El tulipán negro. Alejandro Dumas
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Pero llegado a la mitad de esta calle, cuando vio a lo lejos la verja, cuando sintió que dejaba tras él la prisión y la muerte y que tenía delante la vida y la libertad, el cochero olvidó toda precaución y puso la carroza al galope.
De repente, se detuvo.
-¿Qué ocurre? -preguntó Jean sacando la cabeza por la portezuela.
-¡Oh, mis amos! -exclamó el cochero-. Es que…
El terror sofocaba la voz del animoso hombre.
-Vamos, acaba -dijó el ex gran pensionario.
-Es que la verja está cerrada.
-¿Cómo que la verja está cerrada? No es costumbre cerrar la verja durante el día.
-Pues, vedlo vos mismo.
Jean de Witt se inclinó fuera del coche y vio que, en efecto, la verja estaba cerrada.
-Sigue adelante -ordenó Jean-. Llevo la orden de conmutación encima; el portero abrirá.
El vehículo reemprendió su carrera, pero era evidente que el cochero no azuzaba ya a sus caballos con la misma confianza.
Porque, al sacar su cabeza por la portezuela, Jean de Witt había sido visto y reconocido por un cervecero que, con retraso respecto a sus compañeros, cerraba su puerta a toda prisa, para reunirse con ellos en la Buytenhoff.
Lanzó un grito de sorpresa, y siguió en pos de otros dos hombres que corrían delante de él.
Al cabo de cien pasos se les unió y les habló; los tres hombres se detuvieron, mirando alejarse el coche, pero todavía no muy seguros de lo que en él se encerraba.
El coche, durante ese tiempo, llegaba a la Tol-Hek.
-¡Abrid! -gritó el cochero.
-Abrir -replicó el portero apareciendo en el umbral de su casa-. Abrir, ¿y con qué quieres que abra?
-¡Con la llave, pardiez! -exclamó el cochero.
-Con la llave, sí; mas para ello sería preciso tenerla.
-¿Cómo? ¿No tenéis la llave de la puerta? -preguntó el cochero.
-No.
-¿Qué habéis hecho de ella, pues?
-¡Cáspita! Me la han quitado.
-¿Quién?
-Alguien que probablemente desea que nadie salga de la ciudad.
-Amigo mío -dijo el ex gran pensionario, sacando la cabeza del coche y arriesgando el todo por el todo-, amigo mío, es por mí, Jean de Witt y por mi hermano Corneille, a quien llevo al exilio.
-¡Oh, señor De Witt! Estoy desesperado -contestó el portero precipitándose hacia el coche-, mas por mi honor que me han quitado la llave.
-¿Cuándo?
-Esta mañana.
-¿Quién?
-Un joven de veintidós años, pálido y delgado.
-¿Y por qué se la habéis entregado?
-Porque traía una orden debidamente firmada y sellada.
-¿De quién?
-De los señores del Ayuntamiento.
Vaya -comentó tranquilamente Corneille-, parece que decididamente estamos perdidos.
-¿Sabes si se ha tomado la misma precaución en todas partes?
-No lo sé.
-Vamos -dijo Jean al cochero-. Dios ordena al hombre que haga todo to que pueda por conservar su vida; llégate a otra puerta.
Luego, mientras el cochero hacia girar el carruaje, saludó al portero:
-Gracias por tu buena voluntad, amigo mío. La intención se considera como el hecho; tú tenías la intención de salvarnos y, a los ojos del Señor, es como si lo hubieras conseguido.
-¡Ah! -exclamó el portero-. ¿Veis ese grupo allá abajo?
-Crúzalo al galope -ordenó Jean al cochero- y toma la calle de la izquierda: es nuestra única esperanza.
El grupo del que hablaba Jean había tenido por núcleo los tres hombres a los que vimos seguir con los ojos al coche, y que desde entonces y mientras Jean parlamentaba con el portero; se había engrosado con siete u ocho nuevos individuos.
Aquellos recién llegados tenían evidentemente intenciones hostiles con respecto a la carroza.
Así, viendo a los caballos venir hacia ellos a galope tendido, se cruzaron en la calle agitando sus brazos, armados de garrotes y gritando: -¡Deteneos! ¡Deteneos!
Por su parte, el cochero se inclinó hacia ellos y los fustigó con el látigo.
El coche y los hombres chocaron al fin.
Los hermanos De Witt no podían ver nada, encerrados como estaban en el coche. Pero sintieron encabritarse a los caballos, y luego experimentaron una viólenta sacudida. Hubo un momento de vacilación y de temblor en el coche que arrancó de nuevo, pasando sobre algo redondo y flexible que podía ser el cuerpo de un hombre derribado, y se alej en medio de blasfemias.
-¡Oh! -exclamó Corneille-. Temo que hayamos causado alguna desgracia.
-¡Al galope! ¡Al galope! -gritó Jean.
Mas, a pesar de esta orden, el cochero.se detuvo de repente.
-¿Y bien? -preguntó Jean.
-Mirad -dijo el cochero.
Jean miró.
Todo el populacho de la Buytenhoff aparecía en la extremidad de la calle que debía seguir el coche, y avanzaba aullante y rápida como un huracán.
-Deténte y sálvate tú -ordenó Jean al cochero-. Es inútil ir más lejos; estamos perdidos.
-¡Aquí están! ¡Aquí están! -gritaron conjuntamente quinientas voces.
-¡Sí, aquí están los traidores! ¡Los asesinos! ¡Los criminales! -respondieron a los que venían por delante del coche, los que corrían detrás de él, llevando en sus brazos el cuerpo magullado de uno de sus compañeros, que habiendo querido saltar a la brida de los caballos, había sido derribado por ellos.
Era sobre aquel por quien los dos hermanos habían sentido pasar el coche.
El cochero se detuvo; mas a pesar de las instancias que le hizo su amo, no quiso ponerse a salvo.
En un instante, la carroza se halló