Los juegos de la política. Marcela Ternavasio
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Los representantes portugueses evalúan opciones para sacar la mayor ventaja posible. El ambiente diplomático vienés estimula las intrigas y las posibilidades de trazar un mapa que refleje el nuevo equilibrio europeo y los talentos de los representantes a cargo de diseñarlo. Es el momento indicado para desplegar destrezas y obtener beneficios en detrimento de las potencias menos hábiles en esas lides. Palmela le confirma al ministro de Estado en Brasil la postura de no tratar en el Congreso la cuestión de los límites en América meridional y reservarla para una negociación secreta en Madrid. Pero al respecto cierra el informe con una inquietante sugerencia:
Sin embargo, para hacerse con ventajas sería deseable que las tropas de S. A. R. pudiesen previamente ocupar la margen oriental del Río de la Plata, y conservarla provisoriamente, y sobre todo si consiguiesen apoderarse de Montevideo. Dios quiera que nuestro ejército se anticipe para esta operación al que el gobierno de España trata de expedir ahora para el mismo fin: ese sería el verdadero modo de facilitar todas nuestras negociaciones con España, o de indemnizarnos en todo en caso de que por otro lado se nos negase.[68]
Las diferencias entre las negociaciones bilaterales en Madrid y las desarrolladas en la capital austríaca son evidentes. El embajador Sousa supone que Portugal apoyará la expedición española pero pone ciertas condiciones, entre ellas la devolución de Olivenza. La representación lusa en Viena, en cambio, se muestra más ambiciosa al proyectar negociaciones atadas a una hipótesis de extorsión fundada en la lógica del hecho consumado: ocupar militarmente la Banda Oriental antes del arribo de la expedición de Morillo, ya sea para una futura negociación o, en su defecto, para indemnizarse con esos territorios. Gómez Labrador, por su parte, se niega a tratar la cuestión de Olivenza mientras Fernando VII se muestra dispuesto a restituirla a cambio del apoyo a sus tropas en Brasil y de la resolución sobre los territorios meridionales americanos. En esas intrincadas negociaciones cruzadas es difícil evaluar si las diferentes estrategias de los agentes diplomáticos son producto del múltiple desdoblamiento de los espacios donde actúan y de los ritmos temporales que escanden las misivas e instrucciones a escala transatlántica y europea, o si responden a cierta autonomía de gestión respecto de los gobiernos que representan. En cualquier hipótesis, en esos entrelazamientos sobre cuestiones pendientes en los territorios europeos y ultramarinos quedan al desnudo las dificultades que presenta la propuesta del Congreso de Viena de regresar a las antiguas fronteras de las monarquías y hacer coexistir la tradicional política bilateral con una novedosa multilateralidad que estipula claras jerarquías entre las potencias de primero y segundo orden.
Estas dificultades se hacen evidentes en las tratativas entre España y Portugal y también en las tensiones de la alianza que ambas coronas sostienen con Gran Bretaña. Un dato del informe enviado por la legación lusa al embajador Sousa, expuesto en tono críptico y confidencial, revela los cambios en esos vínculos: la negociación de los territorios de Olivenza debe quedar fuera de la intervención británica. La corona de Portugal comienza a manifestar cierta voluntad de independencia ante la potencia que ejerce sobre ella una suerte de protectorado, en especial luego de promover el traslado de la corte a Río de Janeiro y de celebrar tratados que otorgaron ventaja comercial a Inglaterra.
En el escenario de la Restauración, Gran Bretaña teme la intervención de los portugueses en los asuntos hispanoamericanos, y sobre todo teme una alianza bélica luso-hispana en el Atlántico Sur. Así se lo informa Sousa a su ministro de Estado, cuando advierte que el embajador inglés en Madrid, enterado de la resolución de enviar una expedición española al Plata y además encontrar cooperación en Brasil para sus fuerzas, intenta disuadirlo de manera confidencial para que no entre en ese tipo de diálogo, ya que influiría “en los espíritus de los habitantes de Brasil, donde los principios liberales de los insurgentes se esparcirían”.[69] La unidad de las dos coronas ibéricas no deja de ser un fantasma para la diplomacia inglesa que, desde el siglo XVIII, se encarga de contrarrestar cualquier política que pueda recrear el mundo de Felipe II, cuando su concreción implicó la extensión de un imperio en cuatro continentes.[70] En el nuevo equilibrio europeo que Inglaterra imagina con la derrota de Bonaparte, Portugal debe regresar a su antigua sede y abandonar cualquier sueño imperial que implique americanizar su monarquía, y España debe avenirse a la mediación y el control de su principal aliada, Gran Bretaña, para arreglar sus asuntos americanos.
Lo cierto es que al finalizar 1814, nadie sabe si el objetivo de Fernando VII de aunar fuerzas con Portugal para poner fin a las rebeliones americanas podrá concretarse. Más allá de la versión reservada que transmite Sousa a su gobierno sobre el posible cambio de destino de la flota de Morillo, todo indica que se dirige al Río de la Plata. Al menos España ha movido sus fichas en esa dirección: a las negociaciones formales a través del embajador portugués en Madrid y el envío de un agente extraordinario a Brasil se suman los contactos informales que buscan aprovechar el vínculo dinástico que provee la infanta Carlota Joaquina con los Braganza. En el tablero de juego, el rey Borbón apuesta por una estrategia cooperativa para conformar un poderoso equipo y la mayor incógnita es cómo se posicionará Portugal ante los pedidos de auxilio de España, las presiones británicas y las amenazas revolucionarias en sus fronteras.
Hipótesis negociadoras
La corte de Braganza está alojada en Río de Janeiro desde que a fines de 1807 la inminente invasión francesa a Portugal decidió al príncipe regente a emprender el éxodo, custodiado por la armada británica. Era la primera vez que una familia real europea cruzaba el Atlántico para instalarse en una colonia ultramarina. Junto con ella viajaron funcionarios, nobles y miles de portugueses que escapaban de Bonaparte y que en su precipitada huida aumentaron la población de una ciudad no preparada para recibirlos. João de Braganza –en quien la reina Maria I había delegado el gobierno en 1799– recrea la vida de la corte portuguesa en su nueva sede, mantiene los tradicionales protocolos, etiqueta y rituales, y administra la “economía de la gracia” para defender y equilibrar las jerarquías sociales y políticas de los cortesanos exiliados y de las élites locales.[71] La capital fluminense pasa a ser un enclave europeo en América y uno de los signos visibles es la novedosa presencia de embajadas y delegaciones extranjeras. [72]
Desde 1808, las legaciones diplomáticas ante la corona portuguesa quedan desdobladas entre la nueva capital y Lisboa; a muy corto andar, la primera se fortalece en detrimento de la segunda. Con la caída de Napoleón en 1814, Río se convierte en una suerte de Viena tropical, donde plenipotenciarios del Viejo Mundo que combinan el ejercicio de sus funciones con la sociabilidad que ofrece la vida en la corte protagonizan la escena diplomática. En esos círculos procuran ingresar los improvisados agentes de los gobiernos revolucionarios hispanoamericanos, que llegan en busca de canales de protección, negociación o información para definir sus rumbos en un mundo que vive el vértigo de profundas transformaciones. A ese ambiente cosmopolita, donde la nobleza convive con indígenas, esclavos y libertos oriundos de África, se suman desterrados y exiliados voluntarios de distintos signos políticos, pendientes de las noticias y los rumores que circulan a través de redes de relaciones en las que el espionaje ocupa un papel central. La región rioplatense es la que más aporta a esa lista de emigrados revolucionarios y contrarrevolucionarios.[73] La cercanía y los vínculos e intercambios por la porosa frontera luso-hispano-criolla del Atlántico Sur colaboran en la elección del destino.[74]