Una economía para la esperanza. Enrique Lluch Frechina

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Una economía para la esperanza - Enrique Lluch Frechina GP Actualidad

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octava premisa nos dice que en un mundo en el que todos somos diferentes, en el que no hay dos personas iguales, en el que cada uno de nosotros somos únicos e irrepetibles, en el que no ha habido, ni hay, ni habrá ninguna persona que pueda ser igual a nosotros, en el que somos seres tan especiales que nadie se nos parece ni nadie nos iguala, en el que la diferencia es la base de nuestro ser, de nuestra personalidad y de nuestras peculiaridades, en un mundo así, todos somos iguales en dignidad, porque todos somos personas.

      Esto es así porque esa diferencia congénita con la que nacemos, con la que nos desarrollamos, no nos hace ni mejores ni peores de quienes tenemos alrededor. Alguien puede ser más alto o más bajo, vivir en un pueblo con más o menos historia, haber nacido en un país más pobre o más rico, tener un color de piel u otro, tener más o menos iniciativa empresarial, ser miembro de una familia de alta alcurnia o de una familia sin noble linaje, ser gerente de una empresa o un simple trabajador, ser de una nacionalidad u otra, tener unas ideas más o menos avanzadas, ser muy deportista o poco, tener o no premios, ser más o menos inteligente... Podemos ser diferentes, y de hecho lo somos, pero esto no nos hace ni más ni menos que los demás. Todos somos personas y como tales tenemos una igual dignidad.

      Esta idea radical de la igualdad tiene unas implicaciones trascendentales a la hora de plantear la gestión económica de las sociedades. Porque, si todos somos iguales, todos –sin excepción– debemos tener los mismos derechos y los mismos deberes, y para que esto se haga realidad tendremos que tratar de manera diferente a quienes lo son, porque no es lo mismo el deber de colaborar en el bien común, por ejemplo, de un niño de cinco años que de un adulto de cuarenta; Porque no se concreta igual el derecho a la asistencia sanitaria de una persona sana que de una persona que tiene una enfermedad crónica. Para alcanzar la igualdad en deberes y derechos necesitamos tratar de manera diferente a quienes son distintos.

      Esta manera de buscar la igualdad a través del trato diferente a los que son distintos es totalmente incompatible con el trato diferenciado para mantener la desigualdad que se da con frecuencia en nuestras sociedades. El ejemplo del relato inicial es una muestra de esta reivindicación. ¿Por qué una persona de una nacionalidad tiene más derechos que otra que no tiene esa nacionalidad? ¿Por qué alguien que tiene más ingresos tiene más derechos que otra persona que no gana tanto? ¿Por qué un hombre puede tener más derechos que una mujer?

      Estos tratos desiguales no conllevan una igualación, sino un mantenimiento de la diferencia. Algunos grupos tienen unos privilegios que no tienen otros, y eso los mantiene en esferas distintas y diferenciadas, no los hace más iguales, sino que reproduce las diferencias. Es lo que está detrás de la expresión «no es lo mismo». Las personas que esgrimen este argumento piensan que tienen algo que los hace superiores a otras, y por ello son merecedoras de un trato especial, de unos privilegios solamente reservados a ellas.

      Reconocer la igualdad en dignidad de todas las personas conlleva que el trato económico diferente se justifique si sirve para ayudar a que todos puedan vivir con dignidad. El reparto de los recursos limitados con los que contamos en la tierra tendrá que buscar que quienes menos reciben tengan al menos lo suficiente para poder vivir de una manera digna. Porque todos somos merecedores de los mismos deberes y derechos, y entre estos está el de poder desarrollar una vida digna.

      9. Buscar el convencimiento y no los incentivos

      Se atribuye a la tradición cheroqui el relato de aquella joven que se acercó a una sabia anciana en busca de consejo. «En mi interior viven dos lobos –le dijo pausadamente–: uno me lleva a comportarme mal con los demás, el otro me empuja a comportarme bien con los otros. ¿Cuál de los dos vencerá cuando deje de ser joven y sea una mujer adulta?». La anciana la miró con sus tiernos ojos y le contestó sabiamente: «Aquel al que tú alimentes más».

      La siguiente premisa sobre la que vamos a asentar esta propuesta de cambio de paradigma es el convencimiento de que todas las personas tenemos nuestro lado bueno y nuestro lado malo. Las personas no solo somos malas por naturaleza, no estamos repletas de intenciones torcidas, prestas a engañar, a decir cosas que no pensamos, a jugársela a los otros en cuanto tengamos ocasión. No, las personas no somos así. Pero tampoco somos solamente buenas. No somos angelitos repletos de bondad, de reacciones positivas, de dosis ilimitadas de amor, no somos plenamente generosos y desprendidos.

      Las personas tenemos nuestra parte positiva y nuestra parte negativa. Tenemos nuestro lado bueno y nuestro lado malo. Somos capaces de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo. Desarrollamos más aquella faceta que más trabajamos, aquella a la que dedicamos más tiempo, aquella que cultivamos con más asiduidad. Es nuestra voluntad la que determina que la balanza se incline hacia uno u otro.

      Sin embargo, la economía no tiene esta visión de las personas, sino la contraria. Piensa que siempre somos egoístas y solamente pensamos en nuestro propio interés. Por ello, el único camino para conseguir que una persona se comporte correctamente o en la dirección que precisa la economía es ofrecerle un incentivo que se ajuste a su interés egoísta, para así lograr que esta persona realice comportamientos que favorezcan el bien común.

      Como «todo el mundo es malo» se necesitan zanahorias para ponerlas delante de los asnos y que estos se muevan en la dirección adecuada, sin ver más allá de la recompensa a corto plazo que van a recibir. Los incentivos tienen este objetivo, orientar a las personas que solamente piensan en sí mismas hacia los objetivos comunes o de la institución a la que pertenecen. Les ofrecemos algo que creemos que quieren a cambio de que se comporten como nosotros deseamos que lo hagan.

      Estos incentivos no tienen siempre los efectos deseados por quienes los diseñan y, con frecuencia, presentan efectos perversos. Estos pueden ser de tres clases. El primero es que la persona incentivada encuentre un camino para lograr la recompensa que se le promete sin tener que realizar el comportamiento esperado. Podríamos denominar este como un error de diseño del incentivo, ya que proporciona el premio prometido a la persona sin que esta tome el camino diseñado para ella.

      El segundo es que el incentivo no resulte lo suficientemente atractivo o su consecución sea excesivamente dificultosa, de modo que la persona teóricamente incentivada no lo esté, porque no encuentra la ventaja de intentar lograrlo. Nos encontraríamos en este caso ante un incentivo equivocado.

      El tercero es que priorizar el incentivo lleve a la persona que lo hace a descuidar otras cuestiones importantes para el bien común. En este caso, el incentivo funciona, produce el comportamiento deseado, pero aparecen consecuencias negativas no previstas sobre cuestiones relacionadas con el fin pretendido por ese mismo esquema.

      Además de estos tres efectos perversos del incentivo existe un problema ligado a la naturaleza humana que puede hacer que los incentivos acaben siendo negativos en su conjunto. Las personas tendemos a comportarnos según somos tratadas, de modo que, cuando nos tratan bien, con amabilidad y cariño, cuando confían en nosotros y nos consideran de modo positivo, solemos responder igual, correspondiendo con un trato similar al que hemos recibido.

      Esto también sucede cuando el trato que recibimos es malo. Si se comportan con nosotros como si fuésemos egoístas, si nuestro interlocutor considera que solamente respondemos a nuestro propio interés, si desconfía de nosotros porque piensa que somos así, tendemos a corresponder asumiendo esa manera de comportamiento, aunque a priori esa no fuese nuestra opción. Cuando somos tratados como egoístas, podemos acabar respondiendo a las expectativas que sobre nosotros tiene nuestro interlocutor. Así, una política generalizada de incentivos puede construir un grupo de personas egoístas que solamente se preocupen por lograrlos, olvidando los intereses comunes.

      Ante esta apuesta generalizada de la economía actual, el paradigma que propone este libro piensa que es preferible alimentar el lado bueno de las personas antes que intentar domar al malo (con el peligro de que este último

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