Diferentes razones tiene la muerte. María Elvira Bermúdez
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—Realmente —contestó Miguel—, es el colmo de la desfachatez invitarnos a su casa.
—¡A su casa! —clamó la señora—. ¿Cómo, su casa? Todo lo que tenga esa... es nuestro, por ser de tu padre, mi marido. Si ella lo tiene es porque lo ha robado, porque en este mundo no hay justicia, ni hay leyes que protejan la inocencia. Pero al cabo hay un Dios en los cielos...
—Sí, mamacita —atajó Miguel entre impaciente y tímido.
Sabía de memoria lo que su madre tenía qué decir. No solía contradecirle, aunque no estuviera de acuerdo con sus invectivas; pero en aquellos momentos una idea sugestiva se esbozaba en su mente, y consideró necesario transmitírsela a su madre. Continuó:
—Pero, ¿si esto quisiera decir que se arrepiente y que quiere darnos algo de...
—¿Darnos? ¿Darnos algo, así, como limosna?
—No, mamá. Tú y yo sabemos que no sería una limosna, que tenemos derecho a ello; derecho moral, por lo menos, ya que no legal...
—¡Ah! ¿Conque no tenemos derecho?
—Mira, mamacita, esto es un asunto complicado. Desgraciadamente las leyes no siempre favorecen a quienes más necesitarían de ellas...
—¡Claro! Como que las leyes son obra de los hombres y nada más sirven para proteger a sinvergüenzas. La ley de Dios es muy distinta.
—Bueno, mamá; pero tienes que reconocer que, buenas o malas, de las leyes humanas vivimos tú y yo. Si no hubiera leyes, no habría abogados; y si no hubiera abogados, ¿cómo me ganaría yo la vida?
—Podrías ganártela de otro modo.
—Sí, claro, como zapatero o como cargador. Pero dio la casualidad, y tú lo sabes, de que mi padre quiso que yo fuera abogado, como él y como mi abuelo, y que me ayudó en mis estudios mientras vivió, que me regaló la biblioteca de mi abuelo, y que ser hijo de Alfredo Prado, y nieto de don Alfredo Prado me ha servido de mucho en mi carrera.
—Bueno, bueno. Pero eso no quita que las leyes le sirvieran a tu padre para irse con esa perdida y para dejarnos en la miseria. ¡Es que nombrarla a ella su única heredera!
—Eso, eso me ha hecho sufrir tanto como a ti, mamacita. Precisamente el vivir al día, el tener que matarme trabajando es lo que a veces me desespera. Yo quisiera tener dinero, mucho dinero, para que tú tuvieras una casa grande, y comodidades, y yo...
—Y pensar que tenemos ese dinero, que deberíamos tenerlo. Porque todo lo que esa... gasta y derrocha es dinero de tu padre.
—No, no todo. Ella heredó también de sus padres y de un hermano, pero sí, gran parte de lo que tiene es lo que mi papá le dejó. Por eso, mamá, muchas veces he pensado que ella debía ayudarnos, pues con lo suyo tiene de sobra; he pensado a veces en decirle...
—¿Has pensado en ir a pedirle?
—No, no precisamente. En fin, mamá, ya que ahora sale de ella...
—¿Qué quieres decir?
—Pues que nada perderíamos con probar. Ya ves que dice que quizá sería para mi bien, y que apela, a mi buen sentido.
—No, hijo mío, jamás. Eso es una locura.
—Pero, ¿por qué?
—¿Yo, en casa de esa...? Parece que te olvidas de que tu madre es una mujer decente.
Miguel suspiró. Era muy difícil convencer a su madre. Él quería ir, pero...
—Bueno, mamacita, como tú quieras —dijo, tratando de poner punto final a la conversación; pero prometiéndose a sí mismo ir por su cuenta.
Como si doña María leyera su pensamiento, le preguntó:
—¿Tú quieres ir, verdad?
Miguel no contestó. Su mirada se encontró con la de su madre y ambos sonrieron débilmente. Tras unos segundos de silencio dijo la señora:
—Fíjate, hijo, yo no puedo ir allí. Yo soy católica, no puedo ir a la casa de una mujer que vive en pecado.
—Eso sería en vida de mi padre —objetó Miguel—, ahora ya no. Ya han pasado diez años, mamá, y ahora las cosas son distintas. Es tiempo, como ella dice, de perdonar. ¿No nos manda nuestra religión perdonar?
En doña María la indignación y el rencor iban cediendo paso a la ambición. “¿Y si de veras nos llamara porque le remuerde la conciencia y quiere restituirnos lo que es nuestro? Yo podría volver a tener piano, y comprarme un rosario de filigrana de oro, y poner todos los días gladiolos en la jardinera… Dios aprieta, pero no ahoga.”
Miguel, considerando el silencio de su madre como un buen síntoma, la apremió:
—Fíjate, podemos ir nada más un día, como prueba. Si te gusta, nos quedamos, si no, no. ¿Qué te parece?
Doña María elevó los ojos al cielo y contestó:
—¡Ay, Miguel! ¿De qué sacrificios no es capaz una madre?
Y así, en aquel lunes de septiembre, quedó decidido que Miguel Prado y su madre serían huéspedes de Georgina Llorente en la quinta de Coyoacán.
ii
la familia ortiz
De noche, la de los Insurgentes es una de las más hermosas avenidas metropolitanas. Celia Ortiz, recostada en el cómodo automóvil, no se molestaba en admirar el espectáculo resplandeciente y bullicioso. Ese lunes por la tarde había asistido al cine Chapultepec y a Loma Linda en compañía de una amiga. De regreso a su hogar, Celia iba pensando en María Félix.
“¡Qué mujer tan interesante! Pero, sobre todo, ¡qué interesante su vida en las películas! ¿Por qué la vida real será tan aburrida?” A ella, a Celia, le gustaría llevar una vida como la de María Félix, de emociones, de amores tempestuosos, ¡de aventuras!
Ante la reja de su casa, un incontenible fastidio la embargó. ¿Qué iba a hacer ahora? Allí estarían, como siempre, su mamá y sus antipáticas amigas jugando rummy. Su papá estaría por milésima vez encerrado en su sala de cacería limpiando armas o clasificando piezas cobradas, y Marito y Pepe, los insoportables hermanillos, estarían peleando como de costumbre.
Pensó en llamar a su amigo Rique para concertar un encuentro en el Rendez Vous, y con ese propósito, apenas entró en el vestíbulo de su opulento hogar, se dirigió a la mesilla del teléfono. Pero un sobre alargado, color violeta, atrajo su atención.
Iba dirigido a: Señor Mario Ortiz y fam., y el monograma con las iniciales G. Ll. P. enlazadas, hizo saber a Celia su procedencia. Curiosa y un poco impresionada, estudió el sobre. Olía a Risque Tout, de Lentheric. La letra era fina, alargada y elegante, pero Celia, que ignoraba grafología, nada logró averiguar a través del sobrescrito acerca de esa Georgina misteriosa a la que secretamente deseaba conocer.