Cuerpo, derecho y cultura. Jairo Rivera Sierra
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Mas, como la tensión de las cuerdas no produciría buen efecto si los puntos intermedios que la llevan a los extremos no hacen sonar la nota precisa, el autor llama la atención sobre la importancia de superar clasificaciones o visiones meramente dicotómicas, para tomar en consideración, por ejemplo, lo que significan y han significado históricamente concepciones y vivencias más amplias de la vida misma y del cuerpo en particular. Así, introduce en su argumentación la dimensión espiritual y la compleja forma de existir en la comunidad de los seres vivos, propias de los pueblos indígenas habitantes de las tierras ahora conocidas como América Latina o África, en cuyas culturas las leyes de origen, revitalizadas a lo largo del tiempo y las fuerzas y potencias de la naturaleza se reúnen en el proceso de conformación del cuerpo “atado al territorio, en relación indisoluble con el mundo natural y el espiritual”.
El planteamiento anterior aparece unido a una advertencia importante para el lector, aunque el autor la dirige a los antropólogos: no pueden asimilarse las modificaciones extremas al uso en esta época, con un potencial transgresor muy concreto, con las prácticas de los grupos ancestrales que forman parte de un mundo complejo en el que habitan el cuerpo, la naturaleza y la espiritualidad como un todo prácticamente inescindible.
Podríamos decir que el análisis del autor gira en torno de la concepción del cuerpo como lienzo que sirve de medio para expresar ideas de contraste con lo usual, lo normal, lo corrientemente aceptado, tanto en su fundamentación, como en el mensaje individual, grupal y social; para él, la modificación extrema y voluntaria de aquel, aunque se proponga distintas finalidades, manifiesta que no existe distinción esencial entre el cuerpo biológico y el simbólico.
También resalto el desarrollo de la idea que nos muestra las modificaciones permanentes y extremas dentro de una dinámica que, inicialmente, permite a quien las exhibe la autoafirmación de la subjetividad, por o para lograr la adscripción y el reconocimiento dentro de un grupo, que significa en sí mismo cuestionamiento y reto frente a lo normal o normalizado, y en el que aquellas cumplen las funciones de llamada o atracción de las miradas ajenas, de expresión de poder que infunde temor y, a su vez, crean sentido de pertenencia a una comunidad dentro de la disrupción; pero, en el momento en que tales grupos alcanzan cierto grado de madurez –el ejemplo más significativo que utiliza el autor es el de las maras centroamericanas– caracterizado por su inclusión dentro de los canales socioeconómicos establecidos, en el límite que marcan la apariencia y la realidad de algunas actividades ilícitas, los propósitos iniciales no deben permanecer; en ese punto, las modificaciones extremas se someten a procesos que tratan de invisibilizarlas, de borrarlas, para ser reemplazadas por algunos símbolos menos aparentes o reconocibles. El proceso, en lugar de negar, afirmaría la importancia del cuerpo como símbolo y lienzo para la comunicación.
En clave de dinámica evolutiva presenta el autor el tema de los tatuajes que en tiempos cercanos irrumpieron con notas disonantes dentro de la estética social, comunicaron la pertenencia a grupos vinculados con el delito, para caer después en las redes del mercado, pero que aun en las nuevas circunstancias siguen siendo manifestaciones de voluntad transgresora al contar las historias y expresar los anhelos del individuo en un contexto signado por la tensión “entre lo real y lo imaginado, entre lo socialmente instituido y la autoinstitución del sujeto”.
¿Qué pasa con la monstruosidad? ¿Tiene un significado en sí misma que la diferencie de otras transformaciones corporales? Para el autor, la respuesta es afirmativa porque ella amenaza con subvertir no solo el orden normativo, sino el estético y el de la naturaleza, con lograr incluso romper la barrera de las especies; también porque algo de lo monstruoso habita en todos nosotros y por eso los monstruos nos confrontan con la posibilidad de ser producto de nuestra propia razón, que envuelve a su vez la sinrazón.
El argumento anterior es difícil de comprender para quienes no tenemos la formación del autor; sin embargo, el ejemplo parece convincente: la fascinación que ejercen las figuras monstruosas en la literatura, en el arte, en el circo o en el cine, como el innominado hombre que produjo el doctor Frankenstein.
Fuera de esos escenarios, la modificación extrema del cuerpo produce un efecto político por su capacidad de poner en jaque las categorías de lo que tenemos interiorizado como orden natural y colocar al cuerpo por fuera de los poderes establecidos por las instituciones políticas, la ciencia o la religión.
A continuación, el investigador dedica sus reflexiones al placer y el dolor como objetivos de las modificaciones corporales permanentes y extremas. Es clara su referencia a la obra de Foucault. Por tal razón, se ocupa del movimiento BDSM (bondage, dominación y sumisión y sadomasoquismo) y del fetichismo y lleva su atención hacia prácticas como el genital beading o pearling que pretenden, por el camino del dolor previo, alcanzar la recompensa del placer extremo.
Característica diferenciadora de estas prácticas es el desafío al saber profesional, al poder y a los privilegios estatales concedidos a los médicos, por cuanto se aplican por otra clase de “expertos”, en locales ni reglados ni vigilados por autoridades competentes.
Entonces los interrogantes se desplazan al balance entre poder y autonomía individual, entre libertad e imposición. El autor, en palabras que nos hacen recordar las que Stefano Rodotà escribiera en su obra La vida y las reglas2, se pregunta ¿quién decide sobre el cuerpo?, ¿el sujeto, el médico, el sistema de salud, el abogado, el Estado o la cultura? Todos los interrogantes plantean problemas trascendentales, entre otros, a la ciencia y al derecho, que involucran conceptos tan importantes como la dignidad, la libertad, la subjetividad, etc.
La última sección de este capítulo está dedicada a un problema entrañable: la actitud de las mujeres que, por razón del cáncer de seno, han tenido que dar un giro a su vida y encontraron la manera de resignificar la modificación quirúrgica de sus cuerpos con modificaciones cosméticas que expresan a la vez el pasado vivido con inmenso dolor, la esperanza en el futuro y el renacimiento de la vida. Son modificaciones para sanar y para reconstruir. El cuerpo, de nuevo lienzo con valor simbólico; mensajero y mensaje.
El autor entiende que “la posibilidad de modificar nuestros cuerpos nos recuerda una y otra vez que no hay en realidad una distinción entre cuerpo biológico y cuerpo simbólico”.
El diálogo que se desarrolla en los dos primeros capítulos en torno de las modificaciones corporales extremas y permanentes continúa en los dos siguientes sobre el tránsito de lo humano hacia lo transhumano y lo poshumano.
En el capítulo dedicado al primero de estos, el autor brinda una buena síntesis de las varias definiciones que se han dado del concepto, así como un recorrido por el desarrollo histórico de las teorías y de los diferentes movimientos que trabajan para poner en marcha el proyecto transhumanista, y su llegada a concretas agendas políticas y al trabajo de varios centros universitarios en Europa, Estados Unidos y México.
Igualmente, subraya en varias ocasiones la paradoja que establecen los grandes adelantos de la tecnología para superar dificultades físicas de las personas, curar o prevenir enfermedades, mejorar las capacidades mentales y físicas hasta límites apenas soñados, por un lado, y, por el otro, la incapacidad de la humanidad para solucionar problemas tan elementales como esenciales, valga hablar del hambre, la pobreza, la desigualdad o la falta de empatía y solidaridad.