en contra de la patria. Ella se cree la encarnación de la patria y si alguien la acusa de algo o piensa de manera contraria a ella y lo expresa públicamente, corre riesgo su vida. Contradecir a Cristina es un deporte de alto riesgo. Cristina Fernández de Kirchner no entiende de división de poderes, no entiende de constituciones, no entiende de Estado de derecho, no entiende de libertades. O estás con ella o sos su enemigo. Y esa visión de la política es la que ha impuesto en la sociedad.

      Así como en aquel momento acusó al Poder Judicial de partidizarse, desde la asunción de Macri como presidente y el cambio de rumbo de las causas judiciales en las que ella está denunciada o imputada, una vez más pasó a acusar al Poder Judicial de politizarse, pero esta vez sin afirmar que este poder del Estado se habría partidizado, sino que directamente forma parte de una conspiración para encarcelar a los líderes políticos que “luchan por el pueblo”. Ya no habló más de “partido judicial”, y comenzó a hablar de “lawfare”.

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