Tiempo pasado. Lee Child
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TIEMPO PASADO
Lee Child
Traducción de Aldo Giacometti
In memoriam
John Reginald Grant, 1924-2016
Norman Steven Shiren, 1925-2017
Audrey Grant, 1926-2017
Uno
Jack Reacher tomó el último sol del verano en una ciudad pequeña en la costa de Maine y después, como las aves arriba en el cielo, empezó su larga migración hacia el sur. Pero no siguiendo la costa, pensó. No como los turpiales y los azulejos y los mosqueros y las reinitas y los colibríes de garganta roja. En vez de eso se decidió por una ruta diagonal, sur y oeste, desde el ángulo superior derecho del país hasta el rincón de abajo a la izquierda, quizás pasando por Syracuse, y Cincinnati, y Saint Louis, y Oklahoma City, y Albuquerque, y todo recto hasta San Diego. Que para alguien del Ejército como Reacher estaba un poco llena de gente de la Marina, pero que era más allá de eso un buen lugar para empezar el invierno.
Iba a ser un viaje épico, y uno que hacía años no hacía.
Tenía muchas ganas de emprender ese viaje.
No llegó lejos.
Caminó alejándose de la costa dos kilómetros más o menos y llegó hasta una carretera del condado y sacó su dedo pulgar. Era un hombre alto, apenas algo menos de dos metros con zapatos, de constitución maciza, todo hueso y músculos, no particularmente agraciado, nunca muy bien vestido, por lo general un poco despeinado. No una propuesta terriblemente atractiva. Como siempre la mayoría de los conductores disminuían la velocidad y echaban un vistazo y seguían de largo. El primer coche preparado para arriesgarse a recogerlo llegó después de cuarenta minutos. Era un Subaru familiar de hacía un año, conducido por un tipo de mediana edad, delgado, con pantalones chinos y una camisa caqui nueva. Lo viste su esposa, pensó Reacher. El tipo tenía anillo de boda. Pero debajo de las buenas telas había un cuerpo de trabajador. Un cuello ancho y nudillos grandes y rojos. El un tanto sorprendido y algo reticente jefe de algo, pensó Reacher. El tipo de persona que empieza haciendo agujeros para clavar postes y termina teniendo una empresa de vallados.
Lo que resultó ser una buena suposición. En la primera conversación quedó demostrado que el tipo había empezado con nada a su nombre más allá del martillo de su padre, y había terminado siendo el propietario de una empresa de construcción, responsable de cuarenta empleados, y de las esperanzas y sueños de una buena cantidad de clientes. Terminó su historia con un pequeño gesto facial, en parte modestia yanqui, en parte genuina perplejidad. Como diciendo: ¿cómo pasó eso? Atención al detalle, pensó Reacher. Este era un tipo muy organizado, lleno de nociones y curas y máximas y convicciones de hierro, una de las cuales era que al final del verano era mejor mantenerse alejado tanto de la Ruta Uno como de la I-95, y de hecho salir sin más de Maine tan rápido como fuera posible, lo que quería decir en poco tiempo y por un camino alternativo, por la Ruta Dos, directo al oeste hacia New Hampshire. Hasta un lugar justo al sur de Berlín, donde el tipo conocía un montón de rutas secundarias que lo llevarían hasta Boston más rápido que cualquier otro camino. Que era hacia donde el tipo estaba yendo, para una reunión por unas encimeras de mármol. Reacher estaba contento. Nada en contra respecto a Boston como lugar de partida. Nada de nada. Desde ahí era un tramo recto hasta Syracuse. Después de lo cual Cincinnati era fácil, vía Rochester y Buffalo y Cleveland. Quizás incluso vía Akron, Ohio. Reacher había estado en lugares peores. Mayormente de servicio.
No llegaron a Boston.
El tipo recibió una llamada al móvil, después de cincuenta y pico minutos yendo hacia el sur por las ya mencionadas carreteras secundarias. Que eran exactamente como se las promocionaba. Reacher tuvo que admitir que el plan del tipo era consistente. No había nada de tráfico. Ningún embotellamiento, ningún retraso. Avanzaban con ahínco, a cien kilómetros por hora, sin ningún problema. Hasta que sonó el teléfono. Estaba conectado a la radio del coche, y apareció un nombre en la pantalla de navegación, con una foto muy pequeña como ayuda visual, en este caso de un hombre con la cara roja, un casco de seguridad en la cabeza y un sujetapapeles en la mano. Cierto tipo de encargado en alguna obra. El tipo al volante tocó un botón y el sonido del teléfono llenó el coche, desde todos los altavoces, como sonido envolvente.
El tipo al volante le habló al salpicadero del parabrisas y dijo:
—Mejor que sean buenas noticias.
No lo eran. Era algo relacionado con un inspector de obras de la municipalidad y el conducto de metal dentro de la chimenea de un hogar en un recibidor, que estaba correctamente aislada, tal como decía el código, salvo que no se lo podía demostrar de manera visual sin tirar abajo la mampostería, que a esa altura ya era de tres pisos, casi terminada, con los albañiles ya contratados para un trabajo nuevo la semana siguiente, o sin arrancar la carpintería a medida de madera de nogal en el comedor del otro lado de la chimenea, o la carpintería del armario de arriba, que era palisandro y más complicado aún, pero el inspector estaba obcecado con eso y necesitaba verlo él mismo.
El tipo al volante le dirigió una mirada rápida a Reacher y dijo:
—¿Qué inspector es?
El tipo en el teléfono dijo:
—El nuevo.
—¿Sabe que va a recibir un pavo por el Día de Acción de Gracias?
—Le dije que aquí estamos todos del mismo lado.
El tipo al volante le volvió a dirigir una mirada rápida a Reacher, como buscando autorización, o pidiendo disculpas, o ambas cosas, y después volvió a mirar hacia el frente y dijo:
—¿Le ofreciste dinero?
—Quinientos. No los quiso.
Entonces se perdió la señal de móvil. El sonido empezó a salir entrecortado, como un robot ahogándose en una piscina, y después quedó mudo. La pantalla decía que estaba buscando.
El coche siguió avanzando.
Reacher dijo:
—¿Por qué alguien querría una chimenea en un recibidor?
—Es acogedor como bienvenida —dijo el tipo al volante.
—Yo creo que históricamente estaba diseñado para repeler. Era defensivo. Como la fogata ardiendo en la entrada de la caverna. Estaba pensado para mantener alejados a los depredadores.
—Tengo que volver —dijo el tipo—. Lo siento.
Disminuyó la velocidad y frenó en la gravilla. Solo, en las carreteras secundarias. Ningún otro coche. La pantalla decía que todavía estaba buscando señal.
—Voy a tener que dejarte aquí —dijo el tipo—. ¿Está bien?
—No hay problema —dijo Reacher—. Me llevaste parte del recorrido. Te lo agradezco mucho.
—No hay de qué.
—¿De quién es el armario de palisandro?
—De