El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas

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blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compañero se puso en camino y lo arrastrara con él, contemplado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de comprender.

      Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.

      A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.

      -¿Quién aparece en el balcón? -preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se inclinaba sobre ella.

      -Es el diputado Bowelt -explicó el oficial.

      -¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?

      -Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.

      El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir: -Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personalmente al señor de Bowelt.

      -Hombre valiente -repitió el que era llamado monseñor-. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?

      -¡Ah!, monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.

      -Al grano -murmuró el joven-, esperemos, y vamos a ver.

      El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.

      -Si ese Bowelt es un hombre valiente -continuo Su Alteza-, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.

      Y el movimiento nervioso de su mano, que se agitaba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.

      Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa interpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.

      -Señores -repitió por segunda vez De Bowelt-, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decision por mí mismo.

      -¡La orden! ¡La orden! -gritaron varios millares de gargantas.

      El señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en gestos múltiples y desesperados.

      Pero viendo que no podía hacerse entender, se volvió hacia la ventana abierta y llamó al señor D'Asperen.

      D'Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.

      Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resistencia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'Asperen.

      -Vamos -dijo fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de la Hoogstraet- parece que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a oírla.

      -¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!

      -¿A qué?

      -Entre esos diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que uno solo reconozca a Vuestra Alteza.

      -Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón -dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos-. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bo- welt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.

      -Pero -observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor- Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?

      -¿Por qué? -preguntó fríamente el joven.

      -Porque si lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de los señores Corneille y Jean de Witt.

      -Ya veremos -respondió fríamente Su Alteza-. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.

      El oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció.

      Este oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente hombre.

      Desde el lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los pisoteos del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.

      Luego se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowelt y D'Asperen, los cuales habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada.

      Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas.

      La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.

      De repente, cesó el ruido; luego más de repente todavía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de explosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.

      Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.

      En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.

      Era el cirujano Tyckelaer.

      -¡La tenemos! ¡La tenemos! -gritó agitando un papel en el aire.

      -¡Tienen la orden! -murmuró el oficial estupefacto.

      -¡Y bien! Ya me he fijado -dijo tranquilamente Su Alteza-. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo otro.

      Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:

      -Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.

      El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.

      El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la misma firmeza.

      Pronto oyó el conde el rumor creciente

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