En defensa del Estado constitucional de Derecho. Josep Aguiló-Regla
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Los dos últimos trabajos (“Los deberes internos a la práctica de la jurisdicción…” y “Las presunciones en el Derecho”) tratan de abordar viejas cuestiones desde esta nueva teoría del Derecho. El primero reconstruye los tres deberes básicos y definitorios del rol de juez en el Estado de Derecho: el deber de aplicar el Derecho, el deber de independencia y el deber de imparcialidad. Y el segundo repasa todas las cuestiones relevantes relacionadas con las presunciones.
Quiero acabar esta presentación con un pequeño toque personal: felicitando el 25 aniversario de Palestra y deseando mucha ventura a su máximo responsable, Pedro Grández.
En defensa del Estado constitucional de Derecho
1. ¿POR QUÉ “EN DEFENSA”?
Porque creo que el Estado constitucional de Derecho se halla en peligro, en riesgo de extinción. No se trata de hablar aquí de crisis constitucionales como la brasileña (originada por la destitución/golpe contra Dilma Rouseff) o la española (como consecuencia del embate independentista en Cataluña). No es eso lo que me preocupa. Cada una de esas crisis tienen componentes idiosincrásicos que las particularizan; aunque tal vez ocurra que no sean otra cosa que manifestaciones diferentes de un mismo fenómeno más general: la tendencia de las poblaciones actuales a polarizarse en frentes antagónicos e irreconciliables que hace imposible la práctica de una política democrático-deliberativa bajo el paraguas de una constitución. Sea como fuere, en esta lección quiero ocuparme de la incapacidad de gran parte de la cultura jurídica interna para atribuir valor civilizatorio al Estado constitucional de Derecho. Este valor proviene de algo tan sencillo como que el éxito de un Estado constitucional presupone que se haya producido la estabilización de las expectativas políticas y jurídicas en torno a dos cosas bien valiosas: la democracia política y la garantía de los derechos fundamentales. Y la responsabilidad de los juristas (o de muchos de ellos) proviene de socavar de manera contumaz la racionalidad que subyace al entramado institucional que llamamos Estado constitucional de Derecho; es decir, de la contumacia en privar de valor a la práctica jurídica generada al amparo de una constitución de un Estado constitucional. Para mostrarlo me centraré en tres grandes discusiones propias de la cultura jurídica interna (es decir, la de los juristas académicos y los profesionales del Derecho) que son el producto, en mi opinión, de una profunda incomprensión del valor del Estado constitucional. Me refiero a los debates en torno al carácter contramayoritario de las instituciones constitucionales, en torno a la caracterización de los derechos como principios y, finalmente, en torno al activismo judicial (la discusión entre formalismo y activismo judiciales). Naturalmente esta incomprensión de muchos juristas acaba teniendo consecuencias en las actitudes, valores y creencias de la cultura jurídica externa, es decir, de la gente en general.
Pero vayamos por partes. Empecemos por lo más básico, ¿qué cabe entender por Estado constitucional de Derecho?; continuemos por lo más próximo, es decir, el Estado constitucional en Iberoamérica; y, finalmente, abordemos algunos clichés de la cultura jurídica interna que erosionan la viabilidad jurídica del Estado constitucional.
2. SOBRE EL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO1
2.1. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Estado constitucional de Derecho?
No han sido pocos los autores (juristas y teóricos del Derecho) que han pretendido caracterizar al Estado constitucional de Derecho a partir de rasgos meramente estructurales. Según ellos, un Estado constitucional de Derecho se distinguiría por contar con una constitución rígida (de difícil o imposible modificación) y normativa (no meramente programática, sino que impone deberes directamente aplicables por los juristas en sus razonamientos jurídicos ordinarios). Vista así, la constitución cumple una función estrictamente conservadora pues impide el cambio jurídico: la lex superior de la constitución inhibe la lex posterior de la legislación. Naturalmente, lo anterior es cierto pero no es suficiente para caracterizar la constitución de un Estado constitucional, pues no todo Estado con una constitución rígida es un Estado constitucional. La rigidez y la normatividad constitucionales son garantías de algo distinto a ellas mismas; y el valor atribuido a “ese algo” es precisamente lo que dota de sentido y nos permite apreciar esas garantías. “Ese algo” no es otra cosa que los derechos del constitucionalismo. No toda constitución es una constitución del constitucionalismo porque no toda constitución garantiza los derechos del constitucionalismo.
2.2. El constitucionalismo y los males potenciales de todas las dominaciones políticas
2.2.1. Suele decirse que los ideales del constitucionalismo quedaron plasmados en el artículo 16 de la declaración francesa de “derechos del hombre y del ciudadano” de 1789 al declarar que “una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”. Este es el tópico compartido desde el que suele partir cualquier explicación del constitucionalismo.
2.2.2. En mi opinión, sin embargo, la mejor manera de entender el constitucionalismo es mirarlo desde la perspectiva del compromiso con la denuncia de lo que podría llamarse el “pseudoconstitucionalismo”: el uso del prestigio del constitucionalismo para ocultar las diversas formas de dominación política. Es decir, el pseudoconstitucionalismo sería la forma ideológica (falseadora de la realidad) del constitucionalismo. Para ello, hay que dotar al constitucionalismo de un sentido liberador; erradicador de ciertos males potenciales, característicos y comunes, de todas las dominaciones políticas.
2.2.3. Hay cuatro males potenciales y característicos de toda dominación política. Estos males potenciales son universales: ningún sistema jurídico-político está definitivamente inmunizado frente a ellos. Por ello, el constitucionalismo arma a los ciudadanos con los derechos que operan como títulos que les permiten enfrentarse a esos males potenciales y característicos en las diversas formas en que puedan manifestarse. ¿Cuáles son esos males y esos derechos? 2
a) El mal de la arbitrariedad. Por definición, en la relación jurídico-política algunos están llamados a mandar y otros, a obedecer; por tanto, el ciudadano está sometido. Ahora bien, en la relación política legítima se está sometido solo a normas, no a personas. El mal potencial de la arbitrariedad consiste en verse sometido a la pura voluntad de personas; y ninguna dominación política está inmunizada frente a ese mal. La medida higiénica para prevenir este mal es el reconocimiento de los derechos vinculados al imperio de la ley y/o al debido proceso. El sentido de estos derechos es dar un título (“empoderar” se dice ahora) al ciudadano para que pueda defenderse frente a la arbitrariedad.
b) El mal del autoritarismo es la tendencia de quien tiene poder político a creer que su título le autoriza a ordenarlo todo: que puede regular cualquier cosa y que puede dotar a esa regulación de cualquier contenido. Frente a este mal potencial de la relación política se reconocen los llamados derechos de libertad. El sentido de tales derechos no es otro que el de generar esferas de inmunidad para el ciudadano que se traduzcan en incompetencias para el soberano. Los derechos de libertad dan un título permanente al ciudadano para combatir las inclinaciones al autoritarismo en cualquiera de las formas en que este se manifieste.
c) El mal del despotismo equivale al “sin el pueblo”; es decir, la tendencia de las dominaciones políticas a excluir a los ciudadanos de las decisiones políticas que les afectan. El mal del despotismo se concreta en la generación de excluidos políticos. Para que los ciudadanos puedan defenderse de esta tendencia a la exclusión se crean los llamados derechos democráticos o derechos de participación política que, como mínimo, aseguran al ciudadano un poder de remoción de las élites políticas.
d) El mal de la exclusión social. La exclusión política no es lo mismo que la exclusión social. Esta última se genera cuando aparecen colectivos de personas que no consiguen nunca que sus intereses sociales queden reflejados