Los juegos de la política. Marcela Ternavasio
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los juegos de la política - Marcela Ternavasio страница 7
[22] En su estudio sobre la Revolución Francesa y la rusa, Arno Mayer destaca que la guerra civil es siempre inseparable de las relaciones internacionales. Véase del autor The Furies. Violence and Terror in the French and Russian Revolutions, Princeton, Princeton University Press, 2000.
[23] Tulio Halperin Donghi, De la revolución de independencia a la confederación rosista [1972], vol. 3 de la Historia argentina bajo su dirección, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 109.
[24] Paul Ricœur, Tiempo y narración, México, Siglo XXI, 2007.
[25] Sobre las “ficciones de método”, véase Ivan Jablonka, La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales, Buenos Aires, FCE, 2016, pp. 215-218.
[26] Al respecto, véanse, dentro del campo historiográfico, dos perspectivas diferentes en Enzo Traverso, Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria, Buenos Aires, FCE, 2018; y François Furet, El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, FCE, 1996; del mismo autor, La Revolución Francesa en debate. De la utopía liberadora al desencanto en las democracias contemporáneas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016.
[27] Marcela Ternavasio, Candidata a la Corona. La infanta Carlota Joaquina en el laberinto de las revoluciones hispanoamericanas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.
[28] Gabriel Di Meglio y Raúl Fradkin, “Una conversación con Ricardo Piglia sobre literatura e historia popular”, en Gabriel Di Meglio y Raúl Fradkin (comps.), Hacer política. La participación popular en el siglo XIX rioplatense, Buenos Aires, Prometeo, 2013, pp. 437-438.
Parte I
¿Imposturas?
Cádiz vuelve a ser escenario de un acontecimiento a gran escala. Marcada por su estratégica posición geográfica entre el Atlántico y el Mediterráneo, desde sus costas ha visto zarpar a célebres descubridores y gigantescas flotas dirigidas a las Indias. En el pasado reciente vivió el prolongado asedio de las fuerzas francesas, la creciente militarización y el inédito experimento de unas Cortes constitucionales que, recluidas en la pequeña urbe amurallada, agitaron su vida política y social. Ahora la ciudad se prepara para despedir a las tropas destinadas a “pacificar” la rebeldía de los focos revolucionarios americanos.
Las instrucciones que el gobierno español le entrega al jefe de la expedición, el general Pablo Morillo, fijan la salida de la flota “a más tardar el 1º de diciembre” de 1814. Los apoderados de la Comisión de Reemplazos de Cádiz, encargados de reunir los fondos para solventar el envío de empresas militares a América, ya advirtieron sobre la conveniencia de zarpar a mediados de noviembre para evitar los vientos desfavorables en el estuario del Río de la Plata. Pero los preparativos se prolongan. Es preciso reunir los cuantiosos recursos que necesita la empresa. Las elevadas sumas de dinero recolectadas –en su mayoría, préstamos de comerciantes– se invierten en embarcaciones, equipamiento, víveres y armamento para caballería e infantería. Es necesario, además, asegurar el reclutamiento de soldados que al comienzo se calcula en diez mil efectivos y luego se eleva a doce mil. La leva no resulta fácil; circulan rumores de que las tropas acantonadas en Andalucía son seducidas por esos liberales que el rey se propone borrar de la memoria de los españoles. Se refuerza la vigilancia para evitar deserciones y diariamente se anuncia a los soldados acuartelados que la partida es inminente.
Por fin, el 15 de febrero, los cuarenta y dos transportes custodiados por dieciocho buques de guerra intentan darse a la vela desde la bahía gaditana. Una borrasca en el horizonte, que se desata en una fuerte tempestad, obliga a los navíos a regresar a puerto. Dos días después, la expedición zarpa a las ocho de la mañana, mientras millares de pañuelos se agitan para despedir a sus soldados. Bien entrada la noche, la tripulación pierde de vista el faro de San Sebastián. El espectáculo de la flota es imponente.
1. Entre Europa y la Viena del trópico
Hipótesis bélicas
En marzo de 1814, Fernando VII abandona el Castillo de Valençay en el valle del Loira, donde residió desde 1808, cuando dos meses después de su entronización renunció a la corona de España. Compartió con su hermano Carlos María Isidro y su tío Antonio el prolongado cautiverio en el castillo (propiedad del diplomático Charles-Maurice de Talleyrand). Quien decidió los destinos de la familia real española fue Napoleón Bonaparte, emperador de Francia, luego de pergeñar las abdicaciones de los Borbones en la ciudad fronteriza de Bayona y de colocar a su hermano José en el trono vacante. Carlos IV, su esposa María Luisa de Parma y el favorito Manuel Godoy fueron enviados a las cercanías de París, luego a Marsella y por fin a Roma.
Durante los años de ostracismo, Talleyrand procuró amenizar la estancia de sus huéspedes con planes que combinaban lecciones de baile y música por la mañana, cabalgatas y paseos por la tarde, más veladas de banquetes y bailes. Esa rutina, que poco a poco se volvió más austera, se mantuvo siempre en un completo aislamiento, según le informaba el anfitrión al emperador: “Todas las medidas de vigilancia están bien tomadas, y el castillo y sus alrededores gozan de perfecta tranquilidad. No creo exista lugar en el mundo donde se sepa menos de lo que ocurre en Europa”.[29] En efecto, los tres borbones estuvieron ajenos a las vicisitudes sufridas por los españoles en la guerra contra Francia, a las convulsiones políticas peninsulares, a las discusiones en las cortes reunidas en Cádiz, a la sanción de una Constitución liberal para la monarquía y a las revoluciones en los dominios americanos. Pero en diciembre de 1813, la suerte de los desterrados parece cambiar de rumbo sin que hayan hecho nada para lograrlo. Con su imperio muy debilitado, Napoleón decide poner punto final a la guerra peninsular y reconoce a Fernando VII como rey de España en el Tratado de Valençay.[30]
Los recién liberados abandonan Francia e inician una marcha triunfal hacia Madrid, en la que el monarca es aclamado por un pueblo fervoroso que, en su nombre, enfrentó la larga guerra contra la usurpación del imperio más poderoso de los últimos tiempos; marcha que pocas semanas después –ya en abril– tendría su contrapunto en la emprendida por Napoleón cuando se vio forzado a abdicar y exiliarse en la isla de Elba.[31] El triunfalismo de las celebraciones, sin embargo, no oculta la profunda incertidumbre que vive España respecto del futuro inmediato. Durante el pomposo regreso nadie sabe qué política adoptará el monarca y, sobre todo, si jurará como rey constitucional, según estipula la carta sancionada en Cádiz en 1812. Sin experiencia de gestión en el trono y después de seis años de cómoda reclusión palaciega, Fernando VII debe informarse y evaluar los cursos de acción para una monarquía católica e imperial que sufre su más profunda crisis. Muy pronto toma su primera decisión: el 4 de mayo decreta desde Valencia la ilegalidad de lo actuado por las cortes, deja abolida la Constitución de Cádiz y restaura el Antiguo Régimen. Poco después toma una segunda decisión: acabar con las insurgencias americanas mediante una respuesta militar sin concesiones.[32]
La Expedición Pacificadora comienza a organizarse, bajo el mando de Pablo Morillo, militar y marino español de larga experiencia que se ha destacado durante la reciente guerra contra Francia. El cuadro de situación en los dominios ultramarinos no es muy claro, aunque parece registrar un debilitamiento de los movimientos revolucionarios. En Nueva España, donde las autoridades coloniales mantienen el control del gobierno desde su capital en México, los focos insurgentes sufren retrocesos que permiten que las