¿Qué es ser un hijo de Dios?. Omraam Mikhaël Aïvanhov

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¿Qué es ser un hijo de Dios? - Omraam Mikhaël Aïvanhov

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es una materia que se echa al fuego para ser transformada y que, al quemarse, desprende un perfume. Sólo que, quemar incienso, no tiene ningún significado si el creyente no comprende que este acto es el reflejo de otros procesos que puede desencadenar en sí mismo: vencer sus dificultades, sus pesadeces, purificar su propia materia, transformarla con el fuego divino con el fin de que de su alma emanen los perfumes más deliciosos. Sino, ¿qué sentido tiene? Está muy bien esparcir perfumes agradables entre los asistentes, pero no basta. Y la prueba está en el pasaje de Isaías que os he citado; Dios dijo también: “Dejad de traer ofrendas vanas; siento horror por el incienso...”

      Y ¿cuál es la función de las velas, de los cirios y de las lamparitas? Diréis que sirven para iluminar las iglesias. No, si se tratara solamente de iluminar las iglesias, bastaría con la electricidad. Pero sin embargo se sigue iluminando con velas y cirios. Aquí también sólo tiene sentido este rito si el creyente comprende que, a imagen de esta cera que se consume para mantener la llama, debe también quemar una materia en sí mismo con el fin de mantener la luz interior y hacer que la Divinidad oiga su plegaria y la atienda.

      Entonces, ¿cómo podemos mantener el fuego en nuestro interior? Inmolando todos nuestros animales interiores. ¡Y no es que falten! Porque, en el plano astral, alojamos en nuestro interior no sólo corderos, bueyes, toros, machos cabríos, etc., sino también lobos, zorros, tigres, serpientes, escorpiones, arañas... Si, ¡toda una casa de fieras, un parque zoológico, una selva virgen! ¡Cuántos animales malvados habitan en el hombre bajo la forma de defectos, de vicios, de tendencias instintivas, destructoras! Son ellos los que Jesús nos enseña a sacrificar con el fin de liberar energías que podremos utilizar para nuestro trabajo interior.

      Las aplicaciones del fuego son múltiples. El fuego participa en todas las operaciones químicas, funde los metales, cuece los alimentos para hacerlos asimilables, nos calienta, nos ilumina, purifica. Pues bien, en el plano espiritual el sacrificio tiene las mismas funciones que el fuego. Cada vez que hacéis un sacrificio, encendéis un fuego. Decidís, por ejemplo, renunciar a una mala costumbre: comienza a consumirse una materia, desprendiendo una energía que podéis utilizar para vuestro trabajo espiritual. El sacrificio es una donación que hacéis de vosotros mismos para recibir a cambio energías más puras que os permitirán ir más lejos, más arriba. Hacer un sacrificio es siempre, de una manera o de otra, derramar nuestra sangre, pero en otro plano. Por esto el sacrificio es un acto mágico: gracias a él tenemos todas las posibilidades de construir algo útil, hermoso y grande en nuestro corazón y en nuestra alma, pero también en el corazón y el alma de todos los seres.

      La vida es una combustión. Para estar vivos, es necesario mantener incesantemente el fuego en nuestro interior. Esta combustión que es un fenómeno físico, es también una realidad psíquica, espiritual. Cada día tenemos que quemar en nosotros mismos una materia, o bien debemos inmolar algunos animales para producir calor y luz. Es un fenómeno tan real, que ciertas personas lograron sentir que algo en ellas se estaba consumiendo, como si quemaran toda clase de materiales oscuros e inútiles, y salían de esta experiencia aligeradas, regeneradas, más vivas.

      Se dice “sacrificarse” como si se tratara de abandonar, de perder algo. Cuando se hace un sacrificio, no se sacrifica “uno” sino que se sacrifica algo inútil, nocivo, inferior, para obtener algo grande, poderoso, precioso. Si no se sacrifica lo que es inferior en uno mismo para hacer vivir lo que es superior, inevitablemente se sacrificará lo mejor que se posee en beneficio de los instintos más groseros. Es imposible escapar a esta ley: nuestra naturaleza superior sólo puede vivir si le sacrificamos nuestra naturaleza inferior; y lo que es la vida para una, es la muerte para la otra. He aquí cómo debemos comprender las palabras de Jesús: “Aquél que quiera salvar su vida la perderá, pero aquél que la pierda la hallará...” Y comprender estas palabras significa asimismo, y sobre todo, querer realizarlas.

      “Saber, querer, osar, callarse...” Al formular este precepto que se le puede considerar como la quintaesencia del conocimiento iniciático, el sabio que lo dio no precisó lo que se debía saber, querer y osar. Dejó el terreno libre para el pensamiento y la reflexión, y nos incumbe a nosotros descubrir cuán vastas son sus aplicaciones. Una de estas aplicaciones es precisamente la cuestión del sacrificio.

      Es preciso “saber” lo que representa el proceso del sacrificio, así como lo que se debe sacrificar. Pero no basta con saber, es necesario “querer” hacer este sacrificio. Después, es necesario “osar”, es decir aceptar los esfuerzos y las dificultades, comprometerse audazmente en este camino siendo conscientes de que no sólo no se perderá nada, sino al contrario, se ganará algo precioso. Y finalmente “callarse”, porque es mejor no desperdigar las riquezas adquiridas gracias a los sacrificios. Aunque se beneficie a los humanos con nuestras riquezas interiores, es mejor encubrirlas, porque de lo contrario se corre el riesgo de producir en algunos reacciones de incomprensión y de hostilidad. Pues sí, ya lo veréis, os será a menudo más fácil ayudar a la gente si no saben lo ricos que sois, ricos interiormente.

      Sólo aquél que ha comprendido lo que es el sacrificio podrá convertirse en un verdadero hijo de Dios. Al trabajar cada día en sí mismo, transforma la materia, su propia materia. Cada vez sus pensamientos, sus sentimientos y sus actos vibran más en armonía con la voluntad divina y su Padre celestial se reconoce en él.

      9 “Sois dioses”, Parte VI, cap. 4: “Del movimiento a la luz: sustituir el placer por el trabajo”.

      10 Ibid., Parte VI, cap. 3: “El fuego del sacrificio”.

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