Jane Eyre. Charlotte Bronte

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Jane Eyre - Charlotte Bronte

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severa que hacía las veces de capitel en lo alto de este pilar se asemejaba a una máscara tallada.

      La señora Reed estaba en su puesto acostumbrado junto a la chimenea. Me hizo señal de que me acercase, y así lo hice. Me presentó al pétreo forastero diciendo:

      —Esta es la niña de la que le he hablado.

      Él, porque era un hombre después de todo, volvió lentamente la cabeza hacia mí y, después de examinarme con ojos inquisitivos y brillantes bajo unas pobladas cejas, dijo con voz solemne y grave:

      —Es pequeña. ¿Cuántos años tiene?

      —Diez años.

      —¿Tantos? —respondió incrédulo, mientras seguía escudriñándome durante algunos minutos. Luego se dirigió a mí:

      —¿Cómo te llamas, niña?

      —Jane Eyre, señor.

      Al pronunciar estas palabras, alcé la vista: me pareció muy alto, pero yo era muy pequeña; tenía grandes facciones, tan duras y severas como todas las líneas de su cuerpo.

      —Dime, Jane Eyre, ¿eres buena?

      Me era imposible responderle afirmativamente; el mundillo que yo habitaba opinaba lo contrario, por lo que me quedé callada. La señora Reed respondió en mi lugar, sacudiendo la cabeza expresivamente y diciendo:

      —Cuanto menos se diga sobre ese asunto, mejor, señor Brocklehurst.

      —Siento mucho oír eso. Tenemos que hablar, ella y yo —y abandonando su postura perpendicular, se acomodó en un sillón enfrente de la señora Reed—. Acércate —me dijo.

      Crucé la alfombra, y me colocó justo delante de él. Ahora que lo tenía a mi altura, ¡qué cara tenía, con una gran nariz y una boca de enormes dientes!

      —No hay nada más triste que ver a un niño malo —dijo— y peor todavía, a una niña. ¿Sabes adónde van los niños malvados cuando mueren?

      —Van al infierno —fue mi respuesta rápida y ortodoxa.

      —Y ¿qué es el infierno? ¿Puedes decírmelo?

      —Un pozo lleno de fuego.

      —¿Te gustaría caer en ese pozo y arder para toda la eternidad?

      —No, señor.

      —¿Qué debes hacer para evitarlo?

      Pensé un momento y, cuando por fin contesté, mi respuesta fue algo menos ortodoxa:

      —Debo mantenerme sana y no morirme.

      —¿Cómo vas a mantenerte sana? Mueren niños más pequeños que tú todos los días. Hace un par de días, enterré a un niño de cinco años, un niño bueno, cuya alma estará en el cielo. Me temo que no se podría decir lo mismo de ti si te fueras a morir.

      Como no sabía despejar sus dudas al respecto, bajé los ojos y miré los dos grandes pies plantados sobre la alfombra. Suspiré, deseando estar muy lejos de allí.

      —Espero que haya salido del corazón ese suspiro y que te arrepientas de haberle causado molestias a tu bondadosa benefactora.

      «¡Benefactora, benefactora! —dije para mí—, todos la llaman mi benefactora. Pues, si es así, ¡vaya cosa desagradable que es una benefactora!».

      —¿Rezas tus oraciones por la mañana y por la noche? —prosiguió mi interlocutor.

      —Sí, señor.

      —¿Y lees la Biblia?

      —A veces.

      —¿Disfrutas de ello?

      —Me gustan el Apocalipsis y el libro de Daniel, el Génesis y el de Samuel, y parte del Éxodo, y algunos trozos del de los Reyes, las Crónicas, Job y Jonás.

      —¿Y los Salmos? Espero que también te agraden.

      —No, señor.

      —¿No? ¡Qué escándalo! Tengo un niño más pequeño que tú que se sabe de memoria seis Salmos, y cuando se le pregunta qué prefiere, si una galletilla de jengibre para comer o un Salmo para memorizar, dice: «¡El Salmo! Los ángeles cantan Salmos y yo quisiera ser un angelito aquí en la tierra», y le damos dos galletas para premiar su devoción infantil.

      —Los Salmos no son interesantes —comenté.

      —Eso demuestra que tienes mal corazón, y debes rezar para que Dios lo cambie y te dé uno puro, que te cambie el corazón de piedra por otro de carne.

      Estaba a punto de preguntarle cómo se iba a llevar a cabo esta operación de cambio de corazón, cuando interrumpió la señora Reed diciéndome que me sentara, antes de reemprender ella misma la conversación.

      —Señor Brocklehurst, creo que insinué en la carta que le escribí hace tres semanas que esta niña carece del carácter y la naturaleza que desearía que tuviese. Si la quisiera admitir usted en la escuela Lowood, agradecería que la vigilaran de cerca la directora y las profesoras, para corregir su peor defecto: una tendencia a la mentira. Menciono este hecho en tu presencia, Jane, para que no intentes abusar de la confianza del señor Brocklehurst.

      Con razón temía y odiaba a la señora Reed, ya que gustaba de herirme de forma cruel. Nunca fui feliz en su presencia; por mucho que me esforzara por obedecerle y agradarle, rechazaba siempre mis esfuerzos y me pagaba con sentencias como esta. Al pronunciarla ante un extraño, su acusación me llegó al corazón. Percibí veladamente que conseguía eliminar toda esperanza de la nueva fase de mi vida, que iba a empezar por deseo de ella. Aunque no hubiera sabido expresar el sentimiento con palabras, sentí que sembraba la aversión y la crueldad en mi camino futuro, y me vi transformada, ante los ojos del señor Brocklehurst, en una niña astuta y maliciosa, pero ¿qué podía yo hacer para remediar esta impresión?

      «Nada puedo hacer», pensé, mientras luchaba por suprimir un sollozo y enjugaba algunas lágrimas, testimonio impotente de mi angustia.

      —La mentira es realmente un defecto odioso en un niño —dijo el señor Brocklehurst—, se aproxima a la falsedad, y todos los mentirosos tendrán su lugar en el fuego y el azufre del infierno. Sin embargo, se la vigilará, señora Reed. Hablaré con la señorita Temple y las profesoras.

      —Me gustaría que se la educara de acuerdo con sus expectativas —prosiguió mi benefactora—, para que sea útil y se mantenga humilde. En cuanto a las vacaciones: con su permiso, las pasará en Lowood.

      —Encuentro muy juiciosas sus decisiones, señora —respondió el señor Brocklehurst—. La humildad es una virtud cristiana, especialmente oportuna para las alumnas de Lowood. Por lo tanto, doy instrucciones para que sea cultivada con gran esmero. He estudiado la mejor manera de subyugar sus tendencias mundanas hacia el orgullo, y el otro día tuve una agradable prueba de mi éxito. Mi segunda hija, Augusta, fue a visitar la escuela con su madre, y a su vuelta exclamó: «Vaya, papá, ¡qué discretas y modestas son todas las chicas de Lowood, con su cabello recogido y sus largos delantales con las faltriqueras de hilo colgando, casi parecen las hijas de gente pobre!». «Miraron mi vestido

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