E-Pack Bianca y Deseo julio 2021. Varias Autoras

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      –En ese caso… ¿por qué no? –dijo Beatrice con voz pausada–. ¿Tiene un bolígrafo? Bien, pues entonces escriba esto, por favor. Dígale a mí marido que pensé que le gustaría saber que va a ser padre. ¿Lo tiene? –decidió tomarse el ruido de atragantamiento como un gesto afirmativo–. Bueno, muchas gracias por su ayuda.

      Beatrice colgó el teléfono y dirigió la mirada hacia su hermana. Se llevó la mano a la boca para contener una risa nerviosa.

      –No has seguido el guion –la reprendió Maya poniendo los ojos en blanco.

      –No –Beatrice miró las notas que tenía delante y que estaban orientadas a ayudarla a expresar de forma sucinta y calmada los hechos.

      –Supongo que recibirás una respuesta ahora –murmuró Maya mientras Beatrice seguía mirando el teléfono que tenía en la mano como si fuera una bomba a punto de estallar.

      –He perdido los papeles. ¿Qué hago ahora?

      Eran las tres de la mañana cuando Beatrice pudo finalmente dormirse, así que tardó unos instantes en orientarse y darse cuenta de que el ruido no era parte del sueño, sino que era real. Alguien (no era muy difícil adivinar quién) tenía el dedo apretado en el timbre, cuyo sonido inundaba toda la casa.

      Maya apareció cuando Bea estaba poniéndose la bata encima del camisón.

      –¿Cómo ha podido llegar tan rápido?

      Beatrice se encogió de hombros.

      –¿Quieres que vaya y le diga que venga más tarde?

      –Como si eso fuera a funcionar –Beatrice se pasó la mano por el pelo revuelto para calmarse un poco–. No pasa nada, estoy bien.

      Aspiró con fuerza el aire, se ató el cinturón de la bata y alzó la barbilla en gesto desafiante.

      Maya no parecía muy convencida.

      –Si tú lo dices… si me necesitas, estaré en mi cuarto.

      –Gracias –Beatrice sonrió con expresión ausente. Ya tenía la mente puesta en la persona que estaba al otro lado de la puerta.

      Con el corazón acelerado, abrió. Dante ocupaba todo el umbral, bloqueando la vista del pasillo común.

      Se apartó de la pared lo suficiente para que Beatrice pudiera ver mejor el traje oscuro que llevaba puesto. No iba tan pulcro como de costumbre. La tela estaba arrugada y tenía la blanca camisa abierta en el cuello, dejando al descubierto una sección de piel bronceada. Pero apenas se fijó en aquellos detalles. Lo único que veía, o mejor dicho, lo único que sentía, eran las poderosas y crudas emociones que emanaban de él.

      –Te has mudado –Dante había mantenido sus emociones a raya, pero al verla allí de pie sintió que perdía el control–. Nadie me lo había dicho.

      El viaje hasta allí ya había llevado su autocontrol al límite. Dante estaba en medio del Atlántico cuando recibió el mensaje, una frase que iba a cambiar literalmente su vida de una manera que todavía le costaba trabajo imaginar.

      La visión de aquellos grandes ojos azules que lo miraban cansados y rojos por haber llorado no hizo que se sintiera menos furioso. Solo añadió una capa más a las emociones que trataban de abrirse paso en su pecho.

      –La semana pasada. Esto es más grande –igual que ella sería más grande dentro de poco. Una idea que seguía pareciéndole profundamente extraña y no del todo real.

      Sin embargo, Dante era muy real. Y estaba muy enfadado.

      –La gente que vive allí ahora parece… mi equipo de seguridad tuvo que convencerlos de que no soy peligroso –mientras él invertía algunos minutos tratando de encontrar la dirección correcta para dársela al chófer.

      –¿Qué estás haciendo aquí? –aquellas palabras acusatorias flotaron entre ellos y provocaron un gemido gutural y feroz en la garganta de Dante.

      –¿Estás de broma?

      –No era realmente necesario que vinieras en persona. Habría bastado con avisar que habías recibido la noticia.

      –Bueno, pues aquí estoy.

      –Seguro que todo el edificio es consciente de ello ya. Vuelve mañana.

      –Eso no va a pasar y ambos lo sabemos. ¿Vas a dejarme entrar o quieres que tengamos esta discusión aquí? –Dante miró con desprecio a su alrededor antes de clavar en ella una mirada gélida–. Lo siento, no me he traído el megáfono, pero puedo llamar a algunos paparazis que conozco. ¿Eso es lo que quieres? Claro, compartamos la noticia… Ah, se me olvidaba que ya lo has hecho. Sería interesante saber a cuánta gente se lo has contado antes que a mí. Total, yo solo soy el padre.

      Beatrice apretó los labios ante tanto sarcasmo.

      –Baja la voz y no seas tan poco razonable.

      –¡Supongo que debo sentirme afortunado de que no me hayas enviado la noticia por mensaje!

      Aunque pensándolo bien, al recordar lo que había sentido al escuchar a su asistente diciéndole que iba a ser padre, tal vez hubiera sido mejor un mensaje.

      Beatrice corrió el pestillo de la puerta y se echó hacia atrás para dejarle pasar.

      –Intenté contactar contigo –aseguró ella cruzándose de brazos.

      –No lo intentaste demasiado.

      Ella apretó los labios.

      –Supongo que eso depende de tu definición de «demasiado». El número que tenía tuyo ya no existe. Aunque no sé para qué te cuento esto, porque seguramente fuiste tú quien le dijo a tu robótica asistente que no te pasara mis llamadas.

      –Es una asistente muy eficaz –protestó Dante.

      –Oh, no me cabe la menor duda de que solo repetía lo que le habían mandado. Supongo que fuiste tú quien le dijo que cualquier comunicación conmigo debía hacerse a partir de ahora a través de nuestros abogados.

      –Eso fue idea tuya –le recordó él.

      –Debería haber imaginado que la culpa era mía –sin previo aviso, se le agotaron las ganas de luchar y se quedó temblorosa, débil y con ganas de llorar.

      –¿Te encuentras bien?

      Beatrice logró reunir el suficiente coraje para lanzarle un gruñido.

      –Estoy embarazada, no enferma.

      –Entonces, ¿es verdad?

      –Obviamente, no. Me lo inventé.

      –Lo siento, ha sido una pregunta estúpida –murmuró poniéndole la mano en el codo–. Deberías sentarte.

      –Debería irme a la cama. Estaba en la cama –consciente de que le temblaban las rodillas y de que agradecía el apoyo de su mano, Beatrice señaló con la cabeza la puerta que tenía él detrás–.

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