Hansel y Gretel y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm Grimm
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Al hombre no le gustaba nada esta idea. Se resistía pensando que no había razón para que le dieran un palacio; pero acabó por ir.
Al llegar al mar, el agua tenía un color violeta y azul oscuro, sucio y espeso; no era ya verde y amarillenta como la vez anterior. De todos modos, su superficie estaba tranquila.
El pescador se acercó al agua y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.
Asomó el rodaballo y preguntó:
—Bien, ¿y qué e lo que quiere?
—¡Ay! —suspiró el hombre—, quiere vivir en un gran palacio, todo de piedra. —Regrésate a tu casa que tu mujer te espera en la puerta —dijo el pez.
Se marchó el hombre, creyendo regresar a su casa, pero al llegar se encontró ante un gran palacio de piedra. Su mujer, en lo alto de la escalinata, se disponía a entrar en él. Tomándolo de la mano, le dijo:
—Entra conmigo.
El hombre la siguió. El palacio tenía un grandioso vestíbulo, con todo el pavimento de mármol y una multitud de criados que se apresuraban a abrir las altas puertas; y todas las paredes eran relucientes y estaban cubiertas de bellísimos tapices, y en las salas había sillas y mesas de oro puro, con espléndidas arañas de cristal colgando del techo; y el piso de todos los dormitorios y aposentos estaba cubierto de ricas alfombras. Se veían las mesas repletas de manjares y de vinos generosos; y en la parte posterior del edificio, había también un gran patio con establos, cuadras y coches. Todo, de lo mejor; tampoco faltaba un espaciosísimo y soberbio jardín, lleno de las más bellas flores y árboles frutales, y un grandioso parque, lo menos de media milla de longitud, poblado de corzos, ciervos, liebres y cuanto se pudiese desear.
—¿No lo encuentras hermoso? —exclamó la mujer.
—Sí —asintió el marido—, y así habrá de quedar. Viviremos en este bello palacio, contentos y satisfechos.
—Eso ya lo veremos —replicó la mujer—; lo consultaremos con la almohada.
Y se fueron a dormir.
A la mañana siguiente, la esposa fue la primera en despertar; acababa de nacer el día, y desde la cama se podía observar un panorama hermosísimo. Se estiró el hombre, y ella, dándole con el codo en un costado, le dijo:
—Levántate y asómate a la ventana. ¿Qué te parece? ¿No crees que podríamos ser reyes de todas esas tierras? ¡Anda, ve a tu rodaballo y dile que queremos ser reyes!
—¡Bah, mujer! ¿Para qué queremos ser reyes? A mí no me dan ganas.
—Bueno —replicó ella—, pues si tú no quieres, yo sí. Ve a buscar el rodaballo y dile que quiero ser rey.
—Pero, mujer mía, ¿por qué te ha dado ahora por ser rey? Yo esto no se lo puedo decir.
—¿Y por qué no? —dijo enojándose la antigua pescadora—. Vas a ir inmediatamente. ¡Quiero ser rey!
Se marchó el hombre cabizbajo, aturdido ante la pretensión de su esposa. “Esto no debería ser así”, pensaba. Pero, con todo, fue.
Al llegar ante el mar, éste era de un color gris negruzco, y el agua borboteaba y olía a podrido.
El hombre se acercó y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.
—Bien, ¿y ahora qué quiere? —preguntó el rodaballo.
—¡Ay! —respondió el hombre con un suspiro—, ahora quiere ser rey. —Márchate, ya lo es —dijo el rodaballo.
Se alejó el hombre y, cuando llegó al palacio, éste se había vuelto mucho mayor, con una alta torre, magníficamente ornamentada. Ante la puerta había centinelas y muchos soldados con tambores y trompetas.
Entró en el edificio y vio que todo era de mármol y oro puro, con tapices de terciopelo adornados con grandes borlas de oro. Se abrieron las puertas de la sala. Toda la corte estaba allí reunida, y su mujer, sentada en un elevado trono de oro y diamantes, con una gran corona de oro en la cabeza y sosteniendo en la mano un cetro de oro puro y piedras preciosas. A ambos lados del trono se alineaban seis damas de honor, cada una de ellas una cabeza más baja que la anterior.
El marido entró y se quedó contemplando un rato a su esposa.
Después de un rato, dijo:
—¡Vaya, pues no estás mal de rey! Ahora ya no querremos nada más.
—No, marido —replicó ella toda desazonada—. Ya se me hace largo el tiempo, y me aburro. ¡No lo puedo resistir! Ve al rodaballo y, puesto que soy rey, dile que quiero ser emperador.
—¡Pero, mujer! —protestó el hombre—. Y ¿por qué quieres ser emperador?
—Anda —ordenó ella—, te vas a llamar al rodaballo. Me ha dado por ser emperador.
—Mira, mujer —insistió el marido—, él no puede hacer emperadores; eso no se lo pido. Emperadores sólo hay uno. ¡Te digo que no puede!
—¡Cómo! —exclamó la mujer—. Soy rey, y tú no eres más que mi marido. Irás quieras o no ¡Andando, y sin protestar! Si puede hacer reyes, lo mismo puede hacer emperadores, y yo quiero serlo. ¡Ve en seguida!
No hubo más remedio, y el pobre hombre tuvo que volver a la playa; pero en su corazón sentía una gran angustia y pensaba: “Esto no puede continuar así. ¡Emperador! Es demasiado atrevimiento; al fin, el rodaballo se cansará”.
Y llegó al mar, el cual aparecía negro y espeso, y sus aguas empezaban a escupir espumas en la superficie y a burbujear; soplaba, además, un viento huracanado que lo agitaba terriblemente.
El hombre sintió un escalofrío, pero se acercó al agua y dijo: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.
—Bien, ¿qué quiere? —dijo el rodaballo.
—¡Ay, amigo pez! —respondió él—, mi mujer quiere ser emperador.
—Puedes marcharte —replicó el pez—, que ya lo es.
Regresó el hombre y se encontró con un palacio de mármol bruñido, con estatuas de alabastro y adornos de oro. Ante la puerta, los soldados marchaban en formación, al son de tambores y trompetas. En el interior del alcázar iban y venían los barones, condes y duques como si fuesen criados, abriéndole las puertas, que eran de oro reluciente.
Al entrar vio a su mujer en un trono, todo él hecho de oro y con mil metros de alto. Llevaba una enorme corona, también de oro, de tres codos de altura, toda ella incrustada de brillantes. En una mano sostenía el cetro, y en la otra, el globo imperial; y a ambos lados formaban los alabarderos en dos filas y sus tallas disminuían progresivamente, desde un altísimo gigante que bien alcanzaría media legua, hasta un enano