El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas

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navío Les Sept Provinces, que mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre almirante iba a liquidar solo las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando, conducido por el piloto Léger, llegó al alcance de mosquete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el duque de York, hermano del rey de Inglaterra, el ataque de De Ruyter, su jefe, fue realizado tan brusca y hábilmente que, sintiendo su barco a punto de ser destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo del Saint-Michel; cuando vio al Saint-Michel, roto, triturado bajo las balas holandesas, salirse de la línea; cuando vio saltar un navío, Le Comte de Sanwick, y perecer en las olas o en el fuego a cuatrocientos marineros; cuando vio que al final de todo aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres mil hombres, heridos cinco mil, nada se había decidido ni a favor ni en contra, que cada uno se atribuía la victoria, que había que comenzar de nuevo, y que solamente un nombre más, la batalla de Southwood-Bay, se había añadido al catálogo de las batallas; cuando hubo calculado el tiempo que pierde tapándose los ojos y los oídos un hombre que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se cañonean entre sí, Cornelius dijo adiós a De Ruy- ter, al Ruart de Pulten y a la gloria, besó las rodillas del gran pensionario, por el que sentía una profunda veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido, por sus veintiocho años, por una salud de hierro, por una vista aguda y más que por sus cuatrocientos mil florines de capital y sus diez mil florines de renta, por la convicción de que un hombre ha recibido siempre del cielo mucho para ser feliz, bastante para no serlo.

      En consecuencia, y para labrarse una felicidad a su modo, Cornelius se puso a estudiar las plantas y los insectos, recogió y clasificó toda la flora de las islas, pinchó a toda la entomología de su provincia, sobre la que compuso un tratado manuscrito con dibujos realizados por su mano, y finalmente, no sabiendo ya qué hacer con su tiempo y, sobre todo, con su dinero, que iba aumentando de una forma espantosa, escogió entre todas las locuras de su país y de su época una de las más elegantes y de las más costosas.

      Se dedicó al cultivo de los tulipanes.

      Aquél era el momento, como se sabe, en que los flamencos y los portugueses, explotando a cual más este género de horticultura, habían llegado a divinizar el tulipán y a hacer de esta flor venida de Oriente lo que jamás naturalista alguno se había atrevido a hacer con la raza humana, por miedo de dar celos a Dios.

      Muy pronto, desde Dordrecht a Mons, no se habló más que de los tulipanes de Mynheer Van Baerle; y sus parterres, sus fosos, sus cámaras de secado, sus cuadernos de bulbos fueron visitados como antiguamente lo fueron las galerías y las bibliotecas de Alejandría por los ilustres viajeros romanos.

      Van Baerle comenzó por gastar sus rentas del año en establecer su colección, luego mermó sus florines nuevos en perfeccionarla; así, su trabajo fue recompensado con un magnífico resultado: halló cinco especies diferentes a las que llamó la Jeanne, por el nombre de su madre, la Baerle, por el nombre de su padre, la Corneille, por el nombre de su padrino… los otros nombres no los sabemos, pero los aficionados podrán seguramente encontrarlos en los catálogos de la época.

      En 1672, al comienzo del año, Corneille de Witt vino a Dordrecht para vivir tres meses en su antigua casa familiar; porque se sabe que no solamente Corneille había nacido en Dordrecht, sino que la familia de los De Witt era originaria de esta ciudad.

      Corneille comenzaba entonces, como decía Guillermo de Orange, a gozar de la más perfecta impopularidad. Sin embargo, para sus conciudadanos, los buenos habitantes de Dordrecht, no era todavía un facineroso a prender, y aquéllos, poco satisfechos de su republicanismo algo demasiado puro, pero orgullosos de su valor personal, quisieron ofrecerle el vino de la ciudad cuando llegó.

      Después de haber dado las gracias a sus conciudadanos, Corneille fue a ver su vieja casa paterna, y ordenó algunas reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para instalarse con sus hijos.

      Luego, el Ruart se dirigió a la casa de su ahijado, que tal vez era el único en Dordrecht que ignoraba todavía la presencia del Ruart en su ciudad natal.

      Tanto como Corneille de Witt había levantado los odios manejando esas semillas nocivas que se llaman las pasiones políticas, otro tanto había amasado Van Baerle simpatías olvidando completamente el cultivo de la política, absorbido como estaba en el cultivo de los tulipanes.

      Por eso, Van Baerle era querido por sus criados y por sus obreros; por eso no podía suponer que existiera en el mundo un hombre que quisiera mal a otro hombre.

      Y sin embargo, digámoslo para vergüenza de la Humanidad, Cornelius van Baerle tenía, sin saberlo, un enemigo mucho más feroz, mucho más encarnizado, mucho más irreconciliable, de los que hasta entonces habían contado el Ruart y su hermano entre los orangistas más hostiles a esta admirable fraternidad que, sin nube durante la vida, acababa de prolongarse por el sacrificio más allá de la muerte.

      En el momento en que Cornelius comenzó a entregarse a los tulipanes, arrojó en ellos sus rentas del año y los florines de su padre. Había en Dordrecht y viviendo puerta a puerta con él, un burgués llamado Isaac Boxtel, el cual, desde el día en que había alcanzado la edad del conocimiento seguía la misma pendiente y se pasmaba al solo enunciado de la palabra tulban, que, como asegura elf loristefrançais, es decir, el historiador más erudito de esta flor, es la primera palabra que, en la lengua de Chingulais, ha servido para designar esa obra muestra de la creación que se llama tulipán.

      Boxtel no tenía la suerte de ser rico como Van Baerle. Había conseguido, pues, con gran trabajo, a fuerza de cuidados y de paciencia, un jardín adecuado para el cultivo en su casa de Dordrecht; había preparado el terreno según las prescripciones requeridas y dado a sus bancales precisamente tanto calor y frescor como la farmacopea de los jardineros autoriza.

      Con la casi veinteava parte de un grado, Isaac sabía la temperatura de sus parterres. Conocía el peso del viento y lo tamizaba de forma que lo acomodaba al balanceo de los tallos de sus flores. Así, sus productos comenzaban a gustar. Eran bellos, incluso poco comunes. Varios aficionados habían venido a visitar los tulipanes de Boxtel. Por último, Boxtel había lanzado al mundo de los Limé y de los Tournefort un tulipán con su nombre. Aquel tulipán viajó, atravesó Francia, entró en España, penetró hasta Portugal, y el rey don Alfonso VI que, expulsado de Lisboa, se había retirado a la isla de Ter- ceira, donde se divertía, como el gran Cond, regando claveles, sino cultivando tulipanes, dijo: «No está mal», contemplando el susodicho Boxtel.

      De pronto, como continuación a todos los estudios a que se había dedicado, y habiendo invadido a Cornelius van Baerle la pasión por los tulipanes, decidió éste modificar su casa de Dordrecht que, como hemos dicho, era vecina a la de Boxtel a hizo elevar un piso a cierto edificio de su patio, el cual, al alzarse, robó medio grado de calor y, en cambio, produjo medio grado de frío al jardín de Boxtel, sin contar con que cortó el viento y trastornó todos los cálculos y toda la economía hortícola de su vecino.

      Después de todo, esa desgracia no era nada a los ojos del vecino Boxtel. Van Baerle no era más que un pintor, es decir, una especie de loco que intenta reproducir sobre la tela, desfigurándolas, las maravillas de la Naturaleza. El pintor hacía levantar un piso a su taller para tener mejor luz, lo que entraba en su derecho. El señor Van Baerle era pintor como el señor Boxtel era florista-tulipanero; quería sol para sus cuadros, y le robaba medio grado a los tulipanes del señor Boxtel.

      La ley estaba de parte del señor Van Baerle. Bene sit.

      Por otra parte, Boxtel había descubierto que demasiado sol perjudicaba al tulipán, y que esta flor crece mejor y más coloreada con el tibio sol de la mañana o de la tarde que con el ardiente sol del mediodía.

      Tuvo,

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