Jane Eyre. Charlotte Bronte
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La señora Reed se recompuso enseguida, me sacudió violentamente, me dio de bofetones y se marchó sin decir palabra. En cambio, Bessie se ocupó de sermonearme durante una hora, diciéndome que era sin duda la niña más malvada y vil jamás criada en el seno de una familia. La creí a medias, porque en ese momento solo abrigaba en mi pecho malos sentimientos.
Pasaron noviembre, diciembre y la mitad de enero. La Navidad y el Año Nuevo se celebraron en Gateshead con la alegría acostumbrada: intercambiaron regalos, celebraron cenas y fiestas nocturnas. Por supuesto, yo era excluida de todas las diversiones. Mi parte de la diversión consistía en ver cómo acicalaban todos los días a Eliza y Georgiana, cómo bajaban estas al salón ataviadas con finos vestidos de muselina con fajines de color escarlata, peinadas con complicados tirabuzones; en oír cómo se tocaba el piano o el arpa, las idas y venidas del mayordomo y el lacayo, el tintineo de cristal y porcelana cuando se servía el refrigerio y el ronroneo de la conversación cada vez que se abrían las puertas del salón. Cuando me cansaba de esta distracción, me retiraba del descansillo de la escalera al silencioso y solitario cuarto de los niños, donde me sentía triste, pero no desconsolada. A decir verdad, no me apetecía en absoluto estar en compañía, ya que entre la gente solía pasar desapercibida. Si Bessie se hubiera mostrado amable y simpática, habría considerado un privilegio pasar las veladas tranquilamente con ella, y no bajo la mirada terrible de la señora Reed en una habitación repleta de damas y caballeros. Pero Bessie, en cuanto vestía a sus señoritas, se iba a las bulliciosas regiones de la cocina o al cuarto del ama de llaves, llevando la vela consigo. Me quedaba sentada con una muñeca en el regazo hasta que agonizaba el fuego, mirando de vez en cuando por encima del hombro para asegurarme de que no hubiera en el cuarto sombrío nada peor que yo misma, y, cuando no quedaban más que las brasas, me desnudaba deprisa, desatando lo mejor que podía los nudos y cintas de mi ropa, y me refugiaba del frío y la oscuridad en mi camita. Siempre llevaba conmigo mi muñeca; los seres humanos necesitamos algo para amar, y, a falta de objetos más merecedores de mi amor, procuraba hallar placer en el cariño hacia una figura fea y ajada como un espantapájaros. Recuerdo con perplejidad el absurdo amor que sentía por esa muñeca, casi imaginándome que tenía vida y sentimientos. No podía dormir sin tenerla envuelta en mi camisón, y, cuando la tenía ahí, sana y salva, era relativamente feliz por creerla feliz a ella.
Las horas se me hacían eternas mientras esperaba la partida de los invitados para oír los pasos de Bessie en la escalera. Algunas veces subía antes, para buscar el dedal o las tijeras, o para llevarme un pequeño tentempié: un bollo o una tarta de queso. Se sentaba en mi cama mientras comía, y cuando acababa, me remetía la ropa, me besaba dos veces y decía: «Buenas noches, señorita Jane». Cuando estaba así de cariñosa, Bessie me parecía la persona más guapa y amable del mundo, y deseaba con todo mi ser que estuviese siempre tan amable y que dejara de reñirme y castigarme sin motivos, cosa que a veces ocurría. Creo que Bessie Lee debió de ser una joven de grandes cualidades naturales, puesto que lo hacía todo con inteligencia, y tenía un gran don para contar historias, o, por lo menos, así la juzgaba yo, gracias a los cuentos que relataba. También era bonita, si no me falla la memoria. Recuerdo una mujer esbelta con el pelo negro, ojos oscuros, facciones agradables y cutis transparente; pero tenía un genio caprichoso y vivo, con una idea escasa de lo que era la justicia; pero, así y todo, no había en Gateshead Hall nadie a quien quisiera más.
Era el quince de enero, sobre las nueve de la mañana: Bessie había bajado a desayunar y mis primos aguardaban la llamada de su madre. Eliza se estaba poniendo el sombrero y el abrigo para salir a dar de comer a las gallinas, ocupación que era de su gusto, como lo era también vender los huevos al ama de llaves y guardarse el dinero así ganado. Tenía talento para el comercio, y una gran afición al ahorro, que demostraba no solo vendiendo huevos y pollos, sino también regateando con el jardinero para proporcionarle semillas, plantas e injertos. Este obedecía órdenes de la señora Reed de comprar a la señorita todo lo que quisiera venderle. Eliza hubiera vendido su propio cabello con tal de sacar beneficio. En cuanto al dinero, al principio lo guardaba en lugares diversos, envuelto en un trapo o un papel de papillotes, pero como una criada descubrió algunos de estos escondrijos y tenía miedo de quedarse sin su tesoro, consintió en confiarlo a su madre, al interés abusivo del cincuenta o sesenta por ciento, que recogía puntualmente cada trimestre, llevando las cuentas en una libreta con afanosa exactitud.
Georgiana se encontraba sentada en una banqueta delante del espejo, peinándose y adornando sus cabellos con flores artificiales y plumas descoloridas, encontradas, entre otros muchos tesoros, en un cajón del desván. Yo estaba haciendo mi cama, ya que Bessie me había ordenado terminar antes de que volviese (a menudo me utilizaba como una especie de doncella para ordenar el cuarto y quitar el polvo, y otras cosas). Después de estirar la colcha y doblar mi camisón, me acercaba a la repisa de la ventana para ordenar algunos cuentos y muebles de juguete que estaban desperdigados allí, cuando me detuvo una orden de Georgiana de no tocar sus cosas (las pequeñas sillas, espejos, platos y tazas eran de su propiedad). Luego, a falta de otra cosa que hacer, me puse a echar el aliento sobre las flores de escarcha de la ventana para despejar un sitio en la luna por donde mirar los jardines, donde todo estaba dormido y petrificado por la helada intensa.
Desde esta ventana se podía ver la casita del portero y la entrada de coches, y en cuanto hube limpiado un hueco en la escarcha lo bastante grande para mirar a su través, vi abrirse de golpe la puerta y entrar un carruaje. Lo observé con indiferencia mientras subía por la calzada de entrada; venían muchos coches a Gateshead, pero ninguno traía a nadie que a mí me interesase. Se detuvo en la puerta de la casa, sonó el timbre, y entró el recién llegado. Como todo aquello no me importaba, mi atención se fijó enseguida en el espectáculo más interesante de un petirrojo hambriento, que piaba entre las ramitas peladas de un cerezo clavado en la pared junto a la ventana. Las sobras de mi desayuno estaban aún en la mesa, así que desmenucé un panecillo y estaba forcejeando con la ventana para dejar las migas en el alféizar, cuando entró Bessie corriendo al cuarto de los niños.
—Señorita Jane, quítese el delantal. ¿Qué hace ahí? ¿Se ha lavado la cara y las manos esta mañana?
Pegué otro tirón a la ventana antes de contestar, porque quería asegurarme de que el pajarito tuviera su pan. La ventana cedió, eché las migas, cayendo algunas sobre el alféizar y otras sobre el cerezo. Luego cerré la ventana y respondí:
—No, Bessie. He terminado de quitar el polvo ahora mismo.
—¡Qué niña más pesada y descuidada! Y, ¿qué hace ahora? Está toda colorada como si hubiese estado tramando algo: ¿para qué quería abrir la ventana?
No tuve que molestarme en contestar, pues Bessie tenía demasiada prisa para oír mis explicaciones. Me llevó a la fuerza al lavabo, donde me restregó enérgicamente y muy deprisa la cara y las manos con agua y jabón. Me cepilló el cabello con fuerza, me quitó el delantal, me llevó apresuradamente a lo alto de la escalera y me ordenó que acudiera enseguida a la salita, donde me esperaban.
Le habría preguntado quién me esperaba, y si la señora Reed estaba allí, pero Bessie ya se había marchado, cerrando la puerta a sus espaldas. Bajé lentamente. Hacía casi tres meses que no me llamaba la señora Reed a su presencia, y, confinada durante tanto tiempo en el cuarto de los niños, tenía miedo ahora de invadir las terribles regiones del salón y el comedor.
Me quedé de pie en el desierto vestíbulo, con la puerta de la salita enfrente, temblando y acobardada. ¡Qué timorata me había vuelto en aquellos tiempos el miedo, nacido de los castigos injustos! Me daba miedo volver a subir las escaleras, y me daba miedo entrar en la salita. Estuve ahí dudando agitada durante diez minutos, pero debía entrar.
«¿Quién querrá verme a mí?» me pregunté, forcejeando con ambas manos con el duro picaporte, que se resistió unos segundos a mis esfuerzos. ¿A quién iba a ver además