Neko Café. Anna Sólyom
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–Y el último de la tribu es ese chico blanco y negro con medio bigote: ¡Fígaro! –lo presentó Yumi mientras el aludido caminaba sobre una banca.
La japonesa lo capturó con un movimiento rápido y lo meció en sus brazos, mientras proseguía:
–Fígaro es pacífico como un peluche. Y tiene una paciencia enorme. Cuando perdió a su anterior dueña, una mujer mayor, su nieto lo dejó aquí. Lo que más le gusta es recibir mimos y la música clásica… Cuando le pongo a Bach, se queda quieto y levanta las orejas. No se quiere perder ni una nota.
Fígaro empujó su cabeza contra la barbilla de la japonesa, como si reclamara más caricias. Tras ocuparse un poco de él, Yumi puso al gato en la banca de madera y volvieron a sentarse en la misma mesa, junto a una Nagore todavía rígida.
–Entonces… ¿crees que podrás soportarlo?
Nagore suspiró.
Entendiendo aquello como una afirmación, la japonesa sacó del bolsillo de su vestido un manojo de llaves y se las entregó con una sonrisa a la nueva empleada.
–Habrá muchos momentos en los que yo no esté, así que puedes venir todos los días a las dos, aunque el Neko Café abra hasta las cuatro. Tendrás esas dos horas para acondicionar el local, ponerles comida y agua fresca a los gatos, limpiar sus cajas de arena… Ellos van siempre primero. Luego puedes hornear pasteles y comprobar que no nos haga falta nada del listado de despensa.
–Creo que podré con todo –se oyó decir Nagore.
–¡Así me gusta! Y no temas por tu ailurofobia… La mayoría hará como si no existieras. Si acaso, serás una sirviente si necesitan algo. No esperes cariño de ellos. Capuccino es una excepción.
Nagore volvió a mirar incómoda al gato de ojos azules y pelaje café con leche. Su instinto le decía que no debía confiar en las excepciones, especialmente si se presentaban como un gato con rostro de mapache.
–Esta es una lección importante que me han enseñado todos los gatos –dijo Yumi para concluir aquella pequeña ceremonia de presentaciones–. Acéptate como eres y no necesitarás la aprobación de los demás.
5. El oráculo
felino
El barrio estaba tan silencioso como si todo el mundo hubiera muerto en un ataque de zombis. Nagore adoraba aquellas mañanas dominicales de resaca del sábado.
Tal vez fuera por la tensión que le habían producido los últimos acontecimientos, pero había logrado dormir de corrido. Eran poco más de las ocho de la mañana cuando fue a la cocina a prepararse un café con la última cápsula que le quedaba.
Esto es preocupante, pensó mientras llenaba medio tazón de aquel brebaje espumoso de sabor tan poco natural. Luego esperó a que se enfriara y mordió una manzana de piel rugosa que llevaba días abandonada sobre el mármol.
Desde niña, los domingos le parecían angustiantes. En lugar de disfrutar del día de fiesta, lo sufría como una cuenta regresiva hacia el lunes. Cerca de cruzar la frontera temible de los cuarenta, volvía a embargarle aquella aplastante sensación mezclada con perplejidad.
Lo que le estaba pasando quedaba a años luz de lo que jamás hubiera imaginado que ocurriría en su vida.
Tomó un par de sorbos de café sin azúcar, tal como le gustaba, tratando de aprovechar aquellas horas de calma. Antes de las once el vecino empezaría “la ópera de los domingos”. El vecino de arriba, un viudo de edad indeterminada, seguía la dolorosa tradición semanal de difundir arias a un volumen que le hacía pensar que debía de tener los oídos tapados.
No tenía nada urgente que hacer, así que sus pies descalzos la llevaron hasta el escritorio de la sala, donde la aguardaban un montón de libros.
La base de aquella montaña estaba allí desde que sus cosas habían vuelto de Londres en un lento transporte marítimo. Se componía de novelas históricas que, en circunstancias normales, le habría gustado leer, pero los últimos meses no solo había perdido el interés por la literatura, sino por casi todo.
En lo alto de la pila estaban tres libros que Yumi le había dado para que se familiarizara un poco con los gatos.
Se los llevó al sofá a regañadientes junto con una pluma y una hoja de papel. Su nueva jefa le había prometido que aquellos libros eran divertidos y que le serían útiles si, además de descansar el fin de semana, quería prepararse para el primer día de trabajo.
Observó los libros con suspicacia por un momento, pero entonces su mente regresó al primer encuentro que tuvo con los gatos en la edad adulta. En especial a su encuentro con el caprichoso y mandón Capuccino.
Antes de sumergirse a la fuerza en aquellas lecturas, decidió cultivar una de sus pasiones: hacer listas y esquemas para tratar de entender su vida. El asunto de esta estaba más que claro:
Voy a trabajar en el Neko Café
Pros:
Con mil euros al mes puedo pagar la renta, las facturas e incluso comprar algo de comida.
Me ahorro la humillación de pedir dinero a mis padres.
Tendré algo que hacer y así no me volveré loca encerrada en casa.
Haré una labor humanitaria, aunque no sé si esta palabra es adecuada para la labor de conseguir que los humanos se lleven a casa unos gatos que los terminarán convirtiendo en sus criados.
Me gusta Yumi.
Ya dije que sí.
¡Necesito dinero!
Contras:
Detesto a los gatos.
Detesto a los fanáticos de los gatos.
Siguió sentada varios minutos frente al papel, pero tenía la cabeza en blanco. No pudo pensar en nada más contra su nuevo trabajo.
Apartó la hoja con enojo y miró las portadas de los libros que, apoyados sobre sus rodillas, aguardaban en silencio a que ella los tocara.
El gato del Dalai Lama era una novela de David Michie. Un felino de rostro oscuro, ojos azules y orejas grises la miraba desde una tela roja con café.
Soy un gato, de Natsume Sōseki, mostraba un gato negro con café de mirada fija que tampoco le inspiró confianza alguna a Nagore.
¿Qué hace mi gato cuando no estoy?: una historia real de amor, obsesión y tecnología GPS era la propuesta más friki. El libro de Caroline Paul mostraba la acuarela de un gato café contra un fondo blanco.
Nagore tuvo que reconocer que le gustaban los dibujos de este