La decadencia del relato K. Darío Lopérfido

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La decadencia del relato K - Darío Lopérfido

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término para victimizarse, también lo hacen Correa en Ecuador y Lula en Brasil. Todas personas intachables, que no se enriquecieron en la función pública, que no pagaban sobreprecios en las obras públicas. Todas personas de bien. ¿Es pura casualidad que todos estos personajes estén acusados de corrupción? La mejor solución, para ellos, es denunciar una persecución judicial en su contra, es plantarse en el plano de víctima. Y así, nuevamente, dicen que la justicia se politiza. Con ese argumento quieren exculparse, pero con ese argumento, también, bastardean la división de poderes y la Constitución.

      Existen ciertas diferencias fundamentales entre el kirchnerismo y las fuerzas constitucionales. Quienes aceptamos la Constitución como ley suprema aceptamos la democracia como régimen. En cambio, el kirchnerismo (sin manifestarlo abiertamente) propone un régimen autoritario al plantear que Cristina es la líder del pueblo, dado que ella es quien identifica las necesidades de ese pueblo. Mientras haya democracia, según ellos, va a haber una élite política. Y la élite es la oligarquía, por eso el kirchnerismo siempre propone “más democracia”, más “pueblo”, para finalmente imponer su sistema autoritario de pensamiento único.

      Las fuerzas constitucionales, al aceptar la democracia, aceptan también el pluralismo político. El kirchnerismo, por su parte, prefiere eliminar las diferencias. ¿Cuántas veces escuchamos a Cristina decirnos que “el pueblo ha sido oprimido” y que los que no son kirchneristas no son “pueblo”? Hasta el actual jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, dijo que los que se manifestaban contra el kirchnerismo no eran “pueblo”. O el mismísimo presidente dijo que, cuando termine la cuarentena, la “gente de bien” va a manifestarse a favor del Gobierno. Eso es una fuerza antidemocrática. Pensar que si no sos kirchnerista no sos argentino es obviamente antidemocrático. Nadie tiene la capacidad de decir quién es “pueblo” y quién no. Todos somos pueblo, todos somos ciudadanos.

      Y, por último, los que aceptamos la Constitución como ley suprema, al aceptar la democracia, aceptamos la forma representativa de gobierno. Es decir, aceptamos que el pueblo gobierna por medio de sus representantes. El kirchnerismo, en cambio, sostiene una promesa de una democracia directa, gestionada por el pueblo. Y como existe un líder que sabe interpretar las necesidades del pueblo, ese líder será quien gobierne (Cristina). ¿Cuántas veces escuchamos que, con la excusa de traer más democracia, pedían intervenir la Justicia? Hasta llegaron a decirnos que querían reformar la Justicia para que el pueblo elija a sus jueces y fiscales, o que era necesario un cambio en la Constitución nacional, en aquellos momentos en los que se hablaba de “Cristina eterna”. Afortunadamente, no hay Cristina eterna, porque si hoy la Argentina está en decadencia, con “Cristina eterna” ya estaríamos en el infierno. Si Dante Alighieri viviera, tendría que reescribir la Divina comedia solo para generar un nuevo círculo para Cristina.

      El kirchnerismo cree que la Constitución mantiene los intereses de unos pocos. Para el kirchnerismo, la raíz de los problemas de Argentina es la Constitución. Por eso, porque pretenden, en principio, no respetar la Constitución actual y (si pueden hacerlo) modificarla o crear una nueva, son antidemocráticos. Para el kirchnerismo las diferencias no se gestionan: se eliminan. Y eso, queridos amigos, es fascismo. Lo único que crearía el kirchnerismo, si lograsen modificar la Constitución o imponer una nueva, sería una democracia totalitaria (Talmon, 1956).

      Fascismo es censurar a la UBA para que no organice una charla con Sergio Moro, el exjuez brasileño que llevó adelante los juicios conocidos como Lava Jato y encarceló a políticos de todos los colores y a gran cantidad de empresarios por la corrupción y cartelización de la obra pública. Fascismo es que encierren a la gente en sus casas y utilicen a la policía para controlar quién puede moverse por las calles, quién puede ir a trabajar, mientras Alberto viaja de provincia en provincia visitando gobernadores a placer, recibiendo dirigentes en Olivos, almorzando o cenando con quien le plazca y sacándose fotos para mostrarlo. Fascismo es escrachar a un abuelo que quería darles diez dólares a sus nietos para que ahorren, en épocas del primer cepo cambiario. Resulta que ese abuelo, llamado Juan Carlos Durán, era abogado, y presentó un amparo en la Justicia para poder comprar los diez dólares y regalárselos a sus nietos, ya que eran abanderados de sus colegios. Y Cristina usó las herramientas del Estado (como las cadenas nacionales) para escrachar a un simple ciudadano y lo tildó de “amarrete”, porque para Cristina era poco dinero diez dólares. Fascismo puro. La asimetría de poder entre un presidente y un ciudadano de a pie es abismal. Cuando un hecho de ese estilo sucede, el miedo nos invade, porque recordemos que, en otra cadena nacional, Cristina dijo: “Solo a Dios hay que tenerle miedo… y a mí un poquito también”, y los bufones de turno la aplaudían sin parar (no se sabe si por festejarle sus dichos o por miedo, justamente).

      Fascismo es crear un organismo que controle contenidos mediáticos (NODIO) en la Defensoría del Público, con Miriam Lewin a la cabeza, para decir qué periodista puede decir qué cosa y qué periodista no, o arrogándose la facultad de decirle al público qué periodistas escuchar y cuáles no. Fascismo es tener intendentes y gobernadores atornillados al poder desde hace quince años o más y que los niños de sus distritos, en los actos escolares, los alaben diciéndoles cuán buenos líderes son, o jurando la bandera por ellos. Fascismo es utilizar en las escuelas libros de texto en los que se habla mal de algunos líderes políticos y bien de otros. Fascismo es haber logrado que mucha gente le impida a otra hablar sobre los derechos humanos si no pertenece a algún tipo de agrupación política. Fascismo es limitar la libertad de expresión adoctrinando a los medios de comunicación a través de la pauta publicitaria.

      El kirchnerismo es un populismo berreta. O un populismo tercermundista. Y es que sin dudas el kirchnerismo es populismo, pero enfrente todavía tiene a una sociedad que lucha por sus derechos; y es berreta o tercermundista porque continuamente muestra la hilacha.

      El populismo tiene algunas ideas básicas que el kirchnerismo aplica a rajatabla. Una de ellas es que la sociedad está dividida en dos grupos, el pueblo y la élite. No hace falta mencionar el sinnúmero de veces que escuchamos a Néstor Kirchner y a su esposa hablar de la élite, de los oligarcas, de la burguesía. Incluso en 2020, uno de sus fieles esbirros, Jorge Taiana (quien lamentablemente representó al país como canciller), vinculó la muerte de Dorrego con Macri por entender que pertenecen a la misma “burguesía”. Allí es donde se ve la hilacha. La idea básica populista es dividir al pueblo entre los de arriba y los de abajo, pero cuando quieren llevar eso a la realidad, hacen conexiones intertemporales que nunca hubieran sido posibles. Lo tragicómico de este tipo de situaciones es que aún Taiana nos representa (claramente, a mí no me representa, pero, como sociedad, él es uno de nuestros representantes). Parece increíble que tengamos una clase política con tan poco conocimiento, o con ideas tan estrafalarias metidas en su cabeza que los llevan a vincular la muerte de alguien con un presidente que gobernó el país casi doscientos años después.

      Y una segunda premisa del populismo es que estructura el debate público en términos morales, no programáticos. O sea, esta división entre pueblo y élite está cargada moralmente. El pueblo es un sujeto político bueno, virtuoso, y se lo idealiza como tal. Por eso el kirchnerismo (como la Iglesia) ejerce un culto a los pobres. Les gustan tanto los pobres que los multiplican. Ser “del pueblo” está bien. Ser de “la élite” está mal. Como si alguien rico nunca pudiese haber sido pobre en el pasado. Y así es como destruyen la meritocracia. Si ser rico está mal, esforzarse, mejorar, trabajar duro y ganar dinero deja de tener sentido. Por eso el discurso albertista y de todo el arco kirchnerista contra la meritocracia. Nos dicen que no quieren una sociedad meritocrática, sino una “solidaria”, como si ambas cosas no pudiesen ir de la mano. El problema es cómo ser solidarios si no tenemos algo para dar. Si ponemos cada vez más palos en la rueda para que la gente pueda crear sus empresas, generar trabajo y, ganando dinero, hacerse rico, ¿cómo podemos ser solidarios? ¿Qué puedo darle a alguien si no tengo nada? El amor no se come, las declaraciones tampoco. Quizá el kirchnerismo entiende que solidaridad es lo que hacen ellos: usar los recursos del Estado (que le sacan a la gente con impuestos) para repartir a diestra y siniestra. ¡Con plata ajena cualquiera es solidario! Y lo peor de todo es que cuando lo hacen, salen a relucir

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