Neko Café. Anna Sólyom
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Se tapó la cabeza con la almohada, intentando silenciar aquel ruido y volver a dormirse. Pero le resultó imposible, pues a la primera voz se unió una segunda más agresiva aún.
Entonces cayó en cuenta: aquellos malditos gatos callejeros estaban librando una de sus reyertas justo debajo de su ventana, en el patio interior que amplificaba los sonidos como un altavoz.
Cómo odio el verano…, se dijo muerta de sueño. De tener aire acondicionado habría cerrado la ventana para ahorrarse aquella tortura, pero no era el caso. La necesitaba abierta para respirar en medio del bochorno.
La serenata nocturna siguió con un coro disonante que parecía formado por voces de bebés desamparados. Hasta que uno de los gatos lanzó un rugido y su contrincante respondió con un bufido amenazador.
Nagore se incorporó furiosa. Sentada en la cama, también ella habría maullado de desesperación de no haber otros vecinos luchando contra el insomnio.
Un nuevo grito de guerra se le clavó en el oído como un puñal. Aquello era más de lo que podía soportar. Sin encender la luz de su habitación, tomó el vaso lleno de agua de su mesita de noche y lo vació de golpe por la ventana.
Un maullido abrupto, seguido del crujido seco de una maceta derribada, le indicó que había dado en el blanco.
Con los nervios consumidos, apoyó la espalda en la cabecera de la cama y encendió la lámpara verde oliva de la mesita de noche. Desvelada, tomó su smartphone para mirar la hora. La pantalla quebrada mostraba las tres y cinco de la mañana junto con el sobrecito que indicaba la entrada de un mensaje de texto.
Era del banco.
Llena de inquietud, apagó la luz, como si así el personal del banco no pudiera verla. Un pensamiento estúpido, ya que seguramente dormían a pierna suelta, con la habitación a veintidós grados centígrados por obra y gracia del aire acondicionado.
Le notificamos que el próximo día laboral está previsto el cobro de una factura que supera su saldo actual. Para cualquier aclaración, rogamos se ponga en contacto con el personal de la compañía.
Nagore tocó el teclado nerviosamente para ir a su cuenta bancaria y comprobar el grado de la catástrofe. La cantidad que encontró allí le encogió el corazón: veintitrés euros solitarios contra los más de cien que pretendían cobrarle por el teléfono.
–¡Mierda! –exclamó en la oscuridad mientras pensaba cómo podía haberse acumulado aquel cargo. Su tarifa de internet y llamadas era de cincuenta y cinco euros. Había hecho una llamada corta a dos amigas en Londres y otra a Marrakech, pero jamás hubiera imaginado que le caería aquel golpe.
Indignada, habría llamado de inmediato a la compañía telefónica, pero sabía que trataría con máquinas o con operadores en la otra punta del mundo, lo cual no haría más que empeorar su humor.
Tras dejar el celular en la mesita, se abrazó las rodillas y escrutó la oscuridad mientras trataba de calmar su mente. Llevaba media docena de entrevistas de trabajo sin resultado alguno. Desde que había dejado la galería, y a Owen con ella, nada le salía bien.
Sin darse cuenta, las lágrimas empezaron a bajar por sus mejillas.
Podía pedir ayuda a sus padres, pero eso sería una derrota demasiado dura de superar. Aquí estoy: sin trabajo, sin dinero, sin pareja… solo deudas y esos gatos horribles en el patio que no me dejan dormir, se dijo mientras calculaba que solo faltaban cinco meses para que cumpliera los cuarenta.
Nagore se sentía en medio de un agujero negro existencial que la arrastraba sin remedio hacia su centro vacío.
Para tratar de animarse, se transportó al recuerdo de un verano ya muy lejano cuando había ido de campamento con Lucía, su compañera de clase en la facultad. Dos chifladas estudiantes de diseño gráfico recorriendo Somerset, al sur de Inglaterra, en busca del grial.
Justo en aquel momento, el smartphone vibró dos veces mientras la pantalla se iluminaba en la oscuridad.
Tras desconectar el teléfono en su enésimo intento de dormir, Nagore se preguntó quién diablos le escribía un whatsapp a mitad de la noche.
2. Gato por liebre
El timbre estridente del teléfono fijo despertó a Nagore con un sobresalto. Hacía apenas un par de horas que había logrado dormir, así que volvió a enterrar la cabeza bajo la almohada, esperando que colgaran. Ese aparato lo tenía en la sala porque por allí solo llamaban para venderle tarifas milagrosas. Cuando por fin se calló, suspiró aliviada. Parecía que la inercia del sueño volvía a llevársela cuando una nueva andanada de timbrazos dinamitó el descanso.
Entendiendo que el vendedor no se rendiría fácilmente, salió del dormitorio sintiendo mareos a cada paso, como si caminara por la cubierta de un barco. Su primer impulso fue desconectar el aparato y volver a la cama, pero la duda hizo que levantara el teléfono.
–¡Nagore! ¿Estás ahí?
Hacía más de dos años que no escuchaba aquella voz fresca y enérgica, que le hizo perdonar enseguida que llamara a las ocho y media de la mañana.
–Lucía… Justo ayer me acordaba de ti.
–¿Leíste mi whatsapp?
–No… Todavía no. Estaba durmiendo. Bueno, intentaba dormir. ¿Qué pasa? –preguntó alarmada–. ¿Murió alguien?
Una risa cristalina al otro lado del teléfono reveló que su vieja amiga seguía siendo la de siempre.
–Seguro que alguien ha muerto, cada día muere gente –dijo, filosófica–. Pero yo te llamo para darte buenas noticias… Hace unos días me escribió Amanda desde un refugio del Atlas. Estuvimos recordando anécdotas de la facultad y poniéndonos al día… Sé que he estado muy out últimamente, perdona la desconexión. Tener un bebé se traga todo el tiempo como un agujero negro.
–Me imagino –dijo Nagore con súbita tristeza–. Tengo muchas ganas de ver a…
–Saúl. Se llama Saúl.
Nagore se disponía a disculparse, pero Lucía la cortó con su voz cantarina:
–¡Tranquila! Muy pronto lo conocerás.
–Tampoco hubiera podido hasta hace poco… Pasé diez años en Inglaterra y volví hace unos meses. La razón da igual ahora. ¿Cuál es la buena noticia? –preguntó Nagore sin poder ocultar un bostezo.
Esperaba un anuncio del tipo: “Estoy embarazada por segunda vez” o “Me voy a casar y te quiero ver en mi boda”, pero no.
–Necesito explicártelo en persona… –dijo en su lugar el miembro más optimista del trío Calavera, como las llamaban en la facultad–. ¿Quieres que pase por tu casa? Tengo que estar en la oficina antes de las diez, pero podemos tomar un café.