El lenguaje político de la república. Gilberto Loaiza Cano

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El lenguaje político de la república - Gilberto Loaiza Cano

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discusiones públicas cotidianas que hallaron, en el formato del periódico, un eficaz medio de transmisión de ideas.

      El periódico poseía unos atributos insoslayables: su relativa rapidez para imprimir, para distribuir, para ser leído, en consecuencia, la capacidad didáctica de su formato que podía garantizar, quizás, un público más amplio que el del libro. Eso hizo del periódico el paradigma de la publicidad no solamente política, también de la comercial y social. Su repetición y expansión, su efecto multiplicador; todo eso impuso ritmos, formas retóricas, una agenda de los asuntos de la deliberación cotidiana. El periódico y un universo asociativo más amplio hicieron parte de esa pedagogía que incentivó pensar, escribir y leer lo político todos los días. Esa repetición cotidiana de la opinión impresa le fue dando consistencia a un lenguaje, a un sistema de comunicación que iba a ser sello distintivo de un régimen político que comenzaba a implantarse.

      El ejercicio permanente de la publicidad política fue una manifestación importante de la voluntad de poder; quienes escribían no solamente lo hacían por una vocación letrada, sino, además, porque sabían que los artefactos a su disposición contribuían a la expansión de ciertos ideales de organización política y porque era necesario establecer una comunicación constante con quienes podían ser un auditorio favorable para la afirmación de tal o cual proyecto político. Los gobiernos provisorios necesitaban crear rápidamente la ilusión de legitimidad mediante la publicación de sus actos y hallaron en la imprenta y en los “papeles públicos” los instrumentos de fijación de esa ilusión. Los particulares, interesados en hacer parte de alguna forma de gobierno o que buscaban la satisfacción de sus intereses, consideraron indispensable el recurso del periódico. Pero ese ejercicio permanente de la publicidad política contó con una premisa que lo hizo posible: la ruptura con un régimen de censura y vigilancia que había permanecido adherido a la dominación monárquica, con el paso de la censura previa a la censura a posteriori, un cambio marcado por vacilaciones y zigzagueos que permitió el establecimiento de talleres de imprenta y la aparición y afirmación de nuevos agentes sociales que hicieron más dinámica la vida comercial, pues incidieron, en diversos grados, en la formación de un campo político más diverso que el del Antiguo Régimen.

      Partimos de suponer que los fundamentos del lenguaje de deliberación política durante los primeros decenios republicanos tuvieron que contar con elementos retóricos provenientes de las formas de argumentación enunciadas por los escritores de periódicos de buena parte del siglo XVIII. A pesar de las restricciones establecidas por el régimen monárquico, las necesidades publicitarias impusieron unas pautas de la comunicación impresa. El periódico ya era, hacia la década de 1790, un artefacto de comunicación conocido y, sobre todo, elogiado por sus ventajas con respecto al encumbrado formato del libro.

      La Corona española tuvo sus propias necesidades publicitarias plasmadas en el recurso de los periódicos y en escritores vasallos que contribuyeron no solamente a difundir los ideales del Imperio, sino a preparar unas condiciones de sociabilidad letrada que hicieron posible la existencia más o menos prolongada de algunos periódicos. Por eso decimos, con algunos otros historiadores, que antes de 1800 ya había cambios ostensibles en el espacio público de opinión que habían debilitado el cerrojo censorio de las autoridades coloniales. En todo caso, a pesar de las limitaciones provenientes de la férrea censura previa, antes del umbral decisivo de 1808-1810, ya había un ethos de la discusión pública que había intentado fijar algunas premisas de la comunicación escrita. Por ejemplo, la apelación ilustrada a las virtudes de la razón; el escritor público auto-representado como portavoz de la moderación y la prudencia; la conversación con un auditorio basada, muchas veces, en recursos de ficción con tal de provocar la ilusión de un público adepto, numeroso y diverso; las máscaras, los heterónimos y los seudónimos, los títulos de los periódicos, los epígrafes y los prospectos, hicieron parte de un arsenal retórico puesto a disposición de la deliberación cotidiana mediante impresos.

      El recurso impreso impuso modalidades y ritmos de comunicación que suplantaron aquellos basados en formas de sociabilidad espontáneas como la conversación en la pulpería, el chisme en la plaza principal, el rumor y el corrillo callejero. Aún más, el periódico pareció integrarse a los ritmos asociativos de aquellos lugares. La imposición de la cultura escrita como elemento regulador y legitimador de la discusión política entrañó el desahucio de formas orales tradicionales de comunicación que, por supuesto, no dejaron de existir, pero quedaron relegadas del circuito de comunicación oficial de lo político. Las gacetas ministeriales, el periódico faccioso, las hojas sueltas, las cartas remitidas por lectores, muchos de ellos notables lugareños, hablan de un universo comunicativo impreso muy activo; además, los suscriptores y lectores conformaron un círculo selecto de personal letrado inmiscuido en los asuntos públicos, partícipes cotidianos de la situación política, forjadores de la opinión pública letrada, por tanto, escogida y excluyente. Esos son los rasgos más ostensibles del lenguaje público de opinión en las coordenadas del incipiente orden republicano y concuerdan con un ambiente asociativo restrictivo, muchas veces confinado a una sociabilidad elitista, de herencia ilustrada, que privilegió la asociación de patricios dispuestos a “fijar la opinión” de un régimen político emergente y que les endilgó connotaciones amenazadoras a las movilizaciones populares.

      Ese lenguaje político tuvo una elaboración colectiva y pública, a pesar de su ámbito restringido. Tuvo unos oficiantes persistentes, poseedores de un legado retórico, de conocimientos jurídicos y de ambiciones de participación política. Ese lenguaje tuvo algún grado de institucionalización en la medida en que hubo una legislación que permitió la iniciativa individual en el ejercicio cotidiano de la opinión política y, también, en la medida en que se asentó el taller de imprenta como lugar de producción sistemática de la publicidad en diversos formatos impresos. A eso se añadió la regularidad adquirida por ciertos periódicos, unos por ser la expresión oficial, como sucedió con las gacetas ministeriales y, otros, por haberse convertido en “papeles públicos” que plasmaban la capacidad política y la estabilidad económica de un notablato para sostener la emisión, a veces diaria, de una publicación periódica.

      Hubo un personal escriturario que adquirió ciertos grados de especialización alrededor de funciones esporádicas o sistemáticas en la producción de opinión: redactores contratados por juntas supremas y ministerios; escritores públicos que podían poseer al tiempo su propio taller de imprenta; editores encargados de los contenidos de cada número de un periódico; artesanos impresores que tenían bajo su control a administradores del taller, correctores, cajistas, prensistas, aprendices, repartidores;

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