El lenguaje político de la república. Gilberto Loaiza Cano
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1767 parece ser el año de emergencia de una relativa novedad en el Imperio español; empezar una historia de transformación del espacio público de opinión en tal fecha tiene sus implicaciones. Supone creer que un proceso se ha iniciado en aquel momento y, más importante, supone creer que el proyecto ilustrado en la América española, con todas sus limitaciones y restricciones, tuvo algún grado de expresión y que incidió en la aparición de un tipo nuevo de individuo letrado y en unas formas de comunicación cotidiana. También revela que les concedemos importancia a sucesos propios de la vida intelectual en las antiguas posesiones españolas en América y nos distanciamos de considerar que todo empezó a cambiar con la coyuntura crítica de 1808-1810. Insistamos, en un ambiente restringido y autoritario aparecieron rasgos de un régimen publicitario nuevo que involucró una nueva relación con el conocimiento científico (al menos una curiosidad de consumo y diálogo entre “sabios” y “letrados”), una nueva relación de gentes ilustradas y funcionarios con un proyecto educativo de la Corona y una necesidad de difundir en impresos los resultados de las experiencias de esos proto-científicos, situados en las coordenadas de divulgación de conocimientos útiles que contribuyesen a la “felicidad” y a la “prosperidad” del Reino.7
La expulsión de los jesuitas, en 1767, fue la señal de un cambio en la relación de la Corona española con sus colonias en América. El Estado borbónico intentó en la segunda mitad del siglo XVIII la recuperación política, administrativa y cultural de su imperio y la expulsión de la Compañía de Jesús significó, entre muchas cosas, zanjar a favor de la figura del monarca una discusión teológica y política sobre su legitimidad ante la sociedad. También significó un viraje secularizador en que ciertos valores de la racionalidad estatal intentaron expandirse como parte de una política imperial. Fue evidente en algunos lugares de la América española la movilización de funcionarios y de intelectuales súbditos alrededor de una reorganización de una élite científica, de la reforma de los planes de estudio en colegios mayores y universidades y de la difusión de autores y obras que anunciaban algunas innovaciones de la ciencia en Europa. Sin alterar las coordenadas de la fidelidad a la Corona, los intelectuales súbditos reunidos en las colonias participaron de la discusión y expansión de los derroteros del cientifismo ilustrado y optaron por una ciencia útil al servicio del control estatal sobre la población y el territorio.
En comunión con los designios de un imperio que necesitaba renovar su ciencia, aquellos intelectuales, muchos de ellos criollos, hicieron parte de las innovaciones en la sociabilidad mundana; fundaron tertulias, sociedades económicas de amigos del país y sociedades patrióticas, modelos asociativos provenientes, principalmente, de las prácticas difusoras y organizativas de las élites intelectuales en Francia y que España acogió en gran medida. En esa movilización innovadora quedó incluido el recurso publicitario de la cultura impresa que también había estado bajo la égida jesuita. El taller de imprenta comenzó a ser un artefacto al servicio de la labor publicitaria del Imperio español con el apoyo de escritores vasallos encargados de concitar una sociabilidad de súbditos notables, al menos en las capitales de los virreinatos.8 Un periodismo incipiente y cuyo pilar era un taller de imprenta confiscado a los jesuitas fue el primer sustento de una propaganda oficial que necesitaba el trabajo voluntarioso de un escritor con alguna experiencia en la comunicación cotidiana impresa y digno de confianza para la autoridad virreinal.
Lo recién dicho permite suponer, en consecuencia, que desde 1767 inició una transformación importante de la comunicación impresa, tan importante que fue premisa del florecimiento de una opinión pública basada en comunidades de letrados capacitados para la comunicación cotidiana en “papeles públicos”. Para la coyuntura crítica de 1808 a 1810, las élites instruidas de la América española ya habían acumulado experiencias de escritura, lectura, discusión y asociación en torno a periódicos controlados por el Imperio y sometidos a la censura previa. Con el advenimiento de la libertad de imprenta y con nuevos vínculos sociales surgidos de la crisis política, la eclosión de periódicos y el aumento de imprentas fueron sucesos refrendados por una élite preparada, por no decir que ansiosa, por establecer formas más regulares de comunicación con un público lector en medio de las turbulencias del proceso de ruptura con la monarquía.
Precisamente, la mutación política se pondrá en evidencia en la producción y circulación de impresos. La lucha por la legitimidad política; la necesidad de fijar los fundamentos de un nuevo orden; las novedosas condiciones para enunciar proyectos de orden político y para cuestionarlos, todo eso hará que aumente el personal letrado inmiscuido en los asuntos de reorganización de la vida de la polis (entre otras cosas, ese será uno de los elementos sustanciales de la experiencia revolucionaria de esos años).
El historiador podrá notar que nuevos vínculos entre los individuos y de ellos con el poder político propiciaron un nuevo espacio de opinión. En otras palabras, la revolución política estableció una relación indisoluble entre el sistema político republicano y el ejercicio sistemático y público de la opinión. Opinar era actuar políticamente y viceversa; organizar la república era discutir las reglas de la comunicación pública y viceversa. Quienes gobernaban o intentaban gobernar escribían regularmente sus opiniones. Legisladores, militares, sacerdotes católicos constituyeron, al tiempo, el personal letrado y el personal político.
La cultura letrada se impuso en esa transición como el paradigma de la comunicación política y, en consecuencia, permitió la emergencia del agente letrado como individuo político central; ese individuo ejerció al tiempo como político y escritor público, fungió como representante del pueblo y como representante de la opinión general. Los escritores de periódicos ocuparon un lugar prominente tanto en el campo político como en el de la opinión; eso significa que hubo una imbricación de lo político y lo publicitario o, mejor, que lo uno y lo otro fueron elementos de un mismo proceso de cambio.
El desmoronamiento del régimen monárquico, la discusión de principios de legitimidad y de paradigmas de organización política obligaron a una deliberación pública permanente que intentó sostenerse con instrumentos que garantizaran eficacia argumentativa, rapidez, intensidad y notoriedad, principalmente. El uso de mecanismos publicitarios tenía que contribuir a afirmar el proceso de legitimación de un nuevo orden y de un nuevo personal político. La deliberación misma estaba basada en un formato suficientemente exclusivo que le sirvió de presentación y de representación a un grupo de individuos poseedores de unas capacidades de comunicación expandidas por las letras de molde. Quienes poseían un capital simbólico sustentado en la cultura escrita, fueron los individuos que pudieron usufructuar el universo comunicativo ofrecido por los atributos multiplicadores de la imprenta. La revolución política de las antiguas posesiones españolas en América fue, también, una revolución de los paradigmas de la publicidad.
Hubo un acumulado de cambios nada desdeñables en el tránsito del orden monárquico a las coordenadas de un incipiente orden político republicano: el aumento de agentes políticos letrados; el uso cotidiano del periódico y de otras formas esporádicas impresas de circulación de las opiniones que se agregaron a las cotidianas y colectivas fórmulas de la comunicación oral, muchas de ellas vinculadas con un asociacionismo espontáneo y, además, demostrativas del expandido interés por los asuntos políticos.9 Lo dijo el historiador François-Xavier Guerra en un libro ya clásico; según él, las novedades que de modo restringido habían aparecido en el siglo XVIII, devinieron ostensibles cuando se fue imponiendo una nueva legitimidad.