¿Qué es ser un hijo de Dios?. Omraam Mikhaël Aïvanhov

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¿Qué es ser un hijo de Dios? - Omraam Mikhaël Aïvanhov

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cosas gracias al poder de la sangre, una sangre que debe consagrar a Dios y a las entidades luminosas del mundo invisible. Consagrando su sangre realiza un acto de la magia más elevada y se manifiesta como una verdadera hija de Dios.

      ¡Cuántas cosas no tienen interés para vosotros y os pasan desapercibidas porque no se os ha educado para que veáis su significado y su valor! Pero los Iniciados están atentos a todo, en todas partes ven la mano de Dios, el poder de Dios. Y en una gota de sangre, descubren la quintaesencia de la materia, los principios de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego.

      En la actualidad, muchos tienden a ver en la circuncisión una práctica de otros tiempos. Sencillamente es porque no comprenden lo que es la vida y el papel que los humanos deben desempeñar para su conservación y espiritualización. Si poseyeran esta luz, no se sorprenderían ni les extrañaría tanto esta práctica. Yo por mi parte, no estoy ni a favor ni en contra. Únicamente lo explico. En el contexto donde apareció tuvo su razón de ser; ahora la podemos conservar o abandonar, todo depende de la comprensión que de ella tengan los humanos.

      5 “Sois dioses”, Parte V, cap. 3: “El mal es comparable a unos inquilinos...”.

      6 “Buscad el Reino de Dios y su Justicia”, Parte VIII, cap., 2-II: “El hombre y la mujer, reflejos de los dos principios masculino y femenino”.

      7 Ibid., Parte VI, cap. 3: “La magia divina”.

      8 Ibid., Parte II, cap. 1-II: “¡Que se haga la luz!”.

      III

      “AQUÉL QUE QUIERA SALVAR SU VIDA LA PERDERÁ”

      En todas las religiones se encuentra la creencia de que las divinidades exigen que los hombres les hagan sacrificios. A lo largo de la historia, estos sacrificios han adoptado formas diferentes: sacrificios humanos, sacrificios de animales, de vegetales, de alimentos, de objetos, y Jesús mismo se ofreció en sacrificio. Entonces nosotros los cristianos, ¿qué debemos hacer?...

      Al joven adinerado que acababa de preguntar a Jesús qué prácticas debía observar para tener la vida eterna, le respondió: “Vende lo que posees, dáselo a los pobres, y después sígueme...” Pero el joven se marchó muy triste porque lo que Jesús le pedía estaba por encima de sus fuerzas. ¿Es necesario llegar a la conclusión de que para poder seguir a Jesús debamos realmente deshacernos de todo lo que poseemos para dárselo a los pobres? Algunos lo hicieron así, pero no por ello siguieron mejor a Jesús. De nada sirve renunciar a los bienes materiales cuya posesión nos entorpece y oscurece nuestra mirada, si no nos libramos también de los pensamientos, sentimientos y deseos que nos entorpecen y oscurecen aún más nuestra mirada interior.

      Tiene mucho mérito hacer renuncias y sacrificios, pero ¿renunciar a qué y sacrificar qué? Esto es lo que los humanos no llegan a comprender. Porque de entrada, bien sea en el plano material o en el plano psíquico, la palabra “renuncia” les da miedo. Tienen miedo de la renuncia como tienen miedo de la muerte. Y efectivamente, renunciar es dejar morir algo en nosotros mismos privándole de alimento y, ante esta amenaza de muerte, una parte de nosotros se rebela. Pero lo queramos o no, he ahí un dilema del cual no podemos escapar: la vida y la muerte están tan estrechamente unidas que siempre hay en la existencia y en el hombre algo que debe morir para que otra cosa pueda vivir.

      Debemos escoger la forma de vida que queremos fomentar, porque no se puede vivir todo a la vez. Aquél que, con la excusa de vivir más intensamente o más agradablemente, no respeta las leyes de la vida física, enferma y muere. Y lo que es cierto en el plano físico, lo es igualmente en el plano psíquico. Pero los términos “vida” y “muerte” sólo evocan espontáneamente en los seres humanos la vida y la muerte físicas, mientras que en realidad no son más que aspectos muy limitados de estos dos procesos. Y si saben lo que son la vida y la muerte en el plano físico, no lo tienen nada claro con respecto al plano psíquico y espiritual: no saben cuándo están muertos y cuando están vivos.

      Es la renuncia que hacemos a las formas inferiores de vida lo que nos vuelve cada vez más vivos. Si no, lo que llamamos la vida es en realidad la muerte. Bien o mal, se haga lo que se haga, se puede decir que siempre es durante la vida. Pero también se puede decir que no se cesa de morir: si no se muere en la estupidez, se muere en la sabiduría; si no se muere en el odio, se muere en el amor. Se puede llamar a eso como se quiera. La vida y la muerte van juntas: toda nuestra existencia debemos elegir entre la vida y la muerte, entre una forma de vida y una forma de muerte. Y lo que unos llaman vida, otros lo llaman muerte.

      Cada problema que debemos resolver durante nuestra existencia afecta de una manera u otra a esta cuestión: ¿a qué debemos renunciar (morir) para vivir? Y Jesús dio una respuesta formidable a esta pregunta: “Aquél que quiera salvar su vida la perderá, y aquél que quiera perder su vida la salvará...” Para vivir, debemos por tanto hacer el sacrificio de nuestra vida. Pero si hay una palabra que los seres humanos no quieren o no pueden aceptar, es ciertamente la palabra “sacrificio”. Entonces, ¿qué hacer, Dios mío, para que comprendan que es con el sacrificio, y únicamente con el sacrificio, que encontrarán su salvación, la verdadera vida?

      Estaba escrito en el Antiguo Testamento que las víctimas inmoladas por el fuego sobre los altares desprendían al ser quemadas un perfume agradable a las narices del Señor. Si comprendemos estas palabras literalmente, es monstruoso. ¿Qué clase de Dios es ese que se deleita con el olor de las grasas al quemarse? Pero también hay otros pasajes que revelan una mejor comprensión del sacrificio. Como en los Proverbios: “La práctica de la justicia y de la equidad, esto es lo que el Eterno prefiere a los sacrificios...” Y en Isaías, es el mismo Dios quien se irrita contra los sacrificios: “Estoy harto de los holocaustos de carneros y de la grasa de los becerros; no me causa ningún placer la sangre de los toros, de las ovejas y de los machos cabríos...

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