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¡Todo debe cambiar! - Группа авторов Ciclogénesis

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y en otros países el ejército está en la calle. Quiero preguntarle, como lingüista, sobre el lenguaje que se está empleando. Los políticos como Trump, Macron y otros siempre utilizan un lenguaje bélico. Los medios de comunicación también hablan de los médicos que están en «primera línea» y al virus se lo tilda de «enemigo». Este discurso me ha recordado un libro que Victor Klemperer escribió durante el auge de nacismo, LTI, la lengua del Tercer Reich: apuntes de un filólogo, que trata sobre el lenguaje del Tercer Reich y su utilidad en la construcción de la ideología nazi. Desde su punto de vista, ¿qué nos dice este discurso bélico y por qué se presenta al virus como a un «enemigo»? ¿Es tan solo para legitimar un nuevo estado de excepción o se esconde algo más profundo?

      Noam: En este caso, no creo que el lenguaje sea exagerado; tiene sentido. Comunica el mensaje de que, si queremos hacer frente a la crisis, tenemos que implementar algo como la movilización en tiempos de guerra. Un país rico como Estados Unidos dispone de los recursos necesarios para superar las consecuencias económicas más inmediatas. La movilización durante la Segunda Guerra Mundial condujo al país a una deuda mucho mayor que la que se contempla hoy en día y fue una movilización muy bien gestionada: casi cuadruplicó la producción estadounidense y terminó con la Gran Depresión. Dejó al país con una deuda enorme, pero con capacidad de crecimiento. En la actualidad, no estamos ante una guerra mundial y parece que no es necesario movilizar los recursos a esa escala. Sin embargo, necesitamos la mentalidad de una movilización social para intentar superar esta crisis de corto recorrido, pero muy seria. Es buen momento para recordar también la epidemia de la gripe porcina de 2009, que se originó en Estados Unidos y mató a unas doscientas mil personas en el primer año. Es obvio que la situación en los países pobres es mucho peor. ¿Qué ocurre cuando se aísla a un indio que vive en la precariedad? Se muere de hambre. En un mundo civilizado, los países ricos asistirían a los necesitados en lugar de estrangularlos como están haciendo, es el caso de la India en particular. No podemos olvidar que, asumiendo que las tendencias climáticas persistan, dentro de pocas décadas no se podrá vivir en el sur de Asia. El pasado verano la temperatura alcanzó los cincuenta grados en Rajastán y va en aumento. Se están quedando sin reservas hídricas y es probable que la situación vaya a peor. Hay dos centrales nucleares que batallarán por las restricciones en el suministro de agua. La Covid-19 es muy seria y no podemos subestimarla, pero tampoco podemos olvidar que se trata de una pequeña fracción de unas crisis mucho mayores que se nos están viniendo encima y que alterarán la vida hasta el punto de imposibilitar la supervivencia de muchas especies en un futuro no muy lejano. Tenemos muchos problemas con los que lidiar —algunos inmediatos, como la Covid-19, y otros mucho más dilatados en el tiempo que nos vienen amenazando: la crisis de una civilización—. Una posible consecuencia positiva de la crisis de la Covid-19 es que podría conducir a la gente a plantearse qué tipo de mundo queremos. ¿Queremos un mundo que nos lleva a esto? Deberíamos reflexionar sobre los orígenes de esta pandemia y por qué surgió. Se trata de un colosal fracaso del mercado que nos conduce directamente a la esencia misma de este, exacerbado por la salvaje intensificación neoliberal de los profundos problemas socioeconómicos. Se sabía desde mucho antes del brote actual que las pandemias podían aparecer y, además, que serían pandemias coronavíricas, ligeras modificaciones de la epidemia del SRAG de hace quince años. Aquella vez, se venció al virus: se identificó, se secuenció y se fabricaron las vacunas. Desde entonces, los laboratorios de todo el mundo podrían haber estado trabajando en el desarrollo de alguna protección contra potenciales pandemias coronavíricas. ¿Por qué no lo han hecho? Los indicadores de los mercados eran erróneos. Hemos entregado nuestro futuro a las tiranías privadas, a empresas que no rinden cuentas ante el público —en este caso, las grandes farmacéuticas. Les es más provechoso fabricar nuevas cremas corporales que encontrar una vacuna que proteja a la gente de una total destrucción—. El Gobierno podría haber intervenido. Recuerdo perfectamente que la poliomielitis fue una amenaza espantosa y terminó con el descubrimiento de la vacuna Salk por parte de una institución gubernamental creada por la administración Roosevelt. No había patentes, estaba disponible para todo el mundo. En esta ocasión, la plaga neoliberal ha impedido que los Gobiernos puedan intervenir. Vivimos bajo una ideología, que los economistas se han esforzado por legitimar, que proviene del sector empresarial. Queda simbolizada por Ronald Reagan, con su radiante sonrisa, cuando leyó el guion que le alcanzaron sus amos los grandes empresarios: «El problema es el Gobierno, tenemos que deshacernos del Gobierno». Está claro que esto significa: «Dejemos las decisiones a las tiranías privadas que no rinden cuentas ante el público». Al otro lado del Atlántico, Thatcher nos instruía explicándonos que no existe eso que llamamos «sociedad», sino solo individuos lanzados al mercado para que sobrevivan como puedan y, más aún, que no hay alternativa. El mundo lleva años sufriendo por culpa de esta ideología y ahora hemos llegado a un punto en el que las acciones que se deberían tomar, como la intervención directa del Gobierno en la invención de la vacuna Salk, están bloqueadas por la plaga neoliberal. Mi opinión es que la pandemia del coronavirus se podría haber prevenido. La información estaba disponible en el mes de octubre de 2019, cuando en Estados Unidos se llevó a cabo una simulación pandémica de alto nivel para evaluar el impacto. Quedó probado que la siguiente pandemia grave causaría una gran pérdida de vidas y provocaría unas consecuencias económicas y sociales mayúsculas. No se hizo nada. El 31 de diciembre, China informó a la Organización Mundial de la Salud de unos síntomas parecidos a la neumonía con una etiología desconocida. Una semana más tarde, algunos científicos chinos lo identificaron como un coronavirus y, además, lo secuenciaron y compartieron su información con el mundo. A estas alturas, los virólogos y quienes se molestaron en leer los informes de la OMS sabían que había un coronavirus circulando y sabían cómo combatirlo. ¿Hicieron algo? Algunos. China, Corea del Sur, Taiwán y Singapur reaccionaron y parece que ahora han contenido al menos la primera ola de la enfermedad. Hasta cierto punto, también ha ocurrido en Europa. Alemania, que ha conseguido salvar su sistema hospitalario del neoliberalismo, disponía de una alta capacidad de diagnóstico y fue capaz de actuar de un modo muy egoísta, asegurando una razonable contención del brote dentro de sus fronteras. Otros países se limitaron a ignorarlo, de entre los cuales el peor fue el Reino Unido. El peor de todos es Estados Unidos, que resulta que está gobernado por un sociópata lunático que un día dice que no hay crisis, que no es más que una gripe, y después dice que hay una crisis terrible y que él ya lo sabía, y al día siguiente dice que todo el mundo debe volver al trabajo porque él tiene que ganar las elecciones. Es estremecedor que el mundo esté en estas manos. Sin embargo, el caso es, una vez más, que la pandemia comenzó con un colosal fracaso del mercado que apunta a unos problemas de fondo en el orden socioeconómico agravados por la plaga neoliberal, y sigue adelante por culpa del derrumbamiento de los diferentes tipos de estructuras institucionales que le podrían haber hecho frente. Son cuestiones sobre las que deberíamos meditar muy en serio porque plantean la pregunta sobre cuál es el tipo de mundo en el que queremos vivir. Si conseguimos superar esta pandemia, habrá opciones que vayan desde el asentamiento de Estados extremadamente autoritarios hasta una radical reconstrucción de la sociedad en lo concerniente a las necesidades humanas, no el beneficio privado. No podemos olvidar que los primeros son compatibles con el neoliberalismo. De hecho, los gurús de esta ideología, desde Ludwig von Mises hasta Friedrich Hayek y otros, fueron muy felices con la enorme violencia estatal, mientras apoyara lo que llamaban la «economía saneada». Recordemos que el neoliberalismo tiene sus orígenes en el seminario que von Mises celebró en Viena en 1920, en el que apenas pudo contener su alegría cuando los protofascitas del Estado austríaco machacaron a los sindicatos y la socialdemocracia del país y se unieron al Gobierno protofascista de los primeros años. En efecto, glorificaba el fascismo porque protegía la economía saneada. Cuando Pinochet instauró su brutal dictadura en Chile, von Mises, Hayek y Friedman estaban encantados; todos querían contribuir a realzar ese maravilloso milagro que iba a sanear la economía chilena y propiciar grandes beneficios a las participaciones extranjeras, así como a una pequeña parte de la población autóctona. No es descabellado pensar que hoy en día se podría volver a instalar un sistema neoliberal salvaje por parte de los autoproclamados libertarios apoyándose en una poderosa violencia estatal. Se trata de una pesadilla que podría materializarse, pero no tiene por qué ser así. Existe la posibilidad de que la gente se organice, se comprometa, tal y como muchos ya están haciendo, y dé pie a un mundo mucho mejor

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