Encuentro con las élites del Mediterráneo antiguo. Julián Gallego
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En otras palabras, los gobernados –los ‘muchos’– no eran simplemente sujetos pasivos sino agentes activos en la medida en que formulaban expectativas (sociales, económicas, de comportamiento) que debían ser atendidas por las élites. Las estrategias de respuesta tenían unas veces más éxito que otras, y esas tasas de éxito diferían considerablemente en muchos lugares. Pero la combinación no era casi nunca distinta: la interacción cotidiana en la cultura abierta de la polis griega requería, además de leyes sobre los derechos políticos, modos de comunicación y participación pública bien definidos que dieran continuidad al dominio de la élite. Es digno de ser destacado que las altas instancias de muchas ciudades griegas fueron demostrablemente incapaces de asumir esa tarea, es decir, de dar forma a las condiciones sociales que aseguraban su estatus a lo largo del tiempo. Esta es en sí misma una observación interesante sobre el poder de la élite en la antigua Grecia.
El binomio entre unos pocos gobernantes y los muchos gobernados se ha complicado notablemente en los estudios sobre el carácter político de la República romana2. Aquí también la imagen tradicional de la élite aristocrática ha sido cuestionada sobre la base de la dependencia de la nobleza de las masas o populus. La República romana no fue por supuesto una democracia, aunque cabe señalar que precisamente esta afirmación ha puesto en marcha un vivo debate internacional y, ciertamente, ha dado lugar a una auténtica oleada de estudios sobre la Roma pre-imperial que virtualmente se ha llevado por delante las concepciones que se tenían de las élites republicanas. Una de las nociones básicas de este debate es que la aristocracia romana estableció un conjunto único de vínculos, obligaciones y responsabilidades mutuas con el pueblo que sirvieron para cohesionar la sociedad. Más allá de su papel genuinamente político como cuerpo electoral que determinaba la nómina de aristócratas que desempeñaban cargos públicos cada año, el pueblo de Roma, aunque sujeto al gobierno del senado y de las familias que lo componían, constituía un elemento común de referencia, consagrado por el tiempo, y con unas auctoritas y dignitas propias era un agente social que exigía y demandaba de las élites un complicado código de comunicación. El pueblo romano no ejercía el poder en el marco de unas instituciones democráticas, pero es evidente que resulta demasiado fácil reducir su papel al de receptor pasivo de la autoridad de la élite.
Estos ejemplos indican cómo la actuación de las antiguas élites, sus estrategias de comunicación, su uso de capitales diversos y la delimitación de sus funciones públicas han sido objeto del escrutinio de la investigación. Por extensión, este enfoque incluye también el estudio de múltiples lugares y escenarios en los que las actuaciones de las élites tenían lugar ante una audiencia más amplia: por un lado, los lugares formales de interacción (lugares de reunión política), como los espacios religiosos y los sitios de esparcimiento colectivo (teatro, estadio); por otro lado, los lugares informales tales como el mercado o simplemente ‘la calle’, un espacio que se ha identificado como fundamental para la creación de un orden y una organización determinados. En definitiva, las antiguas élites mediterráneas tenían que demostrar su competencia y respetabilidad en todos estos ámbitos, y por lo tanto no solo debían ser líderes del progreso y la innovación, como Max Weber las describió, sino también líderes en el contexto de unos complejos sistemas de comunicación (Beck, Scholz & Walter, 2008).
Para materializar estos aspectos, las élites antiguas deben ser ubicadas ante todo en el contexto de la cultura. Por ello este volumen se centra en tres vectores del elitismo en particular, tanto en el mundo griego como en el romano: la comunicación del liderazgo y de las funciones propias del liderazgo; la distinción de la élite mediante estilos de vida reconocibles; y las estrategias discursivas para asegurar la legitimidad de la élite. Y lo hace a través de una serie de artículos cuyos autores abordan estos temas desde diferentes perspectivas.
El volumen se inicia con el capítulo de Elke Stein-Hölkeskamp, quien analiza las estrategias de autoconfiguración de las élites en la Grecia arcaica, en particular los criterios que determinaban el estatus, el rango y la preeminencia de los individuos. A partir del estudio de las fuentes antiguas sobre el período, la autora llega a la conclusión de que las élites fueron incapaces de reaccionar colectivamente a los retos que las poleis iban creando en sus nuevas estructuras. Por el contrario, fueron más bien aristócratas individuales los que asumieron de diversas maneras los nuevos roles que progresivamente correspondían a las élites. Eso conduce a una conclusión fundamental: esas variadas reacciones en el contexto del proceso de formación de la polis subrayan la fuerza de los aristócratas individuales y la debilidad estructural de las aristocracias como colectivos, y esa es una de las características básicas de la denominada “edad de la experimentación” griega.
Por su parte, Natasha Bershadsky aborda en su investigación dos conflictos bélicos en el mundo griego, la Guerra Lelantina y los enfrentamientos argivo-espartanos por la Tireátide. Bershadsky propone inscribir ambas confrontaciones en un marco mítico. Desde esa perspectiva, las disputas por la llanura lelantina y la Tireátide no constituyeron guerras propiamente dichas, sino más bien enfrentamientos rituales. En ellos los participantes, que pertenecían a la élite social, recreaban mitos de antiguas luchas sobre los territorios en disputa, y las batallas servían como ritos de paso para los jóvenes de esa élite. La recreación ritual de las antiguas luchas implicaba un modo simbólicamente potente de representar la identidad de la élite en el período arcaico, al tiempo que constituía un arma poderosa en las luchas entre facciones democráticas y oligárquicas en el período clásico.
Siempre en el ámbito griego, Hans Beck centra su contribución en la ciudad de Corinto para, desde ella, reflexionar sobre la estrecha relación de las élites sociales con el ámbito local en el que desempeñaban un papel de liderazgo. Existía ciertamente en el Mediterráneo en la Antigüedad una evidente conectividad entre sociedades (muy) lejanas y distintas, pero las élites encontraban el sentido de su existencia en su anclaje social y cultural en la comunidad en la que residían. Es ese localismo abierto a la conectividad internacional el que Beck enfatiza en su análisis.
Fabio de Souza Lessa defiende en su estudio que las competiciones atléticas (agônes) fueron en el mundo griego siempre un fenómeno ligado a la aristocracia, tanto en la época arcaica como en el período clásico. De acuerdo con el autor, incluso cuando la democracia se abrió paso en algunos estados griegos, los atletas siguieron procediendo exclusivamente de las filas aristocráticas. La explicación de ello se encuentra en la necesidad para los atletas de tener los medios necesarios para su subsistencia independiente, así como el tiempo libre para dedicarse a la práctica deportiva.
Durante la guerra del Peloponeso, una moda laconizante parece haberse impuesto entre los jóvenes de los círculos oligárquicos de la élite ateniense, reflejada en una vestimenta austera y en el uso de cabello largo. Julián Gallego sostiene en su capítulo que no se trataba solamente de una cuestión estética, ni tampoco de una declaración clasista en el plano ideológico, sino que pretendía configurar una identidad política y comunicar públicamente, al mismo tiempo, la existencia de un grupo dispuesto a pasar a la acción. Era una forma de intentar subvertir la democracia ateniense, con el objetivo último de instaurar un régimen oligárquico.
Como Alex McAuley afirma al inicio de su contribución, la gran rapidez con la que los territorios conquistados por Alejandro comenzaron a adoptar rasgos que pueden ser calificados como “griegos” resulta un fenómeno fascinante. El autor retoma la pregunta que la investigación se ha planteado desde hace mucho tiempo, sobre quién fue el responsable de la activa difusión de la lengua, la cultura y las costumbres en los territorios helenísticos, y la centra en particular en el reino seléucida y, en concreto, en la región de Capadocia. McAuley sostiene que, en el caso de Capadocia, este fenómeno de imitación helenizadora no debe ser atribuido