Tiempo pasado. Lee Child

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Tiempo pasado - Lee Child Jack Reacher

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sentido común por las que debería instalar una caja fuerte de pared. Porque este es un tipo que quiere una caja fuerte de pared. Quizás todavía no lo sabe, pero un tipo que quiere una chimenea en el recibidor quiere una caja fuerte de pared en el armario del dormitorio. No cabe duda. La naturaleza humana. Vas a sacar algo. Le puedes cobrar a él el tiempo que lleva hacer el agujero.

      —¿Estás en el negocio?

      —Fui policía militar.

      —Mmh —dijo el tipo.

      Reacher abrió la puerta y bajó, y volvió a cerrar la puerta, y se alejó caminando lo suficiente como para darle espacio al tipo para que diera la vuelta con el Subaru, de arcén de grava a arcén de grava, todo a lo ancho de la carretera, y después se volviera a ir por donde había venido. Todo lo cual el tipo hizo, con un breve gesto que Reacher tomó como un apenado ademán de buena suerte. Después se volvió cada vez más y más pequeño en la distancia, y Reacher se dio vuelta y siguió caminando, al sur, hacia donde se dirigía. Donde fuera le gustaba mantener el impulso. La carretera en la que estaba era de dos carriles, lo suficientemente ancha, bien mantenida, con curvas aquí y allá, con un poco de subidas y bajadas. Pero ningún problema para un coche moderno. El Subaru había estado yendo a cien. Igual no había tráfico. De ningún tipo. No venía nada, de ninguno de los dos lados. Silencio total. Solo un suspiro de viento en los árboles, y el tenue zumbido del calor que subía del asfalto.

      Reacher siguió caminando.

      Tres kilómetros más adelante la carretera por la que iba se desviaba un poco hacia la izquierda, y una nueva carretera de igual tamaño y aspecto se abría hacia la derecha. No exactamente una curva. Más como una elección equitativa. Un cruce clásico en forma de Y. Mover apenas el volante a la izquierda, o mover apenas el volante a la derecha. Tu decisión. Ambas opciones se perdían de vista entre árboles que de tan imponentes en algunos lugares formaban un túnel.

      Había un cartel.

      Una flecha inclinada hacia la izquierda decía “Portsmouth”, y una flecha inclinada hacia la derecha decía “Laconia”. Pero la opción de la derecha estaba escrita en letra más pequeña, y tenía una flecha más pequeña, como si Laconia fuera menos importante que Portsmouth. Un mero desvío, a pesar de que la ruta era del mismo tamaño.

      Laconia, New Hampshire.

      Un nombre que Reacher conocía. Lo había visto en históricos papeles familiares de todo tipo, y lo había oído mencionar de vez en cuando. Era el lugar de nacimiento de su difunto padre, y donde había sido criado, hasta que a los diecisiete años se escapó para unirse a los Marines. Esa era la vaga leyenda familiar. De qué había escapado no había sido especificado. Pero nunca regresó. Ni una vez. Reacher mismo había nacido más de quince años después, momento para el cual Laconia ya era un detalle muerto del pasado lejano, tan remoto como el Territorio de Dakota, donde se decía que algún ancestro anterior había trabajado y vivido. Nadie de la familia fue nunca a ninguno de los dos lugares. Ninguna visita. Los abuelos murieron jóvenes y rara vez se los mencionaba. Aparentemente no había tías o tíos o primos o ninguna otra clase de parientes lejanos. Lo que era estadísticamente poco probable, y sugería algún tipo de ruptura. Pero nadie más allá de su padre tenía alguna información verdadera, y nadie nunca hizo un verdadero intento para que él les diera alguna información. Ciertas cosas no se hablaban en las familias marines. Mucho después como capitán del Ejército a Joe, el hermano de Reacher, lo destinaron al norte y dijo algo acerca de quizás intentar encontrar la vieja casa familiar, pero nunca salió nada de eso. Probablemente Reacher mismo había dicho algo así, de vez en cuando. Tampoco había estado nunca allí.

      Izquierda o derecha. Su decisión.

      Portsmouth era mejor. Tenía autopistas y tráfico y autobuses. Era un tramo recto hasta Boston. San Diego reclamaba. El noreste estaba a punto de ponerse frío.

      ¿Pero qué importaba un día más?

      Se dirigió a la derecha, y eligió la bifurcación en la carretera que llevaba a Laconia.

      En ese mismo momento del final de la tarde, a casi cincuenta kilómetros de distancia, yendo hacia el sur por otra carretera secundaria iba un Honda Civic en no muy buen estado, conducido por un hombre de veinticinco años llamado Shorty Fleck. Al lado de él en el asiento del acompañante iba una mujer de veinticinco años llamada Patty Sundstrom. Eran novio y novia, ambos nacidos y criados en Saint Leonard, que era un pequeño y distante pueblo en New Brunswick, Canadá. No pasaba mucho allí. La noticia más importante en la memoria reciente del pueblo era de hacía diez años, cuando un camión que transportaba doce millones de abejas volcó en una curva. El periódico local informó con orgullo que el accidente era el primero de esas características en New Brunswick. Patty trabajaba en un aserradero. Era la nieta de un tipo de Minnesota que se había escabullido hacia el norte cincuenta años atrás, para evitar ir a Vietnam. Shorty tenía unas tierras en las que producía patatas. Su familia había vivido en Canadá desde siempre. Y él no era particularmente bajito. Quizás en algún momento lo había sido, de niño. Pero ahora él suponía que era lo que cualquier persona que lo viese llamaría un tipo promedio.

      Estaban tratando de ir sin ninguna parada de Saint Leonard a Nueva York. Lo que se lo mirase como se lo mirase era un viaje duro. Pero ellos veían una gran ventaja en hacerlo. Tenían algo para vender en la ciudad, y ahorrarse una noche en un hotel iba a maximizar la ganancia. Habían planeado la ruta, haciendo una vuelta hacia el oeste pare evitar a los veraneantes que desde las playas se dirigían a sus hogares, usando las carreteras secundarias, el dedo aplastado de Patty en el mapa, su mirada recorriendo el horizonte en busca de curvas y carteles. Lo habían medido en el papel, y supusieron que era algo viable.

      Salvo que habían salido más tarde de lo que les habría gustado, debido un poco a la desorganización general, pero en mayor medida a que a la envejecida batería del Honda no le gustaban las recientemente frescas temperaturas otoñales que soplaban desde la Isla del Príncipe Eduardo. El retraso los dejó en una larga fila en la frontera de Estados Unidos, y después el Honda empezó a recalentarse, y necesitó que se lo tratara con cuidado por debajo de los ochenta kilómetros por hora durante un rato largo.

      Estaban cansados.

      Y hambrientos, y sedientos, y con ganas de ir al baño, e iban retrasados, y por detrás de lo planificado. Y frustrados. El Honda estaba recalentándose otra vez. La aguja estaba rozando lo rojo. Había como un chirrido debajo del capot. Quizás faltaba aceite. No había manera de saberlo. Todas las luces del tablero habían estado encendidas continuamente durante los últimos dos años y medio.

      —¿Qué hay más adelante? —preguntó Shorty.

      —Nada —dijo Patty.

      Su dedo estaba sobre una zigzagueante línea roja, con la indicación de un número de tres dígitos, y a la que se la veía correr de norte a sur a través de una forma dentada sombreada verde pálido. Un área forestal. Que coincidía con lo que estaba afuera de la ventana. Los árboles se amontonaban, quietos y oscuros, cargados con las pesadas hojas del final del verano. El mapa mostraba aquí y allá diminutas líneas rojas como de telaraña, como las venas en la pierna de una señora vieja, que eran presumiblemente todos caminos hacia algún lugar, pero ninguno grande. Ninguno con probabilidades de tener un mecánico o un taller o agua para el radiador. La mejor opción estaba a unos treinta minutos, por unos caminos al este del sur, un pueblo con su nombre impreso no tan pequeño y en seminegrita, lo que quería decir que tenía que haber al menos una estación de servicio. Se llamaba Laconia.

      —¿Podemos hacer treinta kilómetros más? —dijo ella.

      Ahora la aguja

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