El poder de la universidad en América Latina. Adrián Acosta Silva

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El poder de la universidad en América Latina - Adrián Acosta Silva

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de un objeto general o específico de investigación. El ensayo académico, en especial, es un método clásico de exploración más o menos libre pero sistemático sobre fenómenos sociales que auxilia en la comprensión de los perfiles, las tensiones y los relatos institucionales en un campo específico de la acción social, a la vez que se emplea como un recurso analítico, con el fin de exponer ciertas intuiciones, sospechas y conjeturas, y para ofrecer hipótesis explicativas respecto a fenómenos complejos y multidimensionales.

      La elección del ensayo como método de exploración no es una decisión que goce de mucha popularidad en las ciencias sociales contemporáneas. Hoy, el énfasis en los datos estadísticos –los cada vez más mitificados y poco cuestionados “datos duros”, “big data” y demás–, el uso de sofisticadas metodologías “cualitativas”, “cuantitativas” o “mixtas”, las crecientes exigencias de verificabilidad y comparabilidad sustentadas en la aplicación inmediata o remota de los conocimientos de las ciencias sociales para intervenir en los asuntos públicos, han desplazado a la duda y a la especulación intelectual como métodos legítimos de exploración de la realidad social. Es posible que el declive del ensayo como ruta de comprensión de los fenómenos sociales se deba más a la ansiedad “metodolátrica” (la adoración del método en sí mismo), a las exigencias de medición estadística del tamaño o calidad de los fenómenos (anclados cada vez más en las métricas del desempeño), a las dificultades de tiempo y financiamiento de proyectos de investigación, o a las exigencias de utilización práctica que gobiernan hoy zonas extensas de las diversas disciplinas sociales, que a una reflexión profunda de los límites de los datos y las correlaciones estadísticas que oscurecen el lenguaje académico de no pocos economistas, sociólogos y politólogos contemporáneos.

      Sin embargo, el uso del ensayo académico, como cualquier otro género, también tiene sus límites. Se ubica siempre en las fronteras de la opinión o de la especulación filosófica, histórica o sociológica. No compromete su trayectoria analítica con la formulación de un problema de investigación ni sus resultados con la verificación de una o varias hipótesis, ni tampoco se hace cargo necesariamente de traducir sus hallazgos o especulaciones en la resolución práctica de un problema público específico. Tampoco asume alguna responsabilidad clara en un conocimiento científico más preciso sobre los objetos de investigación o reflexión que le dan origen. Bien visto, el ensayo es una especulación organizada en torno a fenómenos que suelen ser no sólo complejos sino esencialmente ambiguos, cambiantes y contradictorios, como lo es, en este caso, la universidad.

      El ensayo puede ser, al estilo de Montaigne, el ejercicio práctico de cierto escepticismo intelectual, la forma que asume un punto de vista dubitativo acerca de las realidades múltiples. Más que la formulación de grandes teorías, el ensayo se concentra en la comprensión de los procesos y la organización de las dudas, en la exploración más o menos libre de las distintas aristas, dimensiones o la experiencia de construcciones sociales como la universidad. En ese sentido, el ensayo es un género para herejes, no apto para ortodoxos académicos, un estilo que asume que la contradicción es el combustible de las dudas, la fuente de toda especulación intelectual que aspira a organizar de la mejor manera posible –es decir, contrastante y contradictoria– una visión de la complejidad de las construcciones sociales. Aquí, adquiere pleno sentido la definición que Alfonso Reyes, el gran escritor mexicano, hacía del ensayo literario como el “centauro de los géneros”, como el territorio que aspira a congregar, en el caso del ensayo académico en ciencias sociales, “el rigor de los conceptos con el vuelo de las intuiciones”, como señala Victoria Camps en “El declive del ensayo” (2016: 164).

      Desde esta perspectiva, las siguientes páginas se asumen más en el género ensayístico que en el propiamente científico. El esfuerzo de indagación historiográfica y sociológica que le acompaña intenta ofrecer una reflexión más o menos organizada en cuanto a la sociología histórica de las universidades latinoamericanas que quizá permita a las nuevas generaciones de (posibles) estudiosos una aproximación general a las trayectorias institucionales de las universidades públicas y privadas de la región. Si se alimenta la curiosidad y el interés intelectual sobre el tema por parte de más de algún improbable lector de las páginas siguientes, estará cubierto sobradamente el propósito que anima la hechura de este texto.

      INTRODUCCIÓN

      Las primeras universidades latinoamericanas surgieron hace casi 500 años, primero como implantes de modelos europeos –principalmente españoles y, tardíamente, lusitanos–, sometidas a la autoridad de grupos de poder locales (órdenes religiosas, gobiernos locales) o remotas (la Corona, el papa), y luego como instituciones crecientemente autónomas influidas por los cambios en sus entornos sociales y políticos. A lo largo de sus diversas trayectorias, las universidades experimentaron ciclos de expansión y de crisis, rupturas, estancamientos, conflictos y épocas de esplendor, algunas sobrevivieron, otras desaparecieron. ¿Cuáles son esos ciclos? ¿Cómo pueden distinguirse? ¿Qué factores intervienen para producir las “eras” de las universidades de la región? ¿Qué tipo de cambios ocurren durante esa extendida, confusa y complicada historia?

      Esas cuestiones han sido abordadas por diversos estudios historiográficos y sociológicos sobre las universidades en la región. En el contexto latinoamericano, las primeras instituciones de educación superior surgieron en entornos particularmente complejos que, en términos generales, se caracterizaron por el proceso de construcción de un nuevo orden social en los territorios y poblaciones americanas. La lógica de la conquista y de la colonización que se desarrolló en los siglos XVI y XVII impuso la organización de prácticas institucionales, políticas y culturales centradas en la evangelización de los indios, la promoción de un imaginario social asociado a nuevas formas y códigos simbólicos de representación del poder, de lealtad y obediencia de las comunidades hacia los conquistadores, hacia la Corona y la Iglesia católica. Esa misma lógica estimuló la formación del funcionariado eclesiástico y civil local, indispensable para la evangelización “homogénea” de comunidades conquistadas mediante la cruz y la espada, pero también para la administración más o menos eficaz de los nuevos territorios. En ese contexto, las órdenes religiosas (principalmente dominicos, franciscanos, agustinos, jesuitas) se convirtieron en los gestores de la creación de nuevas instituciones de “estudios generales”, que cristalizaron de manera polimorfa en las 31 universidades coloniales creadas desde 1538, con la fundación de la Universidad de Santo Domingo, hasta 1812, con la apertura de la Universidad de León en Nicaragua, la última universidad colonial de la región.1

      Las implicaciones que tuvo la creación de las nuevas instituciones fueron múltiples y diversas. En el ámbito político, significaron el reconocimiento de los universitarios como una élite de poder con intereses propios, que demandaron recursos, instrumentos y condiciones para su permanencia y expansión en los diversos territorios. Asimismo, las universidades se convirtieron en el núcleo de la formación de un funcionariado eclesiástico y civil apropiado para la administración monárquica de poblaciones y territorios. En términos sociológicos, las universidades se consolidaron como espacios de reconocimiento de estatus y prestigio para clases y estratos sociales específicos, lo que permitió a algunos afianzar posiciones de poder y, a otros, oportunidades de movilidad social ascendente. En el ámbito cultural, la organización de los saberes y disciplinas, la creación de bibliotecas y la circulación de libros, la discusión política e intelectual dentro y fuera de las aulas universitarias contribuyeron de manera destacada a la conformación de élites intelectuales, ilustradas, empeñadas en construir la “República de la Letras” en los nuevos territorios.

      El análisis de esas implicaciones puede ser visto como parte de una larga, complicada y conflictiva tarea de legitimación de las universidades en el orden colonial latinoamericano. Las tensiones clásicas entre la lógica del saber y la lógica del poder que caracterizan –casi desde su fundación– a las universidades europeas se reprodujeron más o menos puntualmente en la historia de las universidades de la región. Las órdenes religiosas, la burocracia eclesiástica, el poder papal y el poder

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