Consejos sobre la salud. Elena Gould de White

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Consejos sobre la salud - Elena Gould de White Biblioteca del hogar cristiano

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       La carrera cristiana

      “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la ver­dad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal ma­nera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene: ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero no­sotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Cor. 9:24-27). Los que participaban en la carrera con el fin de obtener el laurel que era considerado un honor especial, eran temperantes en todas las cosas, para que sus músculos, su cerebro y todos sus órganos estuviesen en la mejor condición posible para la carrera. Si no hubiesen sido temperan­tes en todas las cosas, no habrían adquirido la elasticidad que les era posible obtener de esa manera. Si eran temperantes, podían correr esa carrera con más posibilidad de éxito; estaban más se­guros de recibir la corona.

      Pero, no obstante toda su temperancia –todos sus esfuerzos por sujetarse a un régimen cuidadoso con el fin de hallarse en la mejor condición–, los que corrían la carrera terrenal estaban expuestos al azar. Podían hacer lo mejor posible, y sin embar­go no recibir distinción honorífica; porque otro podía adelan­társeles un poco y arrebatarles el premio. Uno solo recibía el galardón. Pero en la carrera celestial todos podemos correr, y recibir el premio. No hay incertidumbre ni riesgo en el asunto. Debemos revestirnos de las gracias celestiales y con los ojos dirigidos hacia arriba, a la corona de la inmortalidad, tener siempre presente al Modelo. Fue Varón de dolores, experimen­tado en quebrantos. Debemos tener constantemente presente la vida de humildad y abnegación de nuestro divino Señor. Y a medida que procuramos imitarlo, manteniendo los ojos fijos en el premio, podemos correr esa carrera con certidumbre, sa­biendo que si hacemos lo mejor que podamos, lo alcanzaremos con seguridad.

      Los hombres estaban dispuestos a someterse a la abne­gación y la disciplina para correr y obtener una corona co­rruptible, que iba a perecer en un día, y que era solamente un distintivo honroso de parte de los mortales. Pero nosotros estamos para correr la carrera que brinda la corona de in­mortalidad y la vida eterna. Sí, un inconmensurable y eterno peso de gloria nos será otorgado como premio cuando ha­yamos terminado la carrera. El apóstol dice: “Nosotros, una incorruptible” [v. 25].

      Y si los que se empeñan en una carrera terrenal para reci­bir una corona temporal podían ser temperantes en todas las cosas, ¿no podemos serlo nosotros, que tenemos en vista una corona incorruptible, un eterno peso de gloria y una vida que se compara con la de Dios? Ya que tenemos este gran incenti­vo, ¿no podemos correr “con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Heb. 12:1, 2)? Él nos ha indicado el camino y ha señalado todo el trayecto con sus pisadas. Es la senda que él ha recorrido, y podemos experimentar con él la abnegación y el sufrimiento, y andar en esa senda señalada por su propia sangre.

      No se den por satisfechos con alcanzar un bajo nivel. No somos lo que podríamos ser ni lo que Dios desea que seamos. Dios no nos ha dado las facultades racionales para que perma­nezcan ociosas, ni para que las pervirtamos en la prosecución de fines terrenales y sórdidos, sino para que sean desarrolladas hasta lo sumo, refinadas, santificadas, ennoblecidas y emplea­das en hacer progresar los intereses de su reino.

      Nadie debe consentir en ser una mera máquina, accionada por la mente de otro hombre. Dios nos ha dado capacidad para pensar y obrar, y si actuamos con cuidado, buscando en Dios nuestra sabiduría, llegaremos a ser capaces de llevar nuestras cargas. Obren con la personalidad que Dios les ha dado. No sean la sombra de otra persona. Cuenten con que el Señor obrará en ustedes, a favor de ustedes y por medio de ustedes.–El ministerio de curación, pág. 398 (1905).

      La reforma pro salud es una parte importante del mensaje del tercer ángel; y como pueblo que profesa esta reforma, de­bemos avanzar continuamente y nunca retroceder. Es una gran cosa que podamos asegurarnos la salud acatando las leyes de la vida, y muchos no lo han hecho. Gran parte de las enfer­medades y los sufrimientos que abundan entre nosotros son el resultado de la transgresión de las leyes físicas, producto de los propios malos hábitos de la gente.

      Nuestros antepasados nos han legado costumbres y ape­titos que están llenando el mundo con enfermedades. Las consecuencias de los pecados que los padres cometen al complacer los apetitos pervertidos recaen dolorosamente sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones. La mala alimentación de muchas generaciones, los hábitos de glotonería y desenfreno de la gente, han hecho que se llenen nuestros hospicios, prisiones y manicomios. La intempe­rancia en el consumo de té, café, vino, cerveza, ron y bran­dy, además del uso de tabaco, opio y otros narcóticos, ha producido una gran degeneración mental y física que crece constantemente.

      ¿Son estos males que azotan a la raza humana un resultado de la providencia de Dios? No; en realidad existen porque la gente ha vivido en forma contraria a su providencia y to­davía continúa ignorando sus leyes irresponsablemente. Con palabras del apóstol, apelo a las personas que no han sido cegadas ni paralizadas por enseñanzas y prácticas erróneas, a quienes están listos para rendirle a Dios el mejor servicio del cual son capaces: “Hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rom. 12:1, 2). No tenemos derecho a violar caprichosamen­te un solo principio de las leyes de la salud. Los cristianos no deben aceptar las costumbres y prácticas del mundo.

      La historia de Daniel se registró para beneficio de nosotros. Él eligió una conducta que lo hizo conspicuo en la corte del rey. No se conformó a los hábitos alimentarios de los cortesa­nos, sino que propuso en su corazón no comer las carnes de la mesa del rey ni beber sus vinos. Esta decisión no fue tomada a la ligera ni de modo vacilante sino que fue con inteligencia y practicada resueltamente. Daniel honró a Dios; y en él se cumplió la promesa: “Yo honraré a los que me honran” (1 Sam. 2:30). El Señor le dio “conocimiento e inteligencia en todas las letras y ciencias” y también le concedió “entendi­miento en toda visión y sueños” (Dan. 1:17); de modo que llegó a ser más sabio que todos los miembros de la corte real, más sabio que todos los astrólogos y magos del reino.

      Los que sirvan a Dios con sinceridad y verdad constituirán un pueblo peculiar, diferente del mundo y separado de él [1 Ped. 2:9]. Sus alimentos no serán preparados para complacer la glo­tonería o gratificar el gusto pervertido, sino para obtener de ellos la mayor fortaleza física y, en consecuencia, las mejores condi­ciones mentales...

      La gratificación excesiva en la comida es un pecado. Nuestro padre celestial ha derramado sobre nosotros la gran bendición de la reforma pro salud para que lo podamos glorificar obedeciendo las demandas que hace de nosotros. Los que han recibido la luz acerca de este importantísimo tema tienen el deber de manifestar un mayor interés por los que todavía sufren por falta de conocimiento. Los que esperan el pronto regreso de su Salvador no deberían manifestar una falta de interés en esta gran obra de reforma. La acción ar­moniosa y saludable de todas las facultades del cuerpo y la mente produce felicidad; mientras más elevadas y lim­pias sean estas facultades, más pura y genuina será la feli­cidad. Una existencia sin propósitos es una muerte en vida. La mente debería preocuparse de los temas que se refieren a nuestros intereses eternos. Esto contribuirá a la salud del cuerpo y la mente.

      Nuestra fe

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