Una economía para la esperanza. Enrique Lluch Frechina
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Cuando uno se acerca a ella con humildad y sin prejuicios, ve una medida que tiene sus luces y sus sombras, que puede ser buena para unas cosas, pero no tanto para otras. Es decir, una medida de política económica que, como todas, no es ni perfecta ni totalmente imperfecta, sino una propuesta que puede considerarse, discutirse y debatirse para, a la luz de sus ventajas e inconvenientes, decidir si hay o no que instaurarla.
En economía, como en la vida, los profetas de la perfección y de la imperfección suprema ofrecen visiones simplistas de una realidad muy compleja. No tratan de ofrecer argumentos sencillos para comprender la complejidad de la realidad, sino que intentan dar a entender que todo es simple y puede ser resumido en una lucha de lo bueno contra lo malo en la que no caben ni medias tintas, ni espacios grises, ni ambigüedades: todo es blanco o negro. Para poder llevar adelante esta visión, los profetas de la perfección sobrevaloran el mundo de las ideas y lo ponen por encima de las personas y de la realidad. Todo se tiene que subordinar a estas ideas que se muestran tan perfectas, tan atractivas y tan sencillas.
Sin embargo, la realidad es tan complicada y tiene tantos matices que pretender poner las ideas por encima de ella se ha demostrado muy peligroso en la historia. Ya lo aventuró Francisco de Goya a finales del siglo XVIII en su aguafuerte «El sueño de la razón produce monstruos». La Revolución francesa, que encumbró las ideas de libertad, igualdad y fraternidad y el poder de la razón sobre la realidad contra la que se enfrentaban, tuvo un desprecio por la vida humana que se simbolizaba, sobre todo, por la guillotina, y que nosotros, los españoles, sufrimos con los «desastres de la guerra» derivados de la invasión napoleónica. Los totalitarismos del siglo XX en Europa, que acabaron con millones de muertos y que pusieron la idea de una «nueva sociedad» por encima de la realidad y de las personas –especialmente la soviética y la nacionalsocialista–, fueron otro ejemplo de cómo, cuando ponemos las ideas de perfección por encima de la realidad, acabamos despreciando a las personas y generando injusticias y sufrimiento.
Esto no invalida las ideas, pero estas deben dejarse moldear por la realidad, porque no existen ideas «perfectas», sino mejores o peores para o por algo. Según el objetivo que persigamos o los valores que marquen nuestra actuación, la misma idea puede ser buena o mala. Cualquier idea debemos pasarla por el tamiz de la realidad, para que tome forma, para ver sus matices, para apreciar sus imperfecciones y asumirlas. Las ideas nos permiten tener un horizonte hacia el que avanzar y unas claves para comprender la realidad en la que vivimos, pero no podemos subordinarlo todo a ellas. Las ideas deben estar al servicio de la realidad y no al contrario. Esta última debe estar siempre por encima de las ideas.
Un ejemplo sencillo puede ayudarnos a comprender esto. Si quiero ir a Francia desde Madrid, salir en dirección sur es una mala opción, ya que mi destino se encuentra al norte de aquí. Si mi destino fuese Marruecos, avanzar hacia el sur sería la opción adecuada. Ahora bien, buscar la solución perfecta de ir siempre hacia el norte podría traernos problemas. Porque pueden existir obstáculos que sean imposibles o muy difíciles de franquear. En tal caso, la opción perfecta de avanzar hacia el norte para acercarse a Francia debe amoldarse al terreno, de modo que temporalmente podemos vernos obligados a cambiar de dirección hacia el este o el oeste. Aunque la idea está clara –llegar a Francia–, su realización se adapta a lo que encontramos en nuestro camino, y no siempre avanzar hacia el norte es la mejor opción.
Por todo ello, debe existir un diálogo entre la realidad y las ideas para evitar que sobrevaloremos estas últimas y confiemos demasiado en la perfección de aquello que hacemos. Poner la idea por encima de la realidad supone empeorarla y, con demasiada frecuencia, implica sufrimiento para algún colectivo de personas –o animales, o naturaleza–, que se ve perjudicado por decisiones que no les tiene en cuenta. La realidad debe estar por encima de las ideas para que estas últimas nos sean útiles para mejorar la primera.
4. El objetivo marca las prioridades
Estaba donde nunca hubiese querido ir. No sabía por qué había llegado allí. Así que repasó su camino, lo que había hecho hasta el momento. Contempló cuáles habían sido las encrucijadas en las que había tomado las decisiones que le habían llevado a ese lugar. Después de mucho reflexionar, se dio cuenta de que nunca había sabido dónde ir, que sus decisiones no habían tenido prioridad alguna, que había llegado donde no deseaba porque nunca había querido ir a ningún sitio en especial. Consideró que ya entendía algo de su pasado y que quería pensar en su futuro. A partir de ahora pensaría hacia dónde quería dirigir sus pasos, y esto le permitiría tomar decisiones más acertadas. Porque en los cruces de caminos ya sabría qué dirección seguir y, cuando se alejase de su objetivo, sabría hacia dónde corregir su rumbo. Se acostó tranquila y reconfortada, sabiendo que al día siguiente tendría una meta hacia la que dirigir sus pasos.
Como ya se ha indicado en el apartado anterior, la dirección hacia la que encaminamos nuestros pasos, los objetivos de nuestra vida y lo que consideramos o no valioso, son los que determinan la benignidad o malignidad de nuestras acciones. En una sociedad en la que se ponga a la persona por encima de todo, en la que el objetivo que se pretende seguir es incrementar la humanidad de todos sus miembros, matar a alguien es considerado una aberración y una opción mala por su propia naturaleza.
Sin embargo, cuando el objetivo de una sociedad es aplacar a los dioses, los sacrificios humanos se pueden considerar como algo lógico y necesario para lograr ese objetivo superior. O cuando se pone por delante la consecución de una sociedad ideal con unos nuevos valores, matar o encarcelar a los opositores a ella o a aquellos que se enfrentaban a estas ideas es una opción real que se lleva adelante con frialdad y eficacia. Podríamos poner muchos otros ejemplos en los que, desgraciadamente, una medida que para nosotros es negativa, como es matar a una persona o privarla injustamente de la libertad, es vista como positiva.
Pero el objetivo perseguido no solo nos sirve para evaluar la benignidad de una determinada medida atendiendo a su capacidad para acercarnos o alejarnos del lugar al que queremos llegar, sino que también determina el establecimiento de prioridades, en especial cuando aparecen dilemas entre distintos objetivos. Porque, como ya hemos visto, las medidas, estrategias o sistemas no son buenos para todo, no son perfectos, por lo que escoger uno puede tener efectos positivos en una dirección, pero negativos en otra. Cuando se toma cualquier decisión económica o se opta por un sistema económico u otro, sus repercusiones sobre distintos aspectos de la realidad son diferentes.
Por eso el objetivo que marquemos para una sociedad, persona o institución será el que determine cuáles son sus prioridades. Consideremos el ejemplo de un club de baloncesto de una población pequeña. Su objetivo como club deportivo puede ser doble: por un lado, ofrecer a los chavales de la población una alternativa de ocio y educativa positiva para su desarrollo personal. Por otro, ganar los partidos e intentar quedar los primeros de su competición. Mientras los dos objetivos son compatibles entre sí, potenciando a los jóvenes de la localidad se pueden ganar partidos y competiciones, no existe problema alguno.
Pero ¿qué sucede si, para ganar los partidos, se necesita fichar a jugadores de otros lugares dejando a un lado a los locales? En este caso hay que tomar una decisión que va a depender de la prioridad que tengamos. Si esta es la de ganar partidos, se retirará a los de la propia población para hacer fichajes que vengan de fuera y permitan mejorar el rendimiento deportivo de los equipos. Si la prioridad es el desarrollo de los jugadores locales, se sacrificará la posibilidad de mejores resultados para mantener la apuesta por los jóvenes de la población. La manera en la que se afronta el mismo problema difiere totalmente según la prioridad que