Jane Eyre. Charlotte Bronte
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Lo siguiente que recuerdo es despertarme como si hubiera tenido una espantosa pesadilla y ver ante mí un terrible fulgor rojo, cruzado por gruesas barras negras. También oí voces, que hablaban con un sonido hueco, como amortiguado por el correr de aire o de agua. Mis facultades se hallaban confusas por la agitación, la incertidumbre y un sentido predominante de terror. Al poco rato, me di cuenta de que alguien me tocaba; ese alguien me levantó e incorporó con más ternura de la que nadie antes me hubiera mostrado. Apoyé la cabeza en una almohada o un brazo, y me sentí tranquila.
Cinco minutos más tarde se disolvió la nube de perplejidad: supe que me encontraba en mi propia cama, y que el fulgor rojo era la chimenea del cuarto de los niños. Era de noche, ardía una vela en la mesilla, Bessie estaba al pie de la cama con una palangana en la mano, y había un señor sentado en una silla cerca de la cabecera, inclinado sobre mí.
Sentí un alivio inenarrable, una sensación tranquilizadora de protección y seguridad, al saber que había en la habitación un extraño, una persona ajena a Gateshead y a la señora Reed. Dejé de mirar a Bessie, cuya presencia me era mucho menos odiosa que la de Abbot, por ejemplo, para escudriñar el rostro del caballero, al que conocía: era el señor Lloyd, el boticario, a quien la señora Reed tenía por costumbre llamar cuando las criadas estaban enfermas. Para ella misma y sus hijos, llamaba a un médico.
—Bien, ¿quién soy yo? —preguntó.
Pronuncié su nombre y le extendí la mano al mismo tiempo. La cogió y dijo, sonriendo: «Nos pondremos bien enseguida». Después me tumbó y, dirigiéndose a Bessie, le encargó que se ocupase de que no se me molestara durante la noche. Habiendo dado más instrucciones e insinuado que volvería al día siguiente, salió, muy a mi pesar. Me había sentido tan protegida y apoyada mientras estaba cerca de mi cama, que, al cerrar la puerta tras de sí, la habitación se oscureció y mi corazón flaqueó con el peso de una tristeza indecible.
—¿Cree usted que podrá dormir, señorita? —preguntó Bessie con un tono bastante dulce.
Apenas me atreví a contestarle, por si su tono se volviera áspero de nuevo.
—Lo intentaré.
—¿Quiere beber o comer algo?
—No, gracias, Bessie.
—Entonces creo que me iré a dormir, porque son más de las doce. Pero puede llamarme si quiere alguna cosa durante la noche.
¡Qué amabilidad más asombrosa! Me dio valor para hacerle una pregunta.
—Bessie, ¿qué me ocurre? ¿Estoy enferma?
—Supongo que se puso enferma de tanto llorar en el cuarto rojo. Pronto estará bien, sin duda.
Bessie entró en el cuarto de la doncella, que estaba cerca. Le oí decir:
—Sarah, ven a dormir conmigo al cuarto de los niños. Por nada del mundo quisiera estar a solas con esta pobre criatura esta noche: podría morir. Es tan extraño que haya tenido ese ataque: me pregunto si ha visto algo. La señora ha sido demasiado dura con ella.
Volvió con Sarah y se acostaron. Estuvieron susurrando entre sí durante media hora antes de dormirse. Oí fragmentos de su conversación, suficientes para enterarme de cuál era el tema principal.
—Algo se ha cruzado con ella, todo vestido de blanco, y luego se ha desvanecido… un gran perro negro detrás… tres fuertes toques en la puerta… una luz en el cementerio, encima de su tumba…, etc., etc.
Por fin se durmieron las dos. Se apagaron el fuego y la vela. Yo pasé la noche de espantosa vigilia. El terror dominaba todos mis sentidos, un terror que solamente los niños pueden sentir.
No me sobrevino ninguna enfermedad grave ni prolongada como consecuencia del incidente del cuarto rojo. Solo dio una sacudida a mis nervios, cuya secuela me acompaña hasta el presente. Ah, señora Reed, a usted le debo muchos sufrimientos mentales, pero debo perdonarla, porque no sabía lo que hacía. Al atormentar mi pobre corazón, usted creía que corregía mi predisposición al mal.
Al mediodía del día siguiente ya estaba levantada, vestida y sentada, envuelta en una manta, al lado de la chimenea del cuarto de los niños. Me sentía físicamente debilitada y deshecha, pero mi peor enfermedad era una indescriptible desdicha mental, una desdicha que me arrancaba lágrimas silenciosas. En cuanto me enjugaba una lágrima de mi mejilla, otra ocupaba su lugar. Sin embargo, pensé, tendría que estar contenta, porque ninguno de los Reed estaba ahí. Habían salido en el carruaje con su madre. También Abbot estaba cosiendo en otra habitación, y Bessie, al ir de aquí para allá guardando juguetes y arreglando cajones, de vez en cuando me dirigía palabras de una bondad inusitada. Este estado de cosas debía parecerme un paraíso de paz, acostumbrada como estaba a una vida de reproches incesantes y humillaciones ingratas, pero, de hecho, mis nervios atormentados estaban en tal estado que ninguna tranquilidad podía apaciguarlos, y ningún placer calmarlos.
Bessie había bajado a la cocina y subió con una tarta sobre un plato de porcelana de alegres colores, en el que había un ave del paraíso, envuelta en una guirnalda de convólvulos y rosas, que siempre había despertado en mí la más ferviente admiración. Muchas veces había pedido que me dejaran coger el plato en la mano para examinarlo mejor, pero hasta ahora se me había considerado indigna de semejante privilegio. Ahora este valioso recipiente fue colocado en mi regazo, y se me animó cordialmente a que comiese el redondel de delicado hojaldre que yacía sobre él. ¡Flaco favor! Llegaba demasiado tarde, como la mayoría de los favores ansiados y negados durante tanto tiempo. No podía comer la tarta, y el plumaje del pájaro y los colores de las flores parecían extrañamente desvanecidos. Guardé el plato y la tarta. Bessie preguntó si quería leer un libro; la palabra «libro» sirvió de estímulo transitorio, y le rogué que me trajera Los viajes de Gulliver de la biblioteca. Había leído este libro con deleite una y otra vez. Lo consideraba un relato de hechos verdaderos, y encontraba en él un hilo de interés más profundo que en los cuentos de hadas. En cuanto a los elfos, que había buscado infructuosamente entre las hojas y flores de la dedalera, debajo de las setas y tras la hiedra que tapaba recónditos huecos en los viejos muros, me había resignado a aceptar la triste verdad: todos habían dejado Inglaterra por algún país bárbaro con bosques más silvestres y frondosos y una población más escasa. Sin embargo, como consideraba que Lilliput y Brobdingnag eran lugares reales de este mundo, no me cabía duda de que algún día, tras un largo viaje, vería con mis propios ojos los campos, casas y árboles menudos, las personas diminutas, las minúsculas vacas, ovejas y pájaros de un reino, y el maizal, alto como un bosque, los mastines descomunales, los gatos monstruosos y los hombres y mujeres gigantescos del otro. No obstante, al recibir entre mis manos el apreciado volumen, al volver las hojas y buscar en las ilustraciones maravillosas el encanto que, hasta ahora, nunca habían dejado de proporcionarme, lo encontré todo inquietante y lúgubre. Los gigantes eran enjutos trasgos, los pigmeos, diablos maliciosos y terribles, Gulliver, un tristísimo vagabundo por regiones temibles y espantosas. Cerré el libro, ya que no me atrevía a leerlo más, y lo dejé en la mesa junto a la tarta sin tocar.
Como Bessie ya había terminado de limpiar y arreglar el cuarto y se había lavado las manos, abrió un cajón repleto de maravillosos retales de seda y raso y se puso a confeccionar un gorrito nuevo para la muñeca de Georgiana. Mientras tanto, canturreaba; esta era su canción:
En los días que íbamos errantes,
hace tanto tiempo.
Yo había oído la canción muchas veces y siempre me había encantado, porque Bessie tenía una voz dulce, o así me lo parecía a mí. Pero esta vez, aunque