Hansel y Gretel y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm

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Hansel y Gretel y otros cuentos - Jacob Grimm Willhelm Grimm Clásicos

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—respondió ella—, soy emperador.

      Él la examinó detenidamente durante largo rato y, al cabo, exclamó: —¡Ah, mujer mía, qué bien te sienta el ser emperador!

      —Marido —replicó ella—, ¿qué haces aquí parado? Soy emperador, pero ahora quiero ser Papa; así que te regresas a ver a tu rodaballo.

      —¡Pero mujer! —protestó el hombre—. ¿Es que quieres serlo todo? Papa es imposible. Papa sólo hay uno en toda la cristiandad. No hay que pedir tonterías; eso no lo puede hacer el pez.

      —Marido —dijo ella—, quiero ser Papa; ve sin replicar, que quiero serlo hoy mismo.

      —No, esposa mía —insistió el hombre—, esto no se lo puedo pedir, ya es demasiado; el rodaballo no puede hacerte Papa.

      —¡No digas tonterías! —replicó la mujer—. Si puede hacer emperadores, bien puede hacerme Papa. Anda, que yo soy emperador, y tú eres mi marido. ¿Te atreves a negarte?

      El pobre marido, atemorizado, partió. Se sentía desfallecido; temblaba como un azogado, le temblaban las piernas y se le doblaban las rodillas. Un viento huracanado azotaba el país; volaban las nubes en el cielo, y una oscuridad de noche lo invadía todo. Las hojas se escapaban, arrancadas de los árboles, y las olas del mar se encrespaban, con un estrépito de hervidero, estrellándose contra la orilla. A lo lejos se veían barcos que disparaban cañonazos pidiendo socorro, saltando y brincando a merced de las olas. Y, en el centro del cielo, había una mancha azul rodeada de nubes rojas, como cuando se acerca una terrible tormenta.

      Se acercó el hombre, lleno de espanto, y con voz en que se revelaba su angustia, dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.

      —Bien, ¿qué quiere, pues? —dijo el rodaballo.

      —¡Ay! —respondió el hombre—. Quiere ser Papa.

      —Vete, que ya lo es —replicó el pez.

      Se marchó el pescador y, al llegar, se encontró ante una gran iglesia rodeada de palacios. Abriéndose camino entre la multitud, vio que el interior estaba iluminado por millares y millares de cirios, y que su mujer estaba toda vestida de oro, sentada en un trono aún mucho más alto, con tres coronas de oro en la cabeza y rodeada de muchísimos obispos y cardenales. A ambos lados tenía dos hileras de cirios: el mayor, grueso y alto como la torre; el menor, como una velita de cocina. Y todos los emperadores y reyes, hincados de rodillas, le besaban la sandalia.

      —Mujer —dijo el hombre después de contemplarla—, ¡ya eres Papa!

      —Sí —dijo ella—, soy Papa.

      Se adelantó él más y la miró detenidamente, y le pareció que estaba viendo el sol. Al cabo de un buen rato de contemplarla exclamó:

      —¡Ay, mujer! ¡Qué bien te sienta el ser Papa!

      Pero ella permanecía envarada, tiesa como un árbol. Sin hacer el menor movimiento. Dijo él entonces:

      —Estarás satisfecha, puesto que eres Papa; ya no te queda más que desear. —Esto me lo pensaré —replicó ella.

      Y se fueron a la cama. Pero la mujer no estaba aún contenta; la ambición no la dejaba dormir, y no hacía sino cavilar qué más podría. En cambio, el marido durmió como un tronco, cansado de tanto ir y venir.

      Llegó el alba, y al ver las primeras luces de la aurora, la mujer se incorporó en el lecho y clavó la mirada en el horizonte. Y al ver cómo el sol despuntaba y ascendía en el firmamento, pensó: “¡Ah! , ¿no podría yo también hacer que saliesen el sol y la luna?”

      —Marido —dijo, dándole con el codo en las costillas—, levántate y vete a ver al rodaballo; quiero ser como Dios.

      El hombre, que dormía como un bendito, tuvo tal susto que se cayó de la cama. Pensando que había oído mal, preguntó frotándose los ojos:

      —¿Qué estás diciendo, mujer?

      —Marido —contestó ella—, eso de que no pueda hacer salir el sol y la luna, no voy a resistirlo. Ya no tendré una hora de reposo, siempre pensaré que hay una cosa que no puedo hacer.

      Y le dirigió una mirada tan colérica, que el hombre sintió que le recorría un escalofrío.

      —Ve en seguida —le ordenó—; quiero ser como Dios.

      —Pero mujer —suplicó él, cayendo de rodillas—, esto no puede hacerlo el rodaballo. Emperador y Papa, quizás, ¿pero Dios? Te lo ruego, ¡conténtate con ser Papa!

      La ira se apoderó de ella; agitando salvajemente la cabellera, se puso a gritar: —¡Yo no aguanto esto! No lo aguanto ni un momento más. ¿Quieres ir, o no? El hombre se puso los pantalones y se precipitó a la calle como loco.

      Afuera arreciaba la tempestad, de tal modo que a duras penas el pescador

      lograba sostenerse en pie. El viento derribaba las casas y arrancaba de cuajo los árboles; temblaban las montañas, y las rocas se precipitaban al mar; el cielo era negro como la noche; estallaban rayos y truenos, y se elevaban altas olas como campanarios, coronadas de blanca espuma.

      El hombre se puso a gritar, sin que él mismo pudiera oír su voz: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.

      —Bien, ¿qué quiere, pues?

      —¡Ay! —exclamó él—. ¡Quiere ser como Dios! —Vete ya, la encontrarás en la choza.

      Y allí siguen todavía.

      El acertijo

      Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de conocer el mundo; y partió, sin más compañía que la de un fiel criado.

      Llegó un día a un extenso bosque y, al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita y, al cercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa.

      Se dirigió ella y le dijo:

      —Mi buena niña, ¿no nos hospedarías por una noche en la casita, a mí y al criado?

      —De buen grado lo haría —respondió la muchacha con voz triste—; pero no se lo aconsejo. Mejor es que busquen otro alojamiento.

      —¿Por qué? —preguntó el príncipe.

      —Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros —contestó la niña suspirando.

      Se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada y, por otra parte, no era miedoso, entró.

      La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:

      —¡Buenas noches! —dijo con voz gangosa,

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