El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas

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-continuó Corneille con su dulce sonrisa-. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del depósito que le he confiado.

      -¡Deprisa, entonces! -exclamó Jean-. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.

      -¿Con quién le damos esa orden?

      -Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.

      -Reflexionad antes de quemar esos títulos gloriosos, Jean.

      -Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?

      -¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?

      Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momento explosiones de clamores feroces.

      -Sí, sí -dijo Corneille-, ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?

      Jean abrió la ventana.

      -¡Muerte a los traidores! -aullaba el populacho.

      -¿Oís ahora, Corneille?

      -¡Y los traidores, somos nosotros! -exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.

      -Somos nosotros -repitió Jean de Witt.

      -¿Dónde está Craeke?

      -Al otro lado de esta puerta, imagino.

      -Hacedle entrar, entonces.

      Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.

      -Venid, Craeke, y retened bien to que mi hermano va a deciros.

      -Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.

      -¿Y por qué?

      -Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.

      -Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? -preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y martirizadas.

      -¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!-dijo Corneille.

      -Aquí hay un lápiz, por lo menos.

      -¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.

      -Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.

      -Bien.

      -Pero vuestra escritura ¿será legible?

      -¡Adelante! -dijo Corneille mirando a su hermano-. Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.

      Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.

      Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas.

      El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.

      Corneille escribió:

      20 de agosto de 1672

      Querido ahijado:

      Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.

      Adiós, y quiéreme.

      CORNEILLE DE WITT.

      Índice

      Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.

      -Ahora -explicó-, cuando ese valiente Craeke deje oír su antigun silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero… Entonces, partiremos a nuestra vez.

      No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buyten- hoff.

      Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

      -Y ahora -dijo- partamos, Corneille.

      III

       EL DISCIPULO DE JEAN DE WITT

      Índice

      Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de caballería de De Tilly.

      No estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoogstraet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien detrás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.

      Este extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enjugarse la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.

      Con la mirada fija como un pájaro de presa, la nariz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a La- vater, si Lavater hubiese vivido en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su favor.

      Entre el rostro de un conquistador y el de un pirata, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.

      La serenidad o la inquietud.

      Así, aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buytenhoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo aullante, constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamente optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en ocultarse.

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