El tulipán negro. Alejandro Dumas

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El tulipán negro - Alejandro Dumas страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
El tulipán negro - Alejandro Dumas

Скачать книгу

y dejado entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.

      A diez pasos de allí, se había encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho pasándole la mano por la barbilla:

      -Buenos días, buena y hermosa Rosa, ¿cómo está mi hermano?

      -¡Oh, Mynheer Jean! -había respondido la joven-. No es por el daño que le han causado por lo que temo por él: el mal que le han hecho ya ha pasado.

      -¿Qué temes entonces, bella niña?

      -Temo el daño que le quieren causar Mynheer Jean.

      -¡Ah, sí! -dijo De Witt-. El pueblo, ¿verdad?

      -¿Lo oís?

      -Está, en efecto, muy alborotado; pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más que bien, tal vez se calme.

      -Ésta no es, desgraciadamente, una razón -murmuró la joven alejándose para obedecer una señal imperativa que le había hecho su padre.

      -No, hija mía, no; lo que dices es verdad -luego, continuando su camino, murmuró-: He aquí una chiquilla que probablemente no sabe leer y que por consiguiente no ha leído nada, y que acaba de resumir la historia del mundo en una sola palabra.

      Y, siempre tan tranquilo, pero más melancólico que al entrar, el ex gran pensionario siguió caminando hacia la celda de su hermano.

      II

       LOS DOS HERMANOS

      Índice

      Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por alejar la tropa de De Tilly que les molestaba.

      Lo cual, visto por el pueblo, que apreciaba las buenas intenciones de su milicia, se desgañita- ba gritando:

      -¡Vivan los burgueses!

      En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como firme, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de soldados la plaza de la prisión y sus alrededores.

      -¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? -gritaban los orangistas.

      -¡Ah! -respondió el señor De Tilly-. Me preguntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.

      -¡Pero os han dado esta orden para que los traidores puedan salir de la ciudad!

      -Podría ser, ya que los traidores han sido condenados al destierro -respondió De Tilly.

      -Pero ¿quién ha dado esta orden?

      -¡Los Estados, pardiez!

      -Los Estados nos traicionan.

      -En cuanto a eso, yo no sé nada.

      -Y vos mismo nos traicionáis.

      -¿Yo?

      -Sí, vos.

      -¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicionarlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.

      Y en esto, como el conde tenía tanta razón que resultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación posible.

      -Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras intenciones ni en las mías.

      -Si tal hicierais -gritaron los burgueses-, a nuestra vez abriríamos fuego sobre vosotros.

      -Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.

      -Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.

      -En primer lugar, yo no soy un ciudadano -dijo De Tilly-, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.

      -¡Sí, sí! -gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más-. ¡Vamos al Ayuntamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! Vamos, vamos!

      -Eso es -murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos-. Id a buscar una cobardía al Ayuntamiento y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.

      El digno oficial contaba con el honor de los magistrados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.

      -Estará bien, capitán -dijo al oído del conde su primer teniente-, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.

      Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversación con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda donde yacía sobre un colchón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.

      La sentencia del destierro había hecho inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.

      Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, habían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.

      Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entrevisto los maravillosos esplendores del Cielo.

      El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de la justicia.

      Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.

      Más,

Скачать книгу