Tiempo pasado. Lee Child
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El tipo sonrió con otro tipo de sonrisa, una modesta pero dominante sonrisa estilo “amo del universo junior”, y dijo:
—Entonces supongo que podemos echarle un vistazo. Suena como si estuviera bajo de líquido refrigerante, y bajo de aceite. Que son dos cosas fáciles de arreglar, a no ser que algo esté perdiendo. Eso dependería de qué repuestos se necesiten. Quizás podemos adaptar alguna cosa. De no ser así, como tú dijiste, conocemos algunos buenos mecánicos. En cualquiera de los dos casos, no hay nada que hacer hasta que no se enfríe del todo. Aparcadlo fuera de vuestra habitación durante la noche, y mañana por la mañana lo primero que haremos será revisarlo.
—¿Exactamente a qué hora? —preguntó Patty, pensando en lo atrasados que estaban, pero también pensando en caballos regalados y dientes.
El tipo dijo:
—Aquí todos nos levantamos con el sol.
Ella dijo:
—¿Cuánto cuesta la habitación?
—Después del Día del Trabajo, antes de que lleguen los amantes del otoño, digamos cincuenta dólares.
—Vale —dijo ella, aunque no realmente, pero estaba otra vez pensando en caballos regalados, y en lo que había dicho Shorty, que era esto o nada.
—Os daremos la habitación diez —dijo el tipo—. Hasta ahora es la primera que renovamos. De hecho la acabamos de terminar. Vais a ser los primeros huéspedes. Esperamos que nos hagáis el honor.
Tres
Reacher se despertó un minuto pasadas las tres de la mañana. Todos los clichés: despierto de golpe, instantáneamente, como apretando un botón. No se movió. Ni siquiera tensionó brazos y piernas. Simplemente se quedó ahí, mirando la oscuridad, escuchando atento, concentrándose al cien por cien. No una reacción adquirida. Un instinto primitivo, preparado por la evolución al fondo, en la parte de atrás de su cerebro. Una vez había estado en California del Sur, bien dormido con las ventanas abiertas una noche hermosa, y se había despertado de golpe, instantáneamente, como apretando un botón, porque en su sueño había olido un hilo de humo. No humo de cigarrillo o un edificio en llamas, sino la ladera de una colina incendiada a sesenta kilómetros de distancia. Un olor prehistórico. Como un incendio fuera de control avanzando a toda velocidad por una antigua sabana. Al que sus ancestros le ganaban dependiendo de quién se levantara más rápido y saliera antes. Enjuagar y repetir, durante cientos de generaciones.
Pero no había humo. No un minuto pasadas las tres de esa mañana en particular. No en esa habitación de hotel en particular. ¿Entonces qué lo despertó? No vista o tacto o gusto, porque había estado solo en la cama con los ojos cerrados y las cortinas también y nada en la boca. Oído, pues. Había escuchado algo.
Esperó que se repitiera. Algo que consideró una debilidad evolutiva. El producto no era aún perfecto. Era todavía un proceso de dos pasos. Una vez para despertarte, y una segunda vez para decirte qué era. Mejor hacer las dos cosas juntas, seguro, en la primera vez.
No escuchó nada. Ya no muchos sonidos seguían siendo sonidos para el cerebro reptiliano. El paso o el siseo de un antiguo depredador era poco probable. Las ramitas de bosque más cercanas como para ser pisadas y rotas sonoramente estaban a kilómetros de distancia más allá de los límites de la ciudad. No mucho más asustaba al córtex primitivo. No en el reino del sonido. A los sonidos más nuevos se los procesaba en otro lado, en la parte frontal del cerebro, que estaba bien alerta de los raspones y chasquidos de las amenazas modernas, pero que no tenía la antigüedad como para despertar de un sueño satisfactorio y profundo a una persona.
¿Entonces qué lo despertó? El único otro sonido verdaderamente antiguo era una petición de ayuda. Un grito, o una súplica. No un chillido moderno, o un festejo o unas carcajadas. Algo profundamente primitivo. La tribu, siendo atacada. En la parte más lejana. Una alarma temprana y distante.
No escuchó más nada. No se repitió. Salió de debajo de las sábanas y prestó atención a la puerta. No escuchó nada. Agarró una almohada de plumas y tapó la mirilla. Ninguna reacción. Ningún disparo en el ojo. Miró fuera. No vio nada. Un pasillo brillante y vacío.
Corrió las cortinas y miró la ventana. Nada ahí. Nada en la calle. Oscuridad total. Todo tranquilo. Se volvió a meter en la cama y le dio unos golpes a la almohada para que recuperase la forma y se volvió a dormir.
Patty Sundstrom también se despertó un minuto pasadas las tres. Había dormido cuatro horas y entonces algún tipo de agitación subconsciente se había abierto camino y la había despertado. No se encontraba bien. No por dentro, como sabía que debería. En parte tenía el retraso en la cabeza. En el mejor de los casos llegarían a la ciudad promediando el día siguiente. No las mejores horas para hacer negocios. Por encima de lo cual estaban los cincuenta dólares extra por la habitación. Además del coche que era una cantidad desconocida. Podía costar una fortuna. Si se necesitaban repuestos. Si se tenía que adaptar algo. Los coches eran geniales hasta que no lo eran. Aun así, el motor había arrancado cuando salieron de la oficina. El tipo del motel no parecía muy preocupado al respecto. Puso cara de que todo iba bien. No fue hasta la habitación con ellos. Lo que también estuvo bien. Odiaba cuando la gente la perseguía, para mostrarle dónde estaba el interruptor de la luz, y el baño, juzgando sus cosas, actuando de forma servil, queriendo una propina. El tipo no hizo nada de eso.
Pero igual no se encontraba bien. No sabía por qué. La habitación era agradable. Estaba recién renovada, tal como habían dicho, cada centímetro. Los tableros de las paredes eran nuevos, y el techo, y las molduras, y la pintura, y la alfombra. Nada arriesgado. Ciertamente nada llamativo. Parecía una actualización de lo que fuera que hubiera habido antes ahí por tradición, pero recién puesto a punto y auténtico y pulcro y sólido. El aire acondicionado era fresco y silencioso. Había un televisor de pantalla plana. La ventana era un modelo caro, con dos gruesos paneles de vidrio sellados con juntas térmicas, que tenían una persiana eléctrica en el espacio entre uno y otro. No tenías que tirar de una cinta para cerrarla. Apretabas un botón. No se habían ahorrado nada. El único problema era que la ventana no se abría. Lo que le habría preocupado en caso de incendio. Y en general le gustaba en una habitación una corriente de aire nocturno. Pero en conjunto era un lugar decente. Mejor que la mayoría de los que había visto. Quizás incluso valía cincuenta dólares.
Pero no se encontraba bien. No había teléfono en la habitación, ni señal de móvil, por lo que después de media hora habían vuelto a la oficina para preguntar si podían usar el teléfono del motel para pedir una comida caliente. Pizza quizás. El tipo en la recepción había sonreído con una sonrisa entre apenada e irónica y había dicho que lo lamentaba, pero que estaban demasiado alejados como para entregas. Nadie llegaba hasta ahí. Dijo que la mayoría de los huéspedes iban en coche hasta un diner o un restaurante. Shorty tenía aspecto de ir a enfadarse. Como si el tipo estuviera diciendo: la mayoría de los huéspedes tienen coches que funcionan. Quizás algo que ver con la sonrisa entre apenada e irónica. Después el tipo dijo: “Pero eh, nosotros tenemos pizzas en el congelador allá en la casa. ¿Por qué no venís a comer con nosotros?”.
Lo que fue una comida rara, en una residencia vieja y oscura, con Shorty y el tipo y otros tres iguales a él. Misma edad, mismas pintas, con alguna especie de misma conexión de onda entre ellos. Como si estuvieran todos en una misión. Tenían algo de nervioso. Después de conversar un poco ella llegó a la conclusión de que eran todos inversores que estaban totalmente embarcados en el mismo nuevo emprendimiento. El motel, asumió. Asumió