Historias entrelazas. Sebastián Rivera Mir

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Historias entrelazas - Sebastián Rivera Mir

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porque les quitaba tiempo que podrían consagrar a sus estudios, además atentaba contra su dignidad. No es de sorprenderse que la preocupación por el estatus hizo que éstos procuraran distanciarse de las comunidades mexicanas en Estados Unidos. El pasante de ingeniería Ricardo Monges —quien realizó sus prácticas profesionales en Estados Unidos en 1911— expresó su consternación ante la reducción de su pensión mensual. Lamentó a su protector que el nuevo monto representara una cantidad con la que “tendría que llevar una vida inferior a la del ínfimo obrero americano, vida demasiado indecorosa para un pensionado mexicano”. Según Monges, un salario tan bajo sólo se aceptaría “entre los negros, los indios y los mexicanos emigrantes, que llevan vida semicivilizada”. Para el joven ingeniero era preferible recortar la estancia que vivir de tal manera.4

      Los estudiantes mexicanos podían enfrentarse con actitudes estereotipadas de los estadounidenses o incluso discriminatorias. Es preciso aclarar que estas experiencias no se comparan con las de los trabajadores mexicanos radicados en aquel país. Aunque son pocos los estudios sobre las experiencias de los mexicanos de clase media y de la élite mexicana en Estados Unidos, queda claro que éstos recibieron un trato mejor que sus compatriotas de origen más humilde (Arredondo, 2008: 134-142; Weise, 2015: 35). Sin embargo, la posibilidad de ser víctimas del racismo antimexicano pudo haber provocado el distanciamiento entre estudiantes y otros migrantes mexicanos; al no ser obvio su estatus de estudiante, éste podría recibir el mismo maltrato que un jornalero.

      Esto le pasó a Edmundo Flores (futuro director de Conacyt) cuando estudió en la University of Wisconsin en los años cuarenta. En sus memorias, narra una anécdota de cuando trabajó en el gobierno estadounidense como supervisor de braceros; acompañó a los braceros al consulado mexicano en Chicago, donde

      Quemado por el sol de verano y vestido de botas, pantalones de mezclilla, camisa y chamarra mugrosa, me veía como los demás. Cuando en las oficinas del cónsul pedí hablar con él me dijeron en tono poco amable que me callara la boca y me sentara en el suelo, donde había esperando un gran número de braceros. Obedecí y me puse a platicar con ellos. Pronto averigüé que el cónsul les cobraba por repatriarlos y les sacaba mordidas con cualquier pretexto. Cuando hablé con él y le revelé mi identidad y amenacé con denunciarlo no se inmutó. Me invitó a un bar cercano y allí, mientras tomábamos un par de tragos, trató de ablandarme […] y me dijo cínicamente que la presencia de tanto bracero dañaba su imagen y que ya no lo invitaban a tantos cocteles como antes (Flores, 1985: 287-288).

      La revelación de la identidad a la cual alude Flores se trata de la distinción entre estudiante y jornalero. Flores, al haber perdido (aunque de manera temporal) la apariencia de estudiante dejó de gozar del estatus de migrante privilegiado. La queja del cónsul, a quien le pasaba lo mismo por estar rodeado de braceros, revela que la experiencia del migrante mexicano se marcaba fuertemente por la clase social a la que en apariencia pertenecía.

      Es posible que ciertos contextos locales en Estados Unidos hayan resultado más complicados para los estudiantes mexicanos. Por ejemplo, en 1948, en Texas se encontró que no sólo los mexicanos sino todos los latinoamericanos inscritos en la University of Texas experimentaron el racismo, pues la población euroamericana de la zona no distinguía entre estudiantes y trabajadores de origen latino (Whitaker, 1948: 2-3, 52-54).

      Además de conservar el estatus, para muchos estudiantes la estancia en el extranjero tenía la finalidad de consolidar un ascenso social. Esta estrategia era compatible con el proyecto de desarrollo nacional. El migrante, al igual que su país, podría beneficiarse de sus estudios en el exterior. Por ejemplo, Concepción Reza Inclán, una joven economista que estudió en Los Ángeles en 1952-1953, fue becada por dos instituciones y contó con el apoyo económico de su padre, un agrónomo que trabajó en el Banco de México; cuando le preguntaron por qué había estudiado en el extranjero contestó: “Para conseguir un buen trabajo que me guste, y para trabajar duro para lograr algo, sobre todo algo que puede ser útil a mi país”. Reza Inclán reconoció el prestigio del que gozaban los mexicanos formados en Estados Unidos y esperaba sacar provecho de ese prejuicio, aunque lo consideró incorrecto porque en realidad juzgaba que las instituciones mexicanas eran tan buenas como las estadounidenses.

      No obstante, el hecho de haber estudiado en Estados Unidos no garantizaba la movilidad social —algunos se quejaron de las dificultades que enfrentaron al volver a México—. De ahí que sea posible analizar las expectativas y los resultados de la movilidad de regreso a la patria. El mismo Flores, después de doctorarse a finales de los años cuarenta, descubrió que sus redes sociales en México habían mermado tras su estancia en Estados Unidos y no encontraba un trabajo que le fuera digno, según él. El problema, consideró Flores, era “que nadie ha oído hablar de mí” y por ello los que podrían darle empleo esperaban que el joven doctor en economía “com[enzara] desde abajo” (Flores, 1985: 379).

      Existen indicios de que este problema era común en la época. Un estudio del Banco de México de los exbecarios agrónomos encontró que casi tres cuartas partes de los encuestados experimentaron ciertas dificultades después de regresar, entre ellas: la falta de equipo científico, el alejamiento del contexto profesional nacional y los bajos salarios (Baldovinos y Pérez, 1952: 65-66, 71). Para determinados estudiantes mexicanos, esta situación pudo ser motivo para aplazar su regreso a suelo patrio. Por ejemplo, se encuentra el caso de un becario de la Rockefeller Foundation, una entidad filantrópica estadounidense que otorgó becas a jóvenes mexicanos en varios campos, quizá el más importante fue la agronomía (Cotter, 2003). La fundación colaboró con la Secretaría de Agricultura en México para modernizar la agricultura mexicana y volverla más productiva; razón por la cual consideró que la capacitación de agrónomos mexicanos en Estados Unidos era parte imprescindible de este proceso. Los agrónomos recibieron becas como parte de una estrategia institucional; sin embargo, éstos no siempre quedaron satisfechos con los planes que la fundación tenía para ellos. En 1961, el director de tesis de un becario mexicano recién doctorado le ofreció un puesto en su propio laboratorio en Estados Unidos. El director escribió a la fundación para explicarle que el puesto que le habían ofrecido a su alumno en México no era adecuado. El salario era bajo; el laboratorio, insuficiente y el trabajo en sí, demasiado rutinario. Se nota que al abogar por su estudiante, el director de tesis no se refiere a lo que necesitan las instituciones mexicanas de agronomía, sino a los intereses personales y profesionales de los alumnos. La Fundación Rockefeller no aceptó la propuesta de aplazar el regreso del becario; sin embargo, no podía controlar las trayectorias de sus becarios. El programa de intercambio respondía al proyecto de modernización de la agricultura y a la difusión del conocimiento estadounidense, además de los intereses geopolíticos de ese país. En otras palabras, las becas desencadenaron procesos migratorios y la transmisión de la agronomía, los cuales eran impre-decibles y marcados por las condiciones materiales y culturales de México y Estados Unidos.

      En este capítulo se procuró demostrar que al estudiar el intercambio académico es válido y necesario utilizar las interrogantes de los estudios migratorios acerca de los motivos personales de la movilidad y las experiencias de los actores móviles en el extranjero. Categorizar a los estudiantes mexicanos en Estados Unidos como migrantes implica reconocer las divisiones de clase social entre este grupo, sin reproducir aquellas barreras como si fueran naturales. Habría que interrogar por qué se hablaba de los braceros por un lado y los cerebros (que podrían fugar) por otro (Harzig y Hoerder, 2009: 4). De hecho, si se hiciera una comparación entre los objetivos y métodos del Programa Bracero con los programas de becas de la misma época serían evidentes las convergencias entre ambas políticas de migración. La historia del intercambio académico arroja luz sobre la desigualdad en un contexto transnacional, justo porque devela las historias de actores móviles que no se vieron ni fueron vistos como migrantes. Por medio de las experiencias de este grupo relativamente privilegiado, se ve cómo las categorías de clase trascienden los espacios nacionales o se modifican según los procesos migratorios.

      Fuentes consultadas

      

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