El lenguaje político de la república. Gilberto Loaiza Cano

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El lenguaje político de la república - Gilberto Loaiza Cano

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republicano fue adquiriendo dinamismo y una estructura compleja que hizo de la opinión cotidiana un ejercicio colectivo y público que fijó, muchas veces de modo involuntario, las premisas de la deliberación permanente.

      El resto del siglo XIX le confirió aún mayor contextura institucional a este lenguaje político basado en la circulación de periódicos. Nos parece incuestionable que un buen trayecto de la historia republicana quedó consignado en la superioridad comunicativa otorgada a las publicaciones periódicas. A pesar de sus antecedentes ilustrados y sus iniciales condiciones elitistas, el periódico fue adquiriendo un aspecto más democrático y democratizador. Situados en la temporalidad que hemos examinado, es patente que la escritura pública en los periódicos adquirió regularidad y expresó unos rasgos inherentes a un sistema político basado en los principios de la representación de la soberanía popular.

      Hubo una homología entre el sistema político republicano y el lenguaje de discusión pública. La república fue el contexto que hizo posible la deliberación cotidiana, propició la escritura pública, la manifestación de opiniones particulares y pretendidamente oficiales en un marco reglamentario basado en la asunción de libertades individuales. La discusión permanente mediante impresos plasmó el enfrentamiento de facciones políticas y de escritores situados de diverso modo en el campo político; unas veces hablaban en nombre de gobiernos recién establecidos y otras veces lo hacían situados en la oposición política. El lenguaje, por tanto, estaba sustentado en rivalidades, de modo que el disenso fue el elemento catalizador de esa discusión y contribuyó enormemente a forjar las características fundamentales de ese lenguaje. La invocación constante de la razón, la tolerancia o la armonía tuvo su contraparte en el influjo de “viles pasiones”, en el recurso de la invectiva, la calumnia o el insulto. Aún más, el destierro de los redactores, la clausura de periódicos, el proceso mediante jurados contra escritores, editores e impresores, aderezaron la vida pública. Los triunfos y derrotas, la tranquilidad o la agitación en el campo político tuvieron expresión en la aparición o desaparición de periódicos, en la aprobación o censura a determinados escritores, en el exilio de políticos e impresores, en las innovaciones tecnológicas o estancamientos en la producción de impresos.

      La opinión pública

      Los saraos aprobados por autoridades eclesiásticas y hacendados sirvieron de preámbulo para las fugas de esclavos negros y para organizar alzamientos; el toque a rebato de campanarios, una humareda estratégicamente situada, el sonido de unos tambores, un improvisado escuadrón de caballería y hasta esquelas repartidas por estafetas cómplices ayudaron a que esas acciones tuviesen un calendario afín y modalidades de protesta muy similares. La chispa, el chasqui, el pregonero, el chismorreo en las pulperías, el inquietante tumulto callejero, el papel sedicioso escrito en verso, las coplas populares hacen parte del inventario de formas de comunión y comunicación cotidianas que tuvieron sus crestas de intensidad en momentos álgidos de la vida pública del antiguo régimen monárquico. A estas formas predominantemente orales de comunicación se sobrepuso el ritmo de la comunicación impresa.

      Para los historiadores, el testimonio impreso ha quedado como vestigio inmejorable de una vida de relación cuya riqueza no podremos restituir del todo, porque siempre hará falta restablecer la volátil comunicación oral de la cual apenas podemos mencionar hallazgos obtenidos de manera más oblicua. Aquí solo alcanzamos a registrar, casi como salvedad, que hablaremos de la dimensión impresa de la opinión y que ciertas áreas historiográficas siguen teniendo el enorme reto de contribuir a conocer más de cerca cómo pudo ser el aporte de lo oral en la construcción de la esfera pública de la opinión.

      En todo caso, seguimos creyendo que el lapso de nuestro estudio muestra una transformación cualitativa y cuantitativa de la cultura impresa. La transmisión de cualquier forma de conocimiento salió de su estrecho círculo conventual para volverse asunto del “común”, del “público”, aunque prevaleciera en el limitado ámbito de la gente de letras. Hubo una relativa democratización del circuito de comunicación con la aparición de los periódicos o “papeles públicos” que le confirieron cierta regularidad a la emisión de opiniones hasta poder decir que fue el origen de una conversación cotidiana sostenida por la fuerza del dispositivo impreso; pero también hubo una lucha por el control de la palabra pública, por tener el dominio de la producción y circulación de cierta información, especialmente en aquellos lugares en que fue mayor la resistencia realista a la mutación política.

      

      Esa lucha tuvo expresión en la multiplicación de talleres de imprenta y de fábricas de papel con los cuales aparecieron nuevos agentes sociales involucrados en el proceso de producción y circulación de impresos. Todo eso implicó la popularización de la palabra cotidiana vertida en hojas sueltas y periódicos, con la consecuente relativización del lugar del libro en los procesos de comunicación impresa. Sin embargo, la discusión de las opiniones siguió siendo una ocupación privilegiada de gentes ilustradas.

      La palabra impresa comenzó a tener importancia comunicativa en la medida en que se afianzaron talleres de imprenta, circularon libros (algunos recomendados por reyes y virreyes) y nacieron periódicos. El ritmo de la conversación cotidiana mediante impresos produjo un circuito de comunicación o, en otros lados, afianzó costumbres publicitarias y fortaleció la figura social del impresor. En todo caso, la esfera pública encontró en la comunicación impresa un elemento productor de escritores y lectores más o menos asiduos; una relación orgánica con autoridades locales y funcionarios. De tal manera que, así como se insinúa una transformación de las relaciones entre individuos, también parece insinuarse un momento gubernativo, una etapa nueva de las relaciones del Estado monárquico con sus posesiones en América. Esta transformación,

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