Tiempo pasado. Lee Child
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Entonces más adelante a la derecha vio la entrada a un camino estrecho. La vena como de telaraña, puntual. Pero más como un túnel que un camino. Estaba oscuro adentro. Los árboles se cerraban arriba. En la entrada sobre un poste torcido por las heladas había un cartel, que tenía atornilladas unas letras de plástico ornamentadas, y una flecha que apuntaba hacia el túnel. Las letras formaban la palabra “Motel”.
—¿Deberíamos? —preguntó ella.
Respondió el coche. La aguja de la temperatura estaba clavada en el tope. Shorty podía sentir el calor en las espinillas. Todo lo que estaba por debajo del capot se estaba asando. Por un segundo se preguntó qué podría pasar si en cambio seguían de largo. La gente hablaba de motores que explotaban y se derretían. Que eran formas de hablar, por supuesto. No iba a haber charcos de metal derretido. No iba a explotar nada. Simplemente se iba a morir, de manera pacífica. O se iba a parar. Iba a seguir rodando amablemente hasta detenerse.
Pero en el medio de la nada, sin ningún tipo de tráfico y sin señal de móvil.
—No tenemos opción —dijo, y frenó y siguió y dobló hacia el túnel. De cerca vieron que las letras de plástico del letrero habían sido pintadas de dorado, con pincel fino y mano firme, como una promesa, como si el motel fuera un lugar de categoría. Había un segundo letrero, idéntico, que miraba hacia los conductores que venían del otro lado.
—¿Vale? —dijo Shorty.
El aire se sentía frío en el túnel. Fácil quince grados menos que en la carretera principal. Las hojas caídas del otoño anterior y el barro del invierno anterior estaban todos apisonados en los costados.
—¿Vale? —volvió a preguntar Shorty.
Pasaron por encima de un cable que cruzaba el camino de lado a lado. Una cosa gruesa de goma, no mucho más pequeña que una manguera de jardín. Como las que tenían en las estaciones de servicio, para hacer sonar un timbre adentro, para que el empleado salga a ayudarte.
Patty no respondió.
—¿Cuán malo puede ser? —dijo Shorty—. Figura en el mapa.
—El camino está marcado.
—El letrero era bonito.
—Sí —dijo Patty—. Coincido.
Siguieron conduciendo.
Dos
Los árboles enfriaron y refrescaron el aire, por lo que Reacher se sintió a gusto manteniendo un ritmo constante de seis kilómetros por hora, que para su largo de piernas eran exactamente ochenta y ocho pulsaciones por minuto, que era exactamente el tempo de una buena cantidad de la mejor música, por lo que era un tiempo que se pasaba de manera agradable. Hizo treinta minutos, tres kilómetros, siete temas clásicos en su cabeza, y entonces escuchó detrás de sí sonidos verdaderos, y se dio vuelta y vio que una vieja pick-up se acercaba hacia él moviéndose de un lado para el otro, como si cada una de las ruedas quisiera ir en una dirección distinta.
Reacher le hizo señas con el pulgar.
La camioneta se detuvo. Un tipo viejo con una barba larga y blanca se estiró adentro hacia el costado y bajó la ventanilla del pasajero.
—Voy a Laconia —dijo.
—Yo también —dijo Reacher.
—Vale.
Reacher se subió, y volvió a levantar la ventanilla. El viejo arrancó y recuperó la tambaleante marcha.
—Supongo que esta es la parte en la que me dice que necesito neumáticos nuevos —dijo.
—Es una posibilidad —dijo Reacher.
—Pero a mi edad intento evitar gastar grandes sumas de capital. ¿Para qué invertir en el futuro? ¿Tengo algún futuro?
—Ese argumento es más circular que sus neumáticos.
—De hecho el chasis está torcido. Tuve un choque.
—¿Cuándo?
—Hace cerca de veintitrés años.
—Entonces esto ahora es normal para usted.
—Me mantiene despierto.
—¿Cómo sabe hacia dónde tiene que dirigir el volante?
—Te acostumbras. Como navegar a vela. ¿Por qué va a Laconia?
—Pasaba por aquí —dijo Reacher—. Mi padre nació ahí. Quiero verla.
—¿Cuál es su apellido?
—Reacher.
El tipo viejo negó con la cabeza. Y dijo:
—Nunca conocí a nadie en Laconia que se llamara Reacher.
La razón de la bifurcación previa en forma de Y en la carretera resultó ser un lago, lo suficientemente ancho como para hacer que los conductores norte-sur tuvieran que elegir un lado, orilla derecha y orilla izquierda. Reacher y el viejo se zarandearon y se sacudieron a lo largo de la orilla derecha, lo que era mecánicamente estresante, pero visualmente bello, porque la vista era deslumbrante y el sol estaba a menos de una hora de ponerse. Después vino Laconia misma. Era un lugar más grande de lo que Reacher esperaba. Quince o veinte mil personas. Una capital de condado. Sólida y próspera. Había edificios de ladrillo y prolijas calles antiguas. El sol bajo y rojo hacía parecer que estaban en una vieja película.
La zarandeante pick-up se tambaleó hasta quedar detenida en una esquina céntrica. El viejo dijo:
—Laconia.
—¿Cuánto cambió? —dijo Reacher.
—Por aquí, no mucho.
—Crecí pensando que era más pequeña.
—La mayoría de las personas recuerdan que las cosas eran más grandes.
Reacher le agradeció al tipo el viaje, y se bajó, y vio cómo la camioneta se alejaba chirriando, cada neumático insistiendo en que los otros tres estaban equivocados. Después se dio la vuelta y caminó unas manzanas al azar, dándose una idea de qué podía haber dónde, en particular dos destinos específicos para empezar con la búsqueda al día siguiente, y dos para atención inmediata esa misma tarde, el primero un lugar para comer, y el segundo un lugar para dormir.
Ambas