El espíritu de la filosofía medieval. Étienne Gilson
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Lo mismo ocurre con mayor razón en lo que se refiere a la causa eficiente, y la misma diferencia separa en ella el mundo griego del mundo cristiano. En los dos universos encontramos la misma jerarquía de causas segundas subordinadas a una causa primera; pero, por no haber superado el plano de la eficiencia para alcanzar el del ser, la filosofía griega no sale del orden del devenir. Este es el motivo por el cual Aristóteles, si nos fijamos bien en ello, puede subordinar a la primera causa una pluralidad de causas segundas inmóviles como la primera; porque, si esas causas recibieran la eficiencia que ellas dan, ¿cómo podrían ser inmóviles? Pero pueden y deben ser inmóviles si, no dependiendo de ningún ser en su ser, su causalidad encuentra en la primera causa la causa de su ejercicio más bien que la de su causalidad. Al contrario, basta con hojear a santo Tomás para comprobar que su prueba se establece sobre un plano muy diferente, pues la prueba de Dios por la causa eficiente es en él la prueba tipo de la creación. «Hemos establecido por una demostración de Aristóteles que existe una primera causa eficiente que llamamos Dios. Ahora bien: la causa eficiente produce al ser por medio de sus efectos. Luego Dios es la causa eficiente de todo lo demás»[21]. Es imposible decir más claramente que, cuando se trata de Dios, causa eficiente significa causa creadora y que, probar la existencia de una primera causa eficiente, es probar la existencia de una primera causa creadora. A santo Tomás le place declarar que en esto sigue a Aristóteles; nada mejor, pero puesto que la eficiencia de que se trata no se refiere al mismo aspecto de lo real en los dos sistemas, hay que resignarse a admitir que la prueba tomista de Dios por la causa eficiente significa una cosa muy diferente a la de Aristóteles[22].
El problema que se plantea en adelante, y quedará planteado para toda la metafísica clásica, es el problema ininteligible a los griegos de rerum originatione radicali. ¿Por qué, preguntará Leibniz, hay algo en vez de no haber nada? Y es exactamente el mismo interrogante que se plantea todavía, en la filosofía cristiana, sobre el plano de la finalidad.
Es cosa comúnmente admitida hoy que la idea de finalidad está definitivamente eliminada por la ciencia del sistema de las ideas racionales. Queda por saber si la eliminación es tan definitiva como algunos la imaginan. Por el momento, no pretendemos nada más que señalar el punto preciso sobre el cual descansan las pruebas de Dios que se fundan en ella. Suponiendo que hay orden en el mundo, pregúntase cuál es la causa de este orden. Y a este respecto se imponen dos observaciones. Primeramente, no se pide que se admita que el orden del mundo sea un orden perfecto; lejos de eso; aun cuando la suma de desorden aventajara en mucho a la del orden, con tal que quedara solo una ínfima parte de orden, habría que investigar la causa. En segundo lugar, no se pide al espectador que se enternezca sobre la maravillosa adaptación de los medios a los fines y de detallar las sutilezas con la ingenuidad de un Bernardino de Saint-Pierre. Que el finalismo se haya desacreditado científicamente por la buena voluntad un tanto boba de algunos de sus representantes, es cosa cierta; pero la prueba por la finalidad no es solidaria de los errores de aquellos. Para que esta obre, basta admitir que el mecanismo físico-biológico sea un mecanismo orientado. E inmediatamente salta la pregunta: ¿de dónde proviene esa orientación del mecanismo? El yerro de los filósofos que se plantean este interrogante reside en que no siempre disciernen que este recubre dos preguntas. Una, que no conduce a nada, consiste en buscar la causa de las “maravillas de la naturaleza”; pero, aun suponiendo que no se equivoquen a propósito de esas maravillas —y se equivocan a menudo— no se puede en ningún caso ir más allá de la concepción de un ingeniero jefe del universo, cuyo poder, tan sorprendente para nosotros como el del civilizado para el no civilizado, sería sin embargo un poder del orden humano. A este finalismo es al que se opone el mecanismo de Descartes, y es él quien lo justifica. Fabricar un animal puede ser difícil, pero nada prueba a priori que sea cosa propia de la naturaleza de un animal el no poder ser fabricado. Descartes mismo, ese profeta del maquinismo, estimaba que por lo menos se requeriría un ángel para fabricar máquinas volantes: hoy comprobaría que los hombres las fabrican en serie con una facilidad y una seguridad aumentadas sin cesar. El nudo de la cuestión no está ahí; y la verdadera pregunta es la segunda. Así como la prueba por la finalidad no considera a Dios como el ingeniero jefe de esta vasta empresa, igualmente la prueba por el primer motor no considera a Dios como la Central de energía de la naturaleza. Lo que se pregunta exactamente es, si hay orden, ¿cuál es la causa del ser de ese orden? La famosa comparación del relojero no tiene sentido a menos que se trascienda el plano del hacer para alcanzar el del crear. Así como todas las veces que comprobamos un arreglo debido al arte, inducimos la existencia de un artífice, única razón suficiente concebible de ese arreglo, así también, cuando comprobamos, además del ser de las cosas, el de un orden entre las cosas, inducimos la existencia de un ordenador supremo. Pero lo que tomamos en consideración, en ese ordenador, es la causalidad por la cual confiere el ser al orden; esto nos interesa mucho más que la ingeniosidad de un ordenamiento cuya naturaleza, demasiado a menudo y quizá siempre, se nos escapa. Descartes no deja de tener razón al chancearse de los que, pretendiendo introducirse en el consejo de Dios, se ponen a legislar en su nombre; pero, no hay necesidad de violar los secretos de su legislación para conocer su existencia. Nos basta con que haya una existencia; pues si ella es, lo es del ser, es decir, ya sea de lo contingente, que no se explica por sí mismo, ya sea de lo necesario, que suficiente por sí, basta al mismo tiempo a dar razón de lo contingente que de ello deriva.
Para quien concibe netamente este punto, la interpretación de las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios se aclara, y se comprende por qué hemos podido decir, que hasta cuando repetían al pie de la letra a Aristóteles los filósofos cristianos se movían en un plano diferente del de aquel[23]. Para que se comprenda mejor esta verdad, basta con evocar la controversia, célebre en la Edad Media, entre los que admitían la existencia de pruebas puramente físicas de la existencia de Dios, como Averroes, y los que no admitían sino pruebas metafísicas de su existencia, como Avicena. Averroes representa aquí una tradición mucho más cercana de la tradición griega, pues en universos como los de Platón y de Aristóteles, donde Dios y el mundo se afrontan eternamente, Dios no es sino la clave de bóveda del cosmos y su animador; no se pone, pues, como el primer término de una serie que vendría a ser al mismo tiempo trascendente a la serie. Avicena, al contrario, representa la tradición judía más consciente de sí misma, pues su Dios, al que llama estricta y absolutamente el Primero, no es ya el primero del universo, es el primero en relación al ser del universo, anterior a ese ser y, por consiguiente también, fuera de él. Por eso, exactamente hablando, se debe decir que la filosofía cristiana excluye por esencia toda prueba únicamente física de la existencia de Dios, para no admitir sino pruebas físico-metafísicas, es decir, suspendidas al ser en cuanto ser. El hecho de que santo Tomás utilice en esas materias la física de Aristóteles no prueba nada, si, como acabamos de decirlo, empezando en físico, termina