Jane Eyre. Charlotte Bronte
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—¡Formad clases!
A continuación, hubo un gran tumulto que se prolongó unos minutos, durante el cual exclamó varias veces la señorita Miller «¡Silencio!» y «¡Orden!». Cuando se calmaron, las vi a todas formadas en cuatro semicírculos, delante de cuatro sillas en las cuatro mesas. Cada una tenía en la mano un libro, y, en cada mesa, ante la silla vacía, había un gran libro, como una Biblia. Siguió una pausa de varios segundos, inundada por un débil murmullo indistinto de números. La señorita Miller fue de clase en clase acallando este sonido indefinido.
A lo lejos se oyó el tintineo de una campana y entraron tres señoras, que se dirigieron a las mesas y se sentaron. La señorita Miller se sentó en la cuarta silla vacía, la más cercana a la puerta, ocupada por las niñas más pequeñas. A esta clase inferior fui llamada y colocada en el último lugar.
Ahora empezó el trabajo en serio: se repitió la oración del día y se recitaron algunos textos de la Sagrada Escritura, y a esto siguió una lectura prolija de capítulos de la Biblia, que duró una hora. Para cuando se hubo completado este ejercicio, había amanecido del todo. La campana infatigable sonó por cuarta vez; las clases se formaron, y marchamos a desayunar a otra habitación. ¡Qué contenta me sentía ante la idea de comer algo! Estaba casi enferma de hambre, ya que había comido tan poco el día anterior.
El refectorio era una habitación enorme y tenebrosa de techo bajo, y, sobre dos largas mesas, humeaban grandes fuentes de algo caliente, que, sin embargo, y con mucha congoja por mi parte, despedía un olor muy poco apetecible. Presencié una manifestación colectiva de disgusto cuando llegaron los vapores de la colación al olfato de las destinatarias. Desde las filas más avanzadas, las muchachas altas de la primera clase, se elevó el susurro:
—¡Repugnante! ¡La avena está quemada otra vez!
—¡Silencio! —ordenó una voz, no la de la señorita Miller, sino de una de las profesoras principales, una figura pequeña y morena, elegantemente vestida, pero de aspecto algo malhumorado, que se instaló en la cabecera de una mesa, mientras que una señora más robusta presidía otra. Busqué inútilmente a la que había visto la noche anterior, pero no se la veía. La señorita Miller ocupaba el otro extremo de la mesa en la que yo me había sentado, y una extraña señora mayor de aspecto extranjero, la profesora de francés, como supe más adelante, se sentó en el lugar correspondiente de la otra mesa. Bendijimos la mesa con una larga oración y cantamos un himno; una criada trajo té para las profesoras y empezó la comida.
Famélica y algo desmayada, devoré una cucharada o dos de mi ración sin pensar en el sabor, pero una vez aplacada el hambre más acuciante, me di cuenta de que tenía delante un rancho nauseabundo, pues la avena quemada es casi tan mala como las patatas podridas: ni la misma inanición la hace tragable. Las cucharas se movieron con lentitud, y vi cómo cada muchacha probaba la comida e intentaba tragarla, pero, en la mayoría de los casos, desistieron enseguida. Se había acabado el desayuno y nadie había desayunado. Dimos las gracias al Señor por lo que no habíamos recibido, cantamos otro himno y salimos del refectorio hacia el aula. Yo estaba entre las últimas en salir y, al pasar por las mesas, vi a una de las profesoras coger una fuente de la sopa y probarla; luego miró a las demás y todos los rostros mostraban descontento, y una de ellas, la corpulenta, susurró:
—¡Qué mejunje más abominable! ¡Qué vergüenza!
Durante el cuarto de hora que pasó antes de reanudar las clases, hubo un gran barullo en el aula. En este espacio de tiempo, parecía permitirse hablar en voz alta con toda libertad, y se aprovecharon las muchachas de este privilegio. Toda la conversación versó sobre el desayuno, vilipendiado por todas por igual. ¡Pobres criaturas! Era su único consuelo. La señorita Miller era la única profesora presente en el aula y estaba rodeada de un grupo de chicas mayores, que hablaban con gesto grave y hosco. Oí a algunos labios pronunciar el nombre del señor Brocklehurst, lo que provocó que la señorita Miller moviera la cabeza con desaprobación. Sin embargo, no se esforzó mucho por frenar la ira de todas, ya que seguramente la compartía.
Un reloj dio las nueve y la señorita Miller salió del círculo que la rodeaba para ponerse en el centro de la habitación, donde gritó:
—¡Silencio! ¡A vuestros sitios!
Se impuso la disciplina. A los cinco minutos, el alboroto confuso se convirtió en orden, y un silencio relativo tomó el lugar del clamor de voces. Las profesoras principales tomaron sus puestos puntualmente, pero aún había una sensación de espera. Distribuidas en bancos en los lados de la habitación, inmóviles y erguidas, estaban las ochenta muchachas. Formaban un grupo singular, con su cabello retirado de las caras, sin un rizo a la vista, sus vestidos marrones cerrados hasta el cuello, rodeado de una estrecha pañoleta, sus faltriqueras de hilo (parecidas a las bolsas de los escoceses) atadas delante de sus vestidos, haciendo las veces de costureros, sus medias de lana y zapatos rústicos abrochados con hebillas de latón. Más de veinte de las así vestidas eran muchachas crecidas, o, mejor dicho, mujeres, y no les sentaba bien el uniforme, que hacía que incluso las más guapas tuviesen un aspecto extraño.
Yo aún las observaba a ellas, y a intervalos a las profesoras, ninguna de las cuales me agradaba del todo, pues la corpulenta era un poco basta, la pequeña bastante torva, la extranjera severa y grotesca, y la pobre señorita Miller colorada y curtida, y agotada por el exceso de trabajo, cuando, en el momento que pasaba mis ojos de un rostro a otro, se levantaron todas simultáneamente, como accionadas por un mismo muelle.
¿Qué ocurría? Como no había oído ninguna orden, estaba desconcertada. Antes de recuperarme, se sentaron de nuevo y como vi que todos los ojos se dirigían a un mismo punto, miré también hacia allí y vi a la persona que me había recibido la noche anterior. Estaba de pie al fondo de la larga habitación, junto a una de las chimeneas que ardían en los dos extremos, examinando gravemente, en silencio, las dos filas de muchachas. La señorita Miller se acercó a ella, pareció hacerle una pregunta y, tras recibir la respuesta, regresó a su sitio y dijo en voz alta:
—Supervisora de la primera clase, ve por los globos terráqueos.
Mientras se acataba su orden, la señora consultada por la señorita Miller caminó lentamente por la habitación. Supongo que debo de estar dotada de una gran capacidad de veneración, pues aún recuerdo la sensación de admiración con la que seguí sus pasos. Vista a plena luz del día, era alta, rubia y de formas armoniosas; los ojos oscuros, de mirada benévola, rodeados de largas pestañas, aliviaban la palidez de su amplia frente; su cabello castaño oscuro estaba recogido en rizos abiertos en las sienes, según la moda de aquel entonces, en que no se estilaban ni bandas lisas ni tirabuzones largos; su vestido, también de la moda de la época, era de paño morado, adornado con una especie de remate español de terciopelo negro; en su cintura brillaba un reloj de oro (los relojes eran menos corrientes entonces que ahora). Para completar el cuadro, que el lector añada facciones refinadas, un cutis pálido y transparente y un porte elegante, y así se hará la idea más fiel del aspecto de la señorita Temple que las palabras puedan dar. Después supe que su nombre de pila era Maria, pues lo vi escrito en un devocionario que me dejaron para ir a la iglesia.