Hansel y Gretel y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm
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Abrió entonces la conversación la paja:
—Amigos, ¿de dónde vienen?
Y respondió la brasa:
—¡Sí que he tenido suerte de poder saltar del fuego! Si no lo hubiera hecho, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza. Dijo la alubia:
—También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras.
—No habría salido mejor librada yo —terció la paja—. Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de un puñado para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó el carbón.
—A mí me parece —propuso la alubia—, que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía. Y para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marcharemos juntos a otras tierras.
Este plan le gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de un rato, llegaron a la orilla de un arroyuelo y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea:
—Yo me echaré al a través, y haré de puente para que pasen ustedes.
Y así, se tendió la paja de orilla a orilla, y la brasa, que por naturaleza era fogosa, se apresuró a aventurarse por el nuevo puente. Pero cuando estuvo a la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más.
La paja comenzó a arder y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al brasa que, con un chirrido, expiró al tocar el agua.
La alubia que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó.
También habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que un sastre que iba de viaje se detuviese a descansar a la orilla del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón.
La alubia le dio las gracias del modo más efusivo; pero como el sastre había usado hilo negro, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra.
El pescador y su mujer
Érase una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza muy pobre, a poca distancia del mar. El hombre salía todos los días a pescar, y ahí se quedaba hasta muy entrada la tarde.
Un día estaba sentado, como de costumbre, sosteniendo la caña y contemplando el agua límpida, esperando a que un pececillo pescara el anzuelo.
Un día, el anzuelo se hundió, muy al fondo, y cuando el hombre lo sacó, extrajo un hermoso rodaballo. Dijo entonces el pez al pescador:
—Oye pescador, déjame vivir, hazme el favor; en realidad, yo no soy un rodaballo, sino un príncipe encantado. ¿Qué sacarás con matarme? Mi carne poco vale; devuélveme al agua y deja que siga nadando.
—Bueno —dijo el hombre—, no tienes por qué gastar tantas palabras. ¡A un rodaballo que sabe hablar, claro que lo soltaré! ¡No faltaba más!
Y así diciendo, regresó al pez al agua; el rodaballo se apresuró a descender al fondo, dejando una larga estela de sangre, y el pescador se volvió a la cabaña, donde lo esperaba su mujer.
—Marido —dijo ella al verlo entrar—, ¿no has pescado nada?
—No —respondió el hombre—; cogí un rodaballo, pero como me dijo que era un príncipe encantado, lo he vuelto a soltar.
—¿Y no le pediste nada? —replicó ella.
—No —dijo el marido—; ¿qué iba a pedirle?
—¡Ay! —exclamó la mujer—. Tan pesado que es vivir en este asco de choza; a lo menos podías haberle pedido una casita. Anda, vuelve al mar y llámalo, dile que nos gustaría tener una casita; seguro que nos la dará.
—¡Bah! —replicó el hombre—. ¿Tener que regresar hoy? ¿Para que no nos dé nada?
—No seas así, hombre —insistió ella—. Ya que lo volviste a soltar, claro que lo hará. ¡Anda, no te hagas rogar!
Al hombre no le causaba nada de gracia, pero tampoco quería contrariar a su mujer, y volvió a la playa.
Al llegar a la orilla, el agua ya no estaba tan límpida como antes, sino verde y amarillenta.
El pescador se acercó al agua y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar. Belita, mi esposa, quiere pedirte una cosa”.
Acudió el rodaballo y dijo:
—Bien, ¿qué quiere?
—Pues mira —contestó el hombre—, puesto que te atrapé hace un rato, dice mi mujer que debí haberte pedido algo. Está cansada de vivir en la choza y le gustaría tener una casita.
—Vuélvete a casa —dijo el pez—, que ya la tiene.
Se marchó el pescador y ya no encontró a su mujer en la mísera choza; en su lugar se levantaba una casita, frente a cuya puerta estaba ella sentada en un banco. Tomando al marido de la mano, le dijo:
—Entra. ¿Ves? Esto está mucho mejor.
Efectivamente, en la casita había un pequeño patio y una deliciosa sala, y dormitorios, cada uno con su cama, y cocina y despensa, todo muy bien provisto y dispuesto, con toda una batería de estaño y de latón, sin nada que faltara. Y detrás había un corral, con gallinas y patos, y un huertecito plantado de hortalizas y árboles frutales.
—Míralo —dijo la mujer—, ¿verdad que es bonito?
—Cierto —asintió el marido—, y así lo dejaremos; ¡ahora sí que viviremos contentos!
—¡Será cosa de pensarlo! —replicó ella.
Y cenaron y se fueron a acostar.
Transcurrieron un par de semanas, y un día dijo la mujer:
—Oye, marido; pensándolo bien, esta casita nos viene un poco estrecha, y el corral y el jardín son demasiado pequeños. El rodaballo podía habernos regalado una casa más grande. Me gustaría vivir en un gran palacio, todo de piedra. Anda, ve a buscar al pez y pídele un palacio.
—¡Pero, mujer! —exclamó el pescador—. Ya es bastante buena esta casita. ¿Para qué queremos vivir en un palacio?
—No seas así —insistió ella—. Ve a ver al