Cuerpo, derecho y cultura. Jairo Rivera Sierra
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Tampoco intenta el autor desconocer el valor de las tecnologías y su contribución a la mejora del nivel y la calidad de la vida en los tiempos que corren; solo llama la atención sobre el necesario balance entre sus logros y los peligros anexos y sobre la aún más peligrosa adopción acrítica y falsamente democrática de todos sus fines y artilugios.
Desde siempre, el ser humano ha buscado trascender, vivir más allá de los límites corporales. La promesa de lograrlo ha sido un punto fuerte de las religiones. Como escribiera el papa Inocencio III en su tratado De miseria humanae conditio, la dignidad del hombre “es sobrenatural: la esperanza de ser salvados por Cristo y después de la muerte llegar a ser ciudadanos del cielo”3. El transhumanismo resulta ser así “el único proyecto de salvación laica, pretendidamente realizable, en este mundo”. En ello reside la fuerza de su utopía, se afirma en este capítulo.
En este sentido, resulta un tanto confusa la percepción transhumanista del cuerpo, tanto si concebimos que este se agota en la mera fisicidad, como si aludimos a él en la complejidad de su construcción individual, social y filosófica. Se diseña la manera de mejorarlo de mil maneras, pero también se predica la necesidad de prescindir de él y construir otro hardware para alojar las mejoras; la cortedad de la mente deberá ser reemplazada por programas de IA que el propio individuo no puede diseñar. La vida no será vida eterna para nosotros –para un ser específico–, será la vida o quizá las vidas de otro.
Algunas de las promesas del transhumanismo parecen solo exageraciones y apropiación ideológica de conquistas reales de la tecnología aplicada con propósitos especialmente de prevención y tratamiento de la salud. Esto pone sobre la mesa de debate la dificultad de establecer diferencias claras a la hora de tomar decisiones. Si, por ejemplo, pensamos en el caso de los cíborgs que el autor trae a colación, la instalación de la antena que le permite a Neil Harbisson superar su ceguera de los colores se dirigió a procurarle una capacidad de la cual carecía, ponerlo en condiciones de igualdad frente a los otros congéneres, pero el desarrollo técnico lo puso en condiciones de percibir una escala más amplia de colores, de apreciar el arte de “mejor” manera, ¿debió dejarse de aplicar la terapia por tal motivo? En otro sentido –volvemos a la subjetividad a la que tanto se aludió en los primeros capítulos–, si él afirma que no es persona que porte tecnología, sino tecnología pura, ¿basta esa percepción para decir que estamos ante otra especie o en la antesala de su advenimiento?
Más allá del enfoque anterior, este capítulo nos inspira otras preguntas en cuanto atañe a la salud: ¿Curar a los enfermos o evitar que nazcan? ¿Eugenesia legítima porque no obedece a programas políticos de exterminio, sino a programas de mejora y prevención? A la hora de intentar dar las respuestas, recordemos que los efectos de las intervenciones biotecnológicas en el cuerpo no siguen la lógica abstracta de las matemáticas y que sus efectos pueden afectar a distintas generaciones. Tampoco olvidemos que ni el hombre ni su cuerpo obedecen a las leyes de la mecánica y, sobre todo, que no son elementos independientes dentro del gran todo de los seres vivos y su ambiente o sus ambientes naturales, culturales, espirituales, etc. Las reflexiones deben ser profundas, la argumentación fina, extensa e igualmente profunda.
Con cita de M. Sandel, el autor nos presenta uno de los dilemas éticos en este punto: “Admiramos a los padres que quieren lo mejor para sus hijos, que no ahorran ningún esfuerzo para ayudarles a conseguir la felicidad y el éxito. ¿Cuál es pues la diferencia entre proporcionarles esta ayuda por medio de la educación y la formación, y hacerlo por medio de la optimización genética?”
Otro de los propósitos del transhumanismo que nos recuerda el autor es el de fusionar la mente con el computador de tal forma que este responda a las órdenes de aquella, sin más intermediación que el pensamiento; otra maravilla como ayuda en situaciones de extrema incapacidad del cuerpo para moverse, otro reto a los límites del derecho que la civilización ha ido construyendo a través de los siglos ¿Se sancionará penalmente a quien piense mal, puesto que la máquina actuará de inmediato?¿Cómo distinguir los actos preparatorios de los de consumación del delito? ¿En qué forma se calcularán los tiempos para la revocación o el desistimiento válidos? Y, el final, ¿será, como se nos recuerda en el capítulo que comentamos, una materialización de la mente para poder manipularla con independencia del cuerpo al que se le considera entonces un recipiente? ¿Volvemos al dualismo mente-cuerpo?
La preocupación por la garantía de los derechos fundamentales ocupa parte importante en este capítulo. Para el autor constituye gran preocupación que la primera víctima del transhumanismo pueda ser la igualdad, porque el costo de las tecnologías necesarias para hacer realidad sus postulados es tan alto que agrandará la brecha entre las personas ricas y las pobres, aun en los países más desarrollados; también porque la manipulación puede incorporar capacidades en los nuevos superhumanos que les permitan vulnerar con mayor facilidad los derechos de los demás y porque la misma existencia de superhumanos implica una estratificación social indeseada.
Culmina esta parte del libro con la enunciación, seguida de breves comentarios, de diversos instrumentos jurídicos relacionados con el asunto, así como de los más acuciantes problemas que los juristas deberán comenzar a resolver; no sin antes dejar abierto el campo para continuar los debates, al preguntarse si el fundamento del transhumanismo no significa para los humanos la comprobación de un fracaso porque no hemos sido capaces de resolver los problemas que se enunciaron al comienzo del capítulo y buscamos “tomar un atajo frente a lo que deberíamos ser capaces por naturaleza y frente a lo que ya deberíamos haber logrado”.
Esperemos, dice, que esa estrategia –el transhumanismo– “tenga previsto que este humano ‘mejorado’, a partir de su evolución artificial, desarrolle también el discernimiento para reconocer mejor entre lo que representa el bien común y lo que no, y tenga la convicción de que el derecho es un instrumento de cambio y de garantía de la permanencia de ese humano en la tierra”.
El cuarto capítulo de esta obra está dedicado al “horizonte poshumano”, cuestión que en principio parecería extraña en un libro cuyo punto central es el cuerpo humano; sin embargo, para explicar su presencia, basta observar que el punto más lejano en ese horizonte, pensado como ideal, es la posibilidad de abandonar el soporte físico, con el cual se relacionarían la mayoría de las debilidades de la especie que es necesario superar mediante la IA y las tecnologías que convergen con ella para modificar lo viviente.
Sin duda, alcanzar en la realidad lo que se plantea por los defensores de esta corriente, sería la transformación más radical de la especie humana: dejar paso a otra especie que solo conservaría el calificativo de humana como un recuerdo de quienes bajaron la bandera para dar comienzo a la carrera que hizo posible su advenimiento; para el hombre –como especie– no tendría los elementos del Renacimiento –o de cualquier renacimiento–; se parecería más al paso de una página en el libro de la vida.
Si el cuerpo físico, tal como lo conocemos en la actualidad, se reduce a una estructura molecular y el alma o el espíritu no existen, ¿lo único que importa del humano es la información? ¿Es la vida 3.0 la verdadera vida4?
El escritor, luego de señalar, como los autores de capítulos anteriores, los dilemas, las tensiones, las paradojas planteadas por el camino hacia ese horizonte, señala dos categorías principales para arrojar luz sobre estos. Opta por dos disciplinas prácticas: la ética y la filosofía política.
La tarea es difícil para ambas, entre otras cosas, porque todavía no hemos resuelto las preguntas por el origen y la definición de la vida y ya tenemos que interrogarnos por el ¿a dónde vamos?
La tecnología sabe y puede hacer muchas cosas; al respecto, el autor formula unas preguntas, no por reiteradas menos válidas: ¿Debemos